DONDE SE
CUENTA CÓMO ME ENCONTRÉ CON DON
QUIJOTE DE LA MANCHA EN MEDELLÍN, CUANDO LA
CIUDAD SE LLENÓ DE GIGANTES INVENTADOS
CUENTO, 2004
Por Jorge Franco
La tuerca ya no era
tuerca sino lo que mi abuelo hizo de ella.
Mi abuelo hacía
figuras con chatarra, con tuercas y tornillos, con restos de alambre, trozos de
lata, resortes oxidados o lo que su mente creadora considerara aprovechable
para armar la figura que estuviera dándole vueltas en la cabeza. Cualquier
objeto le servía y mientras más extraño y disforme fuera, mucho mejor. Cuando
yo era niño y caminaba junto a mi abuelo nos deteníamos con frecuencia porque
él se quedaba mirando algo en el suelo, un pedazo abandonado de cualquier cosa
y él, picado por la curiosidad, se agachaba a recogerlo, lo miraba, lo
estudiaba, a veces decía «esto puede funcionar como pierna», lo soplaba fuerte
para bajarle la mugre, se lo echaba en el bolsillo y seguíamos caminando por
las calles de un Medellín que no se parecía al de ahora.
Yo
esculcaba el cajón donde mi abuelo guardaba las cosas encontradas, tan ajenas a
mí que no podía darles nombre. Sólo después de un tiempo, cuando él ya había
incorporado la pieza rara a la escultura cobraba sentido lo que antes no sabía
qué era, mi abuelo lo había convertido en un pie, en una boca, en la farola de
un carro, en la cola de un caballo o en el pétalo de una flor.
Los chécheres que recogía algunas vez
tuvieron nombre y otros usos, y fueron parte de un todo, pero cuando mi abuelo
los tomaba en la mano ya eran lo que él pensaba hacer con ellos; así me dijo de
un piñón todavía engrasado «esta es una corona de espinas», y días después me
mostró a su Cristo crucificado en dos hierros ennegrecidos, hecho de clavos y
arandelas, coronado por el piñón, y tan real, que la grasa que mi abuelo había
dejado a propósito parecía sangre seca, la misma sangre histórica del muerto
que nos endosan después de dos mil años.
En
otro momento que quisiera recordar con más claridad, aunque me ayudo de la
imaginación para retocarlo, está mi abuelo trabajando en una figura que parecía
casi terminada. Lo encontré ajustando alambres, ganchos y garfios, levantando
el armazón de un humano, sin nada de relleno. Como sostenido en el puro
esqueleto se erguía un hombre de figura larga que sin tener una cara definida
ya tenía semblante de viejo triste. Mi abuelo le había puesto barba puntiaguda
y bigotes con esponjilla metálica, y cejas gruesas que parecían dos gusanos de
acero. La figura frágil se apoyaba en una lanza y en la otra mano le hacía
contrapeso una tapa de hierro, el abuelo dijo «ese es el escudo». Dio un par de
pasos hacia atrás para ver su obra de lejos, inclinó la cabeza a un lado y
luego al otro para buscar algo nuevo en cada ángulo, dijo «le falta la bacía en
la cabeza, como la que confundió con el yelmo de Mambrino».
Se
me pierde en el olvido mi reacción a las palabras extrañas del abuelo, ¿qué
podría estar diciéndome?, a lo mejor pensé que el abuelo ya comenzaba a enredarse,
o tal vez no pensé nada y solamente le habré preguntado, señalando la
escultura, «¿y este quién es?», y él me habrá mirado sorprendido, «cómo así,
¿no sabés quién es este?», se extrañaba de que no me hubieran hablado de él en
el colegio, de que yo no lo hubiera oído mencionar antes, y como yo seguía con
cara de despistado, él dijo «este es don Quijote», seguí en las mismas y le
insistí «¿y ese quién es?», y más aterrado todavía, el abuelo me explicó «pues
este es, nada más y nada menos, que el valeroso caballero don Quijote de la
Mancha
.Pude
haber seguido con mi lista de preguntas, «¿por qué valeroso?», «¿dónde tiene la
mancha?», «¿por qué es casi tan flaco como su lanza?», pero preferí ayudarle a
escarbar en su cajón. Le pregunté «¿qué estás buscando?», él me dijo «algo que
me sirva de bacía», «¿de qué?», pregunté, el abuelo dijo «el sombrero, don
Quijote se ponía una bacía de sombrero», y me explicó con precisión de
diccionario que la bacía era una vasija de metal usada por los barberos de
antes para remojar la barba, poco honda, muy ancha y con una hendidura
semicircular adaptable al cuello. Por mi expresión entendió que yo no había
entendido nada y me dijo «es como una bacinilla que se pone aquí», se tocó la
quijada y añadió «para afeitar la barba», y yo me reí de sólo pensar que
alguien pudiera llevar una bacinilla por sombrero. Hubiera pensado que eran
inventos del abuelo, uno más de los personajes y las historias que se ingeniaba
para aferrarnos a un mundo que en pocos años desaparecería para nosotros, el
mundo de la fantasía, al que creí que pertenecía don Quijote de la Mancha, y
efectivamente, en el momento en que dejara de habitar de ese mundo y me hiciera
adulto, iba a entender lo probable que era terminar con una bacinilla en la
cabeza y bañado en mis propios excrementos.
Yo
crecía mientras el abuelo continuaba buscando entre los arrumes de chatarra la
pieza que le sirviera de bacía a la figura inconclusa de don Quijote. No quería
recortarla de un latón para hacérsela a la medida, quería encontrarla del
tamaño y la forma precisa, sin que él tuviera que intervenir para modificarla,
decía «si don Quijote vio en un cacharro su sombrero, yo tengo que encontrarlo
en las ruinas de cualquier máquina». Se metía en los talleres a buscar entre
los desperdicios, les describía a los mecánicos la parte que estaba buscando,
insistía «tiene que tener una muesca como la de una medialuna», caminaba atento
a lo que estuviera botado en una acera, me decía «si de pronto ves algo así en
tu colegio», y yo le aclaraba «ya no estoy en el colegio abuelo, ya entré a la
universidad», me decía «pues bueno, en la universidad», se quedaba pensando y
decía «podrías preguntarles a los de ingeniería mecánica…», se quedaba
pensando, sacudía la cabeza y decía «algún día aparece, a toda figura le llega
la pieza que le falta».
Una mañana el abuelo
se asomó a la ventana y vio pasar por la calle a un chatarrero que iba en una
carreta tirada por un caballo tan andrajoso y flaco como el mismo hombre que lo
arreaba, la carreta iba llena de cachivaches y el abuelo salió de la casa
corriendo para alcanzarla, llamó a los gritos al carretero, lo siguió al trote
hasta que el hombre entendió que era a él a quien mi abuelo buscaba. El hombre
miró el dibujo de la bacía que había pintado el abuelo, vista desde varios
ángulos, el abuelo le aclaró «y tiene que ser de este mismo tamaño», el hombre
le preguntó «¿y para qué la necesita?»,
el abuelo le respondió «para ponérsela de sombrero a don Quijote de la Mancha»,
el hombre le dijo desde la carreta «ah, entonces puede ser un poco más grande»,
mi abuelo negó, dijo «no, no, no puede quedarle grande», el chatarrero dijo «sí
puede. Acuérdese de la risa de Sancho cuando don Quijote se puso en la cabeza
la vasija que dejó el barbero por huir a la carrera, le quedaba grande y don
Quijote pensó que el dueño debió de ser alguien con una cabeza enorme». El
abuelo se quedó mudo cuando oyó a aquel hombre harapiento hablar con propiedad
de un tema que todo el mundo menciona pero pocos conocen, los pormenores del
Quijote, y más perplejo quedó cuando el hombre se dio vuelta para mirar la
carga que llevaba y dejó ver que le faltaba una pierna.
«La derecha», me
contó el abuelo, «le falta de la mitad del muslo hacia abajo», le pregunté
«¿camina en muletas?», el abuelo me dijo «sólo en una; tuvo que vender la otra
en un apuro». Me contó que el hombre se llamaba Néstor, que había sido soldado,
que todavía era joven y que perdió la pierna con una mina quiebrapatas que
sembró algún desalmado; el abuelo me dijo
«Néstor me invitó a
subirme con él en la carreta para que buscara entre sus cacharros mientras él
terminaba el recorrido», le pregunté «¿te subiste», él me dijo «claro, pero no
para buscar la piecita sino porque me intrigó su conocimiento del Quijote».
Contó el abuelo que mientras esculcaba entre las latas y los hierros iba
preguntándole a Néstor cosas de su vida, que Néstor le dijo «cuando perdí la
pierna quedé muy deprimido, creí que todo había terminado y en un ataque de
rabia pedí que me llevaran el Quijote», el abuelo preguntó «¿por rabia?», «sí,
por rabia», dijo Néstor y agregó «yo también caí en la trampa, como don Quijote».
El caballo no quería seguir carreteando y Néstor le chifló para animarlo, el
animal obedeció y Néstor le dijo al abuelo «el mundo de afuera es una trampa,
señor», el abuelo le dijo «Benjamín», y
Néstor le dijo «es
una trampa, Benjamín, que se renueva a diario para que nadie se salve de caer».
Luego supe que el
abuelo había vuelto a encontrarse con Néstor, dos días después, y que esa vez
también se subió en la carreta y lo acompañó en el recorrido. El abuelo seguía
sin encontrarle sombrero a don Quijote, y con esa excusa salió otra vez a
acompañar al chatarrero. De esa vez el abuelo no contó mucho, solamente dijo
«Néstor vive en un tugurio», al rato volvió a decir «se sabe de memoria partes
del Quijote y vive en un tugurio», y antes de irse a dormir, dijo, casi para sí
mismo «le entregó la pierna a este país y vive en un tugurio»; por cambiarle el
tema le pregunté «¿y la bacía, abuelo?», me respondió «algún día aparece», como
si ya no le importara. A la semana siguiente volvió a pasar Néstor y el abuelo
se trepó a la carreta, esa vez sin excusas; yo lo vi subir y vi cuando saludó a
Néstor de mano.
Por esos días yo
andaba con ganas de enamorarme por primera vez, de enamorarme en serio, no
sabía de quién pero estaba muerto de ganas. Sin embargo, la situación no era
propicia como para buscar amores. Medellín, mi ciudad, estaba enloqueciendo,
había caído seducida por una alucinación, todos caímos confundidos por el
espejismo del dinero, de la droga y el poder, y cuando aparecieron los síntomas
de la demencia ya era muy poco lo que podíamos hacer por nosotros mismos. Yo le
pregunté al abuelo «¿qué es lo que está
pasando?», él se estaba alistando para salir de correría con Néstor, y mientras
se acomodaba una cachucha a cuadros para proteger su calva del sol, me dijo «lo
que te voy a decir me lo dijo Néstor, porque yo también le pregunté qué estaba
pasando, él ha estado en la guerra y sabe más de estas cosas». Todos en
Medellín nos preguntábamos lo mismo, «¿qué está pasando?», pero solamente unos
pocos se atrevían a responder y los que respondían no atinaban con una
respuesta que convenciera. «Que nosotros», había dicho Néstor, «todos nosotros
habíamos inventado los gigantes para presumir de grandes, y que llevamos
adentro un gigante falso para negar que en verdad todos somos enanos», yo dije
«Néstor tiene más de loco que de enano», y al abuelo no le gustó mi comentario,
le molestaba que últimamente nos hubiéramos vuelto muy prevenidos con Néstor,
no nos parecía muy sensato que el abuelo anduviera por toda la ciudad
encaramado en una carreta destartalada, acompañado de un desconocido que
deliraba, aguantando las inclemencias del tiempo en una Medellín donde además
de agua llovía metralla. Pero no había nada que hacer, cada vez que el abuelo
oía los cascos del caballo y el chirriar de la carreta acercándose a la casa,
abría los ojos emocionado, se calaba la cachucha, se aperaba de una ruana y
salía sin despedirse, sordo a cualquier advertencia, como un niño atraído por
la calle.
Yo también andaba en esos días muy entusiasmado
con mis primeras salidas nocturnas, no hacia mucho había cumplido dieciocho
años y ya tenia permiso para salir hasta pasada la medianoche. Aquel fin de
semana, el 23 de junio para ser más exactos, fui a conocer un sitio que quedaba
en las afueras de Medellín, se llamaba Oporto y era el bar de moda. Fuimos
cinco amigos, dos de ellos acompañados de sus novias, los tres que fuimos sólo estábamos
todavía en la búsqueda, y por andar de exploradores nos fuimos para otro bar
como a las once, con la ilusión de tener más suerte, y la tuvimos, porque los
otros dos amigos que se quedaron en Oporto se quedaron para siempre. Ellos se
quedaron con la muerte y nosotros nos fuimos para otro lado a buscar mujeres, y
como tampoco las encontramos esa noche, volví vencido a mi casa con la
esperanza puesta en el fin de semana siguiente. Cuando llegué encontré a toda
la familia despierta, sentados en la sala, en piyama y hechos un nudo, todos
con la expresión descompuesta, todos menos yo conocían la noticia, ya habían tenido tiempo de
llorarla, de llorarme, porque sabían que yo podía estar entre los diecinueve
acribillados, y porque tuvieron tiempo de darme por muerto fue que me
recibieron como un resucitado. No sabían que las ganas de enamorarme fueron las
que me salvaron. O fue la suerte de no haberme enamorado hasta ese día.
Todo ocurrió rápido y
contundente, con la misma eficiencia que ha vuelto tan prestigiosa a la muerte
en todos sus trabajos. Luego de que salimos de Oporto llegaron allá varios
encapuchados, armados como para una guerra. Separaron las mujeres de los
hombres, hombres y mujeres que apenas rondaban los veinte años, a ellos los
obligaron a tirarse al piso, uno a uno les fueron pegando un tiro por la espalda
sin importar los gritos ni los ruegos, ni que fueran casi niños los que
clamaban por la vida, ni que murieran sin merecer siquiera una explicación por
su fusilamiento. Allí quedaron mis dos amigos y otros diecisiete que lloré como si tamvçbien fueran amigos del
alma. Ese amanecer mi abuelo se sentó en mi cama, me acarició el pelo, lloró
conmigo y antes de irse me dijo “yo no voy a aguantarme que que todo pase al revés”, me tomó la malo y
dijo 2tiene que ser al contrario: los nietos tienen que enterrar a los abuelos
y yo no voy a aguantarme que a alguno de ustedes lo entierren antes que a mi”
Lo dijo con rabia y decepción,
y con la determinación que uno usa para sus últimas palabras. Yo sólo trataba
de pescar respuestas para las preguntas que me mortificaban: ¿Por qué?, ¿quién
lo hizo?, ¿qué sintieron los que dispararon y los que recibieron los balazos?, ¿qué
papel juega Dios en todo esto?, ¿qué papel juego yo en todo esto?
La mañana me agarró
despierto, sentado junto a la ventana, viendo como madrugaba la ciudad en su rutina,
un poco más triste y con otra lista más de muertos. Esa mañana los cascos y la
carreta sonaron más temprano que de costumbre, y yo desde arriba vi salir al
abuelo con un pequeño maletín de mano, se subió junto a Néstor y antes de
arrancar miró hacia mi ventana, alzó la
mano y yo levanté la mía. Luego los vi alejarse poco a poco en actitud templaria
de caballero y escudero, unidos por alguna causa venerable pero imposible.
El abuelo no volvió a
la casa. Lo esperamos esa noche y los muchísimos días siguientes; lo reportamos
perdido en la policía, repartimos volantes con su retrato, imaginamos las correrías
del chatarrero para buscarlos, preguntamos, indagamos, ofrecimos recompensas
pero Medellín ardía y la gente sólo tenia cabeza para pensar en cómo salvarse
del incendio. Para ponerlo en palabras de Néstor, diría que el gigante que
inventamos se nos salió de la mano y se convirtió en nuestro enemigo, y rodos buscábamos
la mejor manera de no quedar aplastados. Una explosión diferente nos sacudió
los huesos y nos arrinconaba, casi a diario. Sin embargo, a mi la mayor
tristeza me la daba la ausencia del abuelo. Todos los días entraba el cuartico
donde él hizo sus esculturas de hierro viejo; ahí seguía firme el Quijote
lánguido esperando su sombrero, como si fuera lo único que le faltara para
salir a darle batalla al gigante enloquecido.
Junto al Quijote de
chatarra encontré su antecedente, el libro El
ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, en una edición ajada y llena de
marcas entre las paginas, papelitos conlos que el abuelo señaló los fragmentos
favoritos, seguramente los que lo inspiraron para sacar, a su manera, a don Quijote de las paginas que lo contaban.
Me lleve el libro y lo puse en mi mesa de
noche, esa vez no iba a leerlo, pensé en dejarlo para las vacaciones, pero sí quería
ver qué era lo que le había llamado la atención el abuelo en el libro, y cuando
pude comencé a hojearlo, marca por marca.
Pasé varias noches
leyendo párrafos y frases sueltas, buscando, en el fondo, una pista que me
ayudara a
a
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ResponderEliminarMuchas veces empleamos nuestro tiempo haciendo ruido, no sabemos que el silencio es más importante, si lo empleamos en algo útil nos traerá buenos frutos, las personas que son dispuestas y disciplinadas serán grandes en la vida, porque su tiempo es ordenado, es preciso, no lo desgastan en cosas que no sirven. “Algún día la disciplina vencerá la inteligencia”, es una frase que tarde o temprano nos hará reflexionar para saber cuál es el camino que debemos escoger.
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