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viernes, 25 de octubre de 2013

CREACIONES DE ESTUDIANTES10ºC

ESPACIO PARA FUTUROS ESCRITORES
Este es un espacio para tod@s

Dos estudiantes de 10C nos envian algunos escritos.

A ellas muchas gracias por  motivar a los demás estudiantes a la escritura.

 Se los recomiendo.  


 Luisa Fernanda Giraldo Quintero de 10°C  les comparte el siguiente escrito, creado  por ella.


El libro.
Un mágico universo se ve postrado en un papel atado por la tinta de un esfero y encarcelado por las líneas de aquellas  hojas que amarran todo su cuerpo a vivir allí, en un par de páginas para formar su verdadera y propia existencia.
Es algo inerte, que tiene vida solo si se desplazan sobre el papel seco de aquella pasta dura, permitiendo expresar a los ojos de aquel imaginado que quiere saber más y más.
Aquellos cuerpos de dicho mundo observan como los movimientos entre las letras seducen la vista de quien desplaza su pupila por su mundo, nos permiten compartir un universo a través de la visión más allá de simples letras.
Es escrita una pasión que rueda por los poros de quien lee, es narrada una anécdota de quien está viendo aquel suceso, todo está dicho entre palabras susurradas en voz alta.
Es la vida propia, es la imaginación al cien, es el corazón acelerado porque allí se encuentra la narración de quien lee, a veces pensó que el existía, pero vio que él era un fantasma del olvido y de entrañables pensamientos que transcribió su amada.
Estaba palpando todo lo que había vivido con sus ojos, y tocaba con su alma aquellos recuerdos que quemaban su corazón.
Anhelaba volver a tener su guitarra en brazos y tocar las hermosas melodías que salían entre acordes, canciones entonadas que salían con la voz quebrantada de alegría, aquello se leía en  el libro, y el lloraba dejando caer lágrimas agudas que rompían los capítulos. Secó sus ilusiones, suspiró y volvió a leer. Estaba con ella en el verano, disfrutando de las hojas que caían de los árboles, dejándose lastimar del tiempo y del polvo que al instante se hacía presente. Era perfecto y sentía que al recordar volvía a vivir.  Pensaba que había partido de allí.
Cerró sus ojos y volvió al mismo lugar. Aquella magia devolvió de nuevo la sonrisa a su rostro, descubrió que su amante, su compañera y amiga había hecho la bitácora de él mismo.
Cerró sus ojos y estaba sentado al lado del libro, lo guardo como un tesoro  y lo selló, hasta que decidiera continuar escribiendo.



La estudiante Angie Melissa Ramírez Echeverri nos comparte dos escritos de las siguientes páginas:

El hombre más veloz del mundo.

Podía escuchar con nitidez el sonido apenas audible que hacia la manecilla del reloj barato colgado en la pared a unos metros de él; clic, clac… como una serie de detonaciones continuas, sin fin, cada vez más lentas, cada vez más pausadas, cada vez más dolorosas. Lo miró con ansiedad, parecía burlarse de él mientras su rodilla y la pluma que sostenía en los dedos de su mano derecha se movían cien veces más rápido que el segundero de aquel reloj. Deseaba tanto verla y el tiempo transcurría lento y cruel haciendo que agonizara cada minuto antes de la hora de salida.
Caminó alrededor de la oficina [30 minutos para salir]. Revisó por vigésima vez que sus cosas estuvieran prontas y a la mano [29 minutos para salir]. Se detuvo frente a su computadora y se sentó. Abrió y cerró ventanas, carpetas y programas al azar, clic, clac. El sonido del reloj se clavaba como alfileres acerados en su piel [28 minutos para salir]. Volvió a levantarse y se apresuró a llenar una botella de agua para el camino. Miró a través de la ventana. Llovía [27 minutos para salir]. Buscó tanteando su cajetilla de cigarros en el bolsillo de su pantalón. Tomó uno con habilidad. Fumó. Por un momento, con la primer bocanada, el golpeteo continuo de su pie contra el suelo se detuvo. Un momento después se reanudó con más vehemencia [26 minutos para salir]. Le dio la espalda a la ventana. El reloj en la pared lo saludó con ferocidad, clic, clac. Estúpidos horarios. Se sentía abrumado. A kilómetros de distancia ella lo esperaría en la terminal de autobuses de su pueblo. No podía esquivar el deseo incontrolable de verla otra vez. Era un largo viaje, al menos 3 horas de camino [25 minutos para salir]. Miró hacia la ventana. Las gotