Arenas
de Japón
Con esta crónica de un largo
viaje a Japón, Villoro consigue armonizar en un solo texto las múltiples
contradicciones del “imperio de los signos”.
De la hipertecnología a la tradición, de lo sofisticado a lo trivial, de la bonanza a la cárcel del trabajo maquinal, Japón se revela como una realidad alucinada.
De la hipertecnología a la tradición, de lo sofisticado a lo trivial, de la bonanza a la cárcel del trabajo maquinal, Japón se revela como una realidad alucinada.
Noviembre 2009 | Tags:
Los aeropuertos carecen de carácter definido,
cumplen funciones provisionales, huelen de modo artificial, aceleran los
nervios y las pisadas. Estos defectos son sus virtudes. Sólo bajo esas bóvedas
de cristal y aluminio resulta placentero que exista una arquitectura de ninguna
parte.
La simbología de una terminal aérea es
neutra, compresible de un modo genérico. Una gramática para nómadas, sin
adverbios ni adjetivos. ¿Es posible vivir ahí como un paria de la
globalización, alguien ubicable y al mismo tiempo deslocalizado?
Esta fantasía se concretó en la ciudad
México. Cuando tomé el avión a Tokio un japonés llevaba un año viviendo en el
Aeropuerto Benito Juárez. Ya era un icono semifamoso. La gente se retrataba con
él, pero se ponía a su lado con cautela, por temor a que oliera mal, contagiara
algo o estuviera loco y dispuesto a morder una oreja. El japonés del aeropuerto
se había convertido en una mascota salvaje, como un hurón, que no pertenece del
todo a la vida doméstica ni a un zoológico. De hecho, tenía pelo de hurón.
En marzo de 2009 viajé al país que Roland
Barthes describió como “el imperio de los signos”, un territorio de mensajes
elaboradamente ajenos. Mientras tanto, en mi país, un japonés hacía la
operación contraria: vivía en el aeropuerto, la tierra de nadie donde todo se
comprende.
■
Cuando el avión de jal despegó, los pasajeros
estornudaron, como si participaran en un ritual de despedida.
Japón es el país de las alergias. Una de cada
tres personas lleva cubreboca para protegerse del polen. Se dice que, al cabo
de cinco años de vivir ahí, un extranjero puede volverse alérgico. Los
estornudos son una seña de naturalización.
Al llegar a Tokio no le di mayor importancia
al disciplinado uso de los cubrebocas. El armonioso exotismo de Japón tiene un
efecto tranquilizador: todo está bien sin que entiendas nada. Rodeado de
ideogramas, recorres un entorno altamente operativo. La única pieza desajustada
eres tú.
■
El taxista japonés es un experto que cambia a
diario sus guates blancos y domina un banco de datos.
El conductor que pasó por mí al aeropuerto de
Narita me informó que había un accidente en nuestra ruta. Aconsejó tener
paciencia (todo esto a través de una intérprete cuyo nombre acreditaba su
semblante: Rie). Pensé que tendría mi primer contacto con el Japón de Godzilla,
pero el contratiempo fue decepcionante. Un coche había rozado a otro y ambos
aguardaban a los inspectores del seguro. Esto frenaba un poco el tráfico. Fue
mi estreno ante el gusto japonés por las minucias.
El tráfico se estudia con la misma sutileza
que el follaje. No hay otra isla con tan afanosos desplazamientos. Todos son
tumultuosos y todos funcionan. La “hora pico” existe, pero es una variante
apenas perceptible de la norma, un trastorno que sólo altera a los
microespecialistas, es decir, a todos los japoneses, capaces de distinguir si
un té se prepara a 70 o 75 grados.
El contacto con tantos peritos del volante me
permitió disfrutar la incompetencia de un taxista. Le pedí que fuéramos al
Teatro Noh. Contra toda expectativa, se dirigió a la rampa de emergencias de un
hospital. “Es tranquilizador que un taxista japonés se equivoque”, le dije a la
intérprete que me acompañaba. “Ya lo reporté a su compañía”, respondió ella:
“es terrible lo que hizo”.
Los taxistas mexicanos y españoles son
expertos en negatividad: todo está mal y pronto estará peor. Informan de
desfalcos, fraudes y rapiñas. Sus diagnósticos son deprimentes, pero resultan
más llevaderos que sus soluciones. Tomar un taxi en Madrid o el DF puede ser
una oportunidad de oír una defensa de la pena de muerte. Los taxistas japoneses
prefieren hablar de historia. Describen las costumbres de los sogunes como si
hubieran pertenecido a su corte. Uno de ellos llevaba en su teléfono móvil una
foto del Templo del Pabellón Dorado antes de que se incendiara. Si acaso se
refieren a la política, lo hacen para insistir en que los japoneses son
apolíticos. El 60% de los votantes no se presenta a las urnas. Las pasiones
nacionales son el beisbol, el sumo y el bienestar económico.
Por lo general, las primeras palabras que se
aprenden en una lengua extranjera son insultos. En Japón aprendí formas de
cortesía. Mi idioma de emergencia me facultaba para desesperarme con buena
educación.
No encontré un taxista que tuviera mal
carácter. El coche es tan educado como el piloto: su puerta se abre y se cierra
sola.
■
Los masajes y la meditación relajan al
japonés, pero su mejor método para alcanzar la calma espiritual consiste en no
dejar propina. Durante quince días fui ajeno a la disyuntiva de ser mezquino o
excesivo.
En cambio, fue angustioso no llevar tarjeta
de presentación. Mi nombre y mi destino caían en el vacío. El ritual de
intercambiar tarjetas es la versión moderna de la ceremonia del té.
A falta de credenciales, me presenté a partir
de los vínculos de mi familia con la televisión japonesa. Crecí viendoAstroboy,
mi esposa creyó ser Señorita Cometa, mi hijo perteneció a la
tribu de los Pokémon y mi hija al reino deDoraemon. Fue como enlistar signos del
Zodiaco. Mis parientes se volvieron comprensibles. El método resultó eficaz. A
fin de cuentas, ¿qué es un extranjero sino una caricatura?
■
Al salir del metro en Kami-Igusa, hay una
estatua de Gundam, robot que ha destruido todo lo que se puede aniquilar
gracias a los efectos especiales del video. La gente le coloca monedas, como a
un Buda armado.
En ese barrio de casas bajas están los
estudios de Sunrise, compañía que produce al imparable Gundam. Como resulta
difícil conseguir locales de gran tamaño, las oficinas y los talleres de
producción se reparten en distintos edificios. Ahí trabajan doscientos cincuenta
jóvenes de veinte a veinticinco años. No son los artífices de las historias ni
los creadores de los diseños. Se limitan a desarrollar las escenas para
formatos de dvd o PlayStation. Como en los templos sintoístas, todos están en
calcetines. Me dijeron que es para evitar que el polvo de la calle estropee las
computadoras, pero en Japón la comodidad sólo existe en calcetines.
Durante media hora hablé con Shinichiro
Watanabe, director de uno de los proyectos más logrados de Sunrise, la serie Cowboy Bebop. Su rostro obliga a una comparación demasiado obvia: es idéntico al
gato cósmico Doraemon.
Le sorprendió mi comentario sobre la obsesiva
redondez de los ojos en el manga y el ánime japonés. Desde un punto de vista
iconográfico, Heidi es “japonesa” en la medida en que tiene ojos circulares.
“No me había dado cuenta, para mí las caricaturas deben ser así”, comentó. Los
ojos redondos no son un signo de occidentalización, sino de falsificación, la
garantía de que se trata de un ser imaginario.
“Lo más difícil de animar son las pisadas”,
dijo Watanabe. La verosimilitud de un personaje depende de cómo se mueve. Su
centro de gravedad es su alma. Astroboy caminaba con la rigidez de un robot
primario. Las criaturas de Watanabe se desplazan como existencialistas en calles
de mala muerte. La historia de los dibujos animados es la historia de sus
pasos.
■
Llegué a Japón poco antes de la primavera.
Todo mundo hablaba de los cerezos en flor. Los noticieros localizaban árboles
que ya habían florecido y las modificaciones del follaje se podían seguir en
sitios web.
El tema omnipresente se prestaba para un test
de personalidad. Los optimistas veían bastantes flores, los pesimistas casi
ninguna.
La naturaleza domina la vida de Japón con
poderío simbólico. Incluso los desastres naturales han beneficiado su historia.
En dos ocasiones los invasores fueron repelidos por tifones. La palabra kamikaze quiere decir
“viento sagrado” y alude a esas tormentas defensivas.
También la cultura es un desprendimiento del
paisaje. El haiku sigue un principio botánico: la poesía como instantánea
floración. Me encontré en Kioto con Aurelio Asiain, poeta que encontró en Japón
el ámbito que le conviene. Fue agregado cultural de México y ahora es profesor
en la Universidad de Kansai. El rostro se le ha orientalizado de modo feliz: un
sogún de buen humor. EnLuna en la hierba, Asiain traduce medio centenar
de haikus. Ahí, Fun’ya no Yasuhide compara el indeciso lenguaje del jardín con
la insistente retórica del mar:
Cambia el color
de la hierba y los árboles,
pero la flor
de las olas del mar
no conoce el otoño.
Desde José Juan Tablada, la poesía japonesa
ha tenido una extraña alianza con la mexicana. Octavio Paz logró escribir
poemas propios con versos traídos del Oriente. Su traducción del haiku con el que
Fujiwara no Teika ganó el certamen del palacio imperial en 1216 es un ejemplo
superior del arte de interiorizar paisajes:
Tarde de plomo.
En la playa te espero
y tú no llegas.
Como el agua hierve
bajo el sol –así ardo.
En el Teatro Noh presencié Ashikari, obra del siglo XV. La trama trata de un largo desencuentro. La acción
es lo que no ha pasado. Tanto en el noh como el kabuki, los logros son
antecedidos por un meritorio esfuerzo. El dolor asumido en plenitud es el
prerrequisito del placer. No hay recompensa sin dificultad ni hedonismo que no
colinde con el riesgo.
El pez globo, cuyo veneno alcanza para matar
a treinta personas, es una sabrosa ruleta rusa. Un cocinero experto retira la
vejiga maligna. Lo interesante es que puede fallar.
Según amigos japoneses, la mayoría de los
peces globo son de criadero y carecen de peligrosidad. Esto se mantiene en
secreto porque el comensal busca la posibilidad de morir.
En la rigurosa jardinería japonesa, los
tallos de los crisantemos se tuercen para lograr una belleza artificial. Las
plantas no sienten el dolor: lo representan. Los bonsái y los jardines donde el
musgo crece en distintas tonalidades son placeres surgidos de la penuria.
Un pasaje de Ashikari: “Es más
difícil cultivar el arte de la poesía que contar todos los granos de la arena.
Por eso hay que cultivarlo.” Trabajar un jardín es un grato calvario. Trabajar
las palabras representa un reto orgánico mayor: la poesía es la parte más
difícil de la naturaleza.
Al final de Ashikari la trama se condensa en una metáfora: “la
flor que padeció el invierno en primavera abre sus pétalos”. Esta sencilla
descripción se carga de fuerza por dos razones: conocemos los padecimientos que
llevaron a esa sanación y la recompensa es precaria y se marchitará pronto.
Incluso en la pornografía hay una estética
primaveral. Las estrellas del porno japonés son casi niñas, adolescentes en
flor. Un diseño de pixel cubre los genitales al modo de un origami cibernético.
■
Japón es el país de las pantallas. La gente
levanta la vista de los mensajes de texto para encontrar la vibrante publicidad
que cubre edificios enteros.
La intensa virtualidad de la vida japonesa ha
producido loshikikomori, sustantivo que viene de “apartarse” o
“recluirse”. Se trata de adolescentes que se encierran en una habitación por
tiempo indefinido, sin más contacto que su computadora. Enrique Vila-Matas
describe así a estos renunciantes: “Sienten tristeza y apenas tienen amigos, y
la gran mayoría duerme o se tumba a lo largo del día, y miran la televisión o
se concentran en el ordenador durante la noche. En Japón se les llama también
solteros parásitos. O sea que aquellas máquinas solteras que inventara Duchamp
se han hecho realidad.”
En un país de reglas, donde el fracaso
escolar puede llevar al suicidio, el hikikomori contrasta más.
¿Esta nueva variante de la melancolía
proviene de la alienación postindustrial o se trata de un arte cultivado con
esfuerzo, como el bonsái o el origami? ¿Qué ha llevado al 20% de los varones
adolescentes a alejarse de ese modo?
En cierta forma, el hikikomori es un samurái
tímido. En el pacífico Japón contemporáneo resulta difícil ejercer el oficio
que durante siglos encandiló la mente de los jóvenes vernáculos. La inmensa
mayoría de los hikikomori son hombres y casi todos responden a los rasgos que Yukio Mishima
distinguió en el guerre-
ro moderno. Pocos años antes de practicar su suicidio ritual, Mishima actualizó el Hagakure, prontuario samurái recogido en el siglo XVIII. Las condiciones básicas de quien asume esa existencia son el desprecio por la vida y el alejamiento de toda tentación mundana. El samurái es un carismático outsider, un romántico que ama de lejos y aguarda el momento de sacrificarse: “El Hagakure es un intento de curar el carácter pacífico de la sociedad moderna a partir de la potente medicina de la muerte”, escribe Mishima.
ro moderno. Pocos años antes de practicar su suicidio ritual, Mishima actualizó el Hagakure, prontuario samurái recogido en el siglo XVIII. Las condiciones básicas de quien asume esa existencia son el desprecio por la vida y el alejamiento de toda tentación mundana. El samurái es un carismático outsider, un romántico que ama de lejos y aguarda el momento de sacrificarse: “El Hagakure es un intento de curar el carácter pacífico de la sociedad moderna a partir de la potente medicina de la muerte”, escribe Mishima.
Antes del haraquiri, el samurái compone un
poema. Su visión del mundo se condensa en cinco versos. El poeta guerrero
existe al margen de sí mismo; garantiza la renovación del orden natural a
través de la sangre y la belleza.
La cultura valora al samurái y recela del
ciberrecluso, pero no se trata de entes tan apartados. Los hikikomori se sustraen a la
banalidad de la vida moderna. En un mundo sin épica, se dan de baja. Son
espectros, suicidas aplazados.
Tal vez el primer hikikomori fue el profeta
de la ética samurái. El Hagakure proviene de las enseñanzas de Jocho Yamamoto, recogidas por su seguidor
Tsuramoto Tashiro. Yamamoto estuvo al servicio de un sogún del siglo XVIII. De
acuerdo con la tradición, debía suicidarse al morir su Señor. No lo hizo porque
un edicto abolió los suicidios rituales, pero se retiró del mundo y durante
veinte años perduró en calidad de hikikomori.
El Japón moderno no reconoce la fertilidad de
la violencia. Como Yamamoto en el segundo acto de su vida, el samurái
contemporáneo busca el alejamiento. En ocasiones falla y toma un rifle: los hikikomori se volvieron famosos
cuando uno de ellos secuestró un autobús y comenzó a disparar.
¿Asistimos a la preparación de los samuráis
del porvenir? ¿El enclaustramiento es el “lado B” de la violencia?, ¿la elimina
o la incuba sigilosamente?
La ultratecnología provoca adicciones a los
aparatos y la adopción de mascotas electrónicas, como el tamagotchi o los nintendogs a los que hay
que dar raciones virtuales de sushi o de alimento canino, pero también fomenta
interesantes repudios. Numerosos sensei (maestros) no usan artilugios. Ryukichi
Terao, hispanista de la Universidad de Tokio, vive satisfactoriamente en la
patria de Sony sin disponer de reloj, teléfono celular ni agenda. Una de sus
más curiosas aficiones consiste en calcular la extinción de los japoneses.
Aunque la isla está sobrepoblada, la tasa negativa de natalidad anuncia que en
el año 3000 habrá veintisiete japoneses y en 3085 sólo quedará uno.
¿Cómo se comportará el último japonés sobre
la Tierra? Seguramente será alguien inmóvil o acelerado. Japón emplea el tiempo
en forma extrema. El paraíso de la quietud y de la prisa.
A veces los dos tiempos se combinan. En el
zen, la calma es una vertiginosa actividad mental. El jardín de arena del
templo Ryoanji, uno de los más visitados de Kioto, desafía la razón con quince
piedras. El conjunto hace pensar en islas a la deriva, montes que sobresalen
entre las nubes o animales que sacan la cabeza al cruzar un río. El jardín es
visto desde una terraza de madera. Al caminar de un extremo a otro el visitante
puede contar las piedras. Es fácil constatar que son quince, pero no hay un
solo punto desde el que sea posible verlas todas. El templo ofrece una lección
de perspectiva: la totalidad es fragmentaria.
Quien medita o contempla los movimientos del
teatro noh disfruta los favores de la lentitud. Pero Japón también es la patria
del shinkansen. El “tren bala” recorre la
isla con disciplinado frenesí. En los andenes se indica el lugar en que deben
pararse los pasajeros, según su número de asiento. No me costó trabajo entender
esto, pero me subí al tren equivocado. Aguardaba el expreso a Kioto. Diez
minutos antes del horario de partida llegó un tren y supuse que era el mío. Se
trataba de un tren anterior. Diez minutos representan una
eternidad para un transporte con apodo de proyectil (sólo en lenguas
extranjeras se dice “tren bala”; la traducción literal de shinkansen es “ferrocarril
troncal”; los japoneses no necesitan recordar que saldrán disparados: lo dan
por supuesto).
Al bajar del tren, los viajeros se desplazan
con celeridad. Tal vez porque sus pasos son muy cortos da la impresión de que
se dirigen a sitios próximos. No se puede ser un corredor de fondo en un sitio
repleto: en Japón siempre estás cerca de algo y siempre hay que apurarse para
alcanzarlo.
■
Durante quince días, lo que no fue yin fue
yang. Casi todo se presentaba en dualidades. Un templo sintoísta suele tener al
lado uno budista para mostrar que las religiones conviven y se complementan.
Hay quienes profesan el sintoísmo en vida pero desean ser enterrados con el
ritual budista, preferible para el más allá.
La dualidad aparece en los diálogos más
comunes: “Voy a buscar un sitio tradicional en internet”, me dijo un
funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores al invitarme a cenar.
Mezcla del artificio y la naturaleza, los
restaurantes tienen guisos de plástico en las vitrinas, pero privilegian la
comida de temporada. Durante mi estancia, el invierno era relevado por la
primavera, lo cual significaba que había que comer anguila y hojas de cerezo.
Barthes entendió la comida japonesa como una
rama de la pintura. Los platillos satisfacen la mirada y se presentan en
series. En ese sistema la idea de “plato fuerte” es una vulgaridad. Hay que
degustar sucesivas cosas pequeñas.
“Me he vuelto muy japonés”, dijo Aurelio
Asiain cuando le sirvieron un plato y sacó la cámara para retratarlo. Estábamos
en un local de Kioto que se atribuye la invención mítica del shabu-shabu. La integración de Aurelio a Japón es tan perfecta que ha adquirido
alergia al polen y disfruta con orgullo los primeros síntomas. Pero luce aún
más adaptado al retratar platillos concebidos como cuadros.
Si la comida ofrece la sutileza del arte
efímero, los fideos que decoran las vitrinas muestran los prodigiosos brillos
que puede alcanzar el plástico. Dan ganas de chupar esas delicias de juguete.
En el país del té, la hipermodernidad llega
con el café. En cada esquina y cada andén hay máquinas dispensadoras de café
helado, caliente, ligero, amargo o mixto.
De pronto, el viajero necesita decepcionarse.
La irritación preserva el sentido de la diferencia. Me predispuse a odiar el
café en lata. Para mi sorpresa, no me supo a jugo de Nintendo. Sin ser
“auténtico”, tiene la gracia de no ser asquerosamente distinto.
■
Los japoneses adoran los uniformes, los
desfiles y las banderas. Fui a un partido de futbol en el estadio de Kioto. Se
disputaba el derbi contra Osaka, pero el ambiente no era el de un hervidero de
pasiones. Las tribunas se cedían el turno para entonar cánticos copiados de las
barras argentinas. En la entrada, recibí un papel con reglas de comportamiento,
incluida la de no abandonar el asiento en caso de lluvia.
La ordenada inocencia de la hinchada
decepciona al amante del caos futbolístico. En cambio, resulta atractivo que la
policía parezca un equipo deportivo. Sus uniformes y sus movimientos tienen un
aire de desfile.
Japón es la nación de las mascotas y la
policía es representada por Pipo, cuyo nombre proviene del sonsonete de las
patrullas.
¿Qué tan violento puede ser un país donde la agresión
suele ser un privilegio autodestructivo y las fuerzas del orden asumen
comportamientos infantiles?
En los dominios de Pipo no hay ofensas
aparentes. No descubrí cómo se molestan los japoneses. La cortesía sólo se
interrumpe para iniciar un protocolo. Nadie parecía dispuesto a agraviarme.
Sentí una relajación que al cabo de unos días me incomodó. Ajeno a todo
ultraje, extrañé la posibilidad de agredir a alguien. Japón puso al descubierto
mi identidad. Extrañaba el chile, pero también el exabrupto, la queja
justificada y colérica: “¡A mí no me hacen eso!” Japón se convirtió en el sitio
donde me sentía a punto de romper algo. Ante cada desajuste, el factor incómodo
era yo.
¿Cómo cuestionar un entorno que no deja de
ser armónico? ¿Existe una tendencia militarista en el próspero país que visité
y en otro tiempo masacró a los chinos en Manchuria, sometió con crueldad a los
coreanos y bombardeó Pearl Harbor sin aviso?
En Tokio, el santuario Yasukuni está
destinado a los muertos de guerra, sin distinguir entre víctimas y criminales.
Ahí se dan cita quienes reivindican el nacionalismo. Las ofrendas de toneles de
sake en el patio exterior prueban la popularidad del templo.
A un lado, el museo Yushukan ofrece una
relectura de la historia militar. Se trata de una institución privada, que no
se atiene al ideario oficial. Sin proponer francas reivindicaciones
militaristas, vincula la tradición samurái con la necesidad de defender un
territorio frágil, amenazado por la naturaleza y sus poderosos vecinos. El
periodo favorito de quienes así entienden a Japón es la época Edo (1603-1868),
cuando el país estuvo cerrado al exterior. La zona de desconfianza es el
periodo Meiji (1868-1912), cuando los gobernantes japoneses se abrieron al
mundo y se dejaron el bigote al estilo europeo.
Kenzaburo Oé era niño cuando terminó la
guerra. Una de sus mayores impresiones fue oír al emperador por radio,
anunciando la capitulación de sus ejércitos. Hasta ese momento no concebía que
Hirohito tuviera voz humana. El emperador dejó de ser una deidad.
El poder imperial se desacralizó en un país
que se abismó en el consumo y perdió interés por la política. Para Mishima esto
representó una pérdida de la dignidad. En su arenga final, desde la terraza de
un cuartel del ejército, llamó a recuperar el espíritu guerrero.
¿Algún día el ejército volverá a blandir la
espada samurái? Conocí a una mujer cuyo hijo siguió la carrera militar pero
cambió de profesión porque no soportó las reivindicaciones de ultraderecha.
Durante mi visita se hablaba mucho de las armas atómicas de Corea del Norte.
Una significativa minoría piensa que Japón debe intervenir antes de ser
atacado.
¿Cómo se establece el consenso en una
democracia de escasa participación política? Japón es un catálogo de reglas
aceptadas. ¿De qué modo se deciden esas populares formas de la coacción?
Casi todos los habitantes tienen teléfono
celular, pero no se cuestiona la prohibición de usarlos en los trenes. ¿Cómo se
adoptó esta civilizada medida? De algún modo, las necesidades gregarias se
convierten en leyes. Un amigo mexicano que vive desde hace treinta años en
Japón me dijo que él contribuyó a la política de respeto al prójimo. Durante
meses tomó el tren para hablar por celular a voz en cuello. Los demás pasajeros
lo odiaron en educado silencio hasta que se aprobó la ley que prohíbe los
teléfonos. De acuerdo con mi amigo, ciertos terroristas de las costumbres
(entre los que se incluye con orgullo) ayudan a que los demás se pongan de
acuerdo.
■
De madrugada, el barrio de Shibuya es
recorrido por japoneses que caminan en zigzag después de visitar los bares de
la zona. Ahí se ubica la novela Tokio Blues, de Haruki Murakami.
Mezcla del exceso y el recato, Japón es el
sitio donde un ejecutivo se emborracha en público, grita hasta el estertor y
hace gestos kamikazes sin que eso sea un desdoro. Hay espacios controlados para
perder el control.
Los bares son del tamaño de camarotes de
barco y el propio Murakami administró uno de ellos. El encierro en el que se
bebe provoca que la salida sea expansiva. Una vez en la calle, el borracho
japonés ve la luna y aúlla como un fantasma de Akutagawa.
El ebrio y el que mira apariciones merecen
idéntico respeto.
Aunque el machismo pertenece al protocolo
nipón, no hay ausencia de chicas superpoderosas. La literatura de Tanizaki
explora la fuerza secreta de las mujeres. En esas delicadas recreaciones del
erotismo y la crueldad, hombres aburridos se enamoran de hechiceras que los
destruyen placenteramente.
Los varones beben en público con un frenesí
que rara vez se observa en las mujeres. La geisha acompaña la reunión de un modo estético, como
un árbol en flor o un tapiz antiguo; sirve bebidas sin compartirlas. Pero en
ocasiones es posible atestiguar una juerga donde dominan las mujeres. Unos
amigos me invitaron a un sitio de Kioto donde los platillos no se eligen sino
que llegan como un alfabeto del gusto que parece no tener fin y donde sólo me
resultó incomible un trozo de tortuga en gelatina verde. Estábamos al lado de
un arroyo, donde una garza buscaba peces bajo el resplandor lunar. En la otra
orilla, una maiko(aprendiz de geisha) posaba para
los turistas con su traje colorido –el rostro maquillado en blanco, la boca en
forma de cereza. Las geishas trabajan en casas de té donde la comida cuesta una fortuna (mil dólares
por cliente es una tarifa estándar). Muchos visitantes se conforman con
retratarse junto a una maiko. La estatuaria placidez de esa mujer a la
otra orilla del arroyo contrastaba con el barullo que surgía del piso de
arriba. El local era estrecho. En la planta baja había una barra, donde
estábamos nosotros, y arriba, una tarima. Mi anfitriona era una historiadora
japonesa, que esa noche vestía quimono de gala. Al oír el escándalo de arriba,
me explicó que si se dibuja tres veces el ideograma “mujer” significa “ruido”.
Cuando el estruendoso grupo trastabilló hacia
la salida, aparecieron dos hombres que habían permanecido en absoluto silencio.
Caminaban con agradable resignación, muy distintos a los varones que son
seguidos por sus mujeres a dos pasos de distancia.
■
Me desperté a las cuatro de la mañana para ir
a Tsukiji, el bazar de pescados y mariscos donde hay moluscos indescifrables y
filetes de cetáceos superfinos. Los frigoríficos y la escarcha omnipresente
crean un invierno regional.
Gracias a la Fundación Japón, conseguí
permiso para recorrer la zona de los proveedores. Me registré en una oficina
que parecía la caseta de una obra en construcción, y me asignaron unas botas de
hule y una vistosa credencial.
El lugar de la subasta de atunes parece un
hangar donde yacen los fallecidos de un accidente aéreo. Cada atún reposa sobre
una tarima. Un papel informa acerca de su peso y procedencia. Se les practica
una incisión para ver el color de su carne, que debe alcanzar el canónico tono
cereza.
Los proveedores van vestidos como montañistas
y llevan linternas para estudiar los peces.
A las 5 de la mañana, una campanada señala el
inicio de la subasta. Un pregonero oferta atunes con gritos taladrantes. Los
compradores se comunican con los vendedores por medio de señas, en un código
semejante al del beisbol. Se puja con los dedos y el trato se cierra con un
gesto.
Un negrísimo atún aleta amarilla de Nueva
Zelanda pesaba 36 kilos. Su precio de salida era de 5,200 yenes por kilo (unos
52 dólares, que podían aumentar a niveles estratosféricos en la puja).
Vi peces atrapados en Vietnam, Indonesia,
Australia y México. Habían llegado en complejas rutas aéreas para no perder su
frescura. El atún congelado tenía un precio inicial de 1,500 yenes.
La subasta duró de 5 a 5:45 de la mañana.
Todos los peces se vendieron. Los participantes no reflejaron satisfacción o
desencanto. La escena se cumplió con seriedad kabuki. Sólo los
pregoneros usaron la palabra, en un relato integrado por cifras.
Dentro del mercado, un selecto trozo de 600
gramos de atún costaba 4,000 yenes.
■
La caligrafía japonesa convierte los
ideogramas en formas casi líquidas. Para comprenderlos hace falta ser
calígrafo.
En un almacén de Kioto compré una tetera de
arcilla roja de la región de Ugi, historiada por un calígrafo. Pregunté el
significado del mensaje y esto dio lugar a un coloquio entre las vendedoras.
Ninguna era calígrafa, pero varias tenían parientes que sabían estilizar
ideogramas. Reconocieron que ahí decía “mujer” y “camino del corazón”. Me
pareció suficiente para comprar la tetera.
Barthes escribió El imperio de
los signos para aproximarse a los lenguajes no literarios del Japón. Al no poder
leer ni hablar, el visitante descansa de lo obvio y sólo entiende, o cree
entender, lo excepcional; entra en un bosque hermético donde cada objeto y cada
brote es o parece ser un símbolo.
Como las vendedoras que discutieron acerca de
la tetera, durante quince días pude descifrar un par de ideogramas. Lo demás
fueron signos en precipitación, nubes, granos en un jardín de arena, enigmas
necesarios para llegar a lo que sí se entiende.
■
Salí de Tokio a las 5 de la tarde y llegué a
México a las 6 del mismo día. Esa hora larguísima fue un rito de paso.
El japonés del aeropuerto Benito Juárez
seguía ahí, con su pelo de hurón. Durante unos días aceptó la invitación de una
japonesa que vive en el df y se trasladó a un departamento. Pero la vida casera
no es lo suyo. Sólo el aeropuerto le permite estar en ningún lugar.
Yo sufrí un cambio mayor en esos días. México
me pareció un lugar baratísimo, que existía en lento desorden. Todo era sucio
pero la gente estaba limpia. ¡Qué extraño resultaba eso para mi mirada
japonesa!
El mayor asombro vino al beber agua mexicana.
Probé un líquido espeso. Venía de quince días de tomar agua frágil.
Entonces la levedad de Japón gravitó con
fuerza. El recuerdo del agua fue como un acertijo zen (“¿cómo suena el aplauso
que produce una sola mano?”). ¿Qué decía ese líquido invisible, casi ingrávido?
Los signos de Japón proponen algo más
profundo que el entendimiento. La falta de claridad no está en el entorno sino
en la mirada: el viajero debe pasarse en limpio. ~
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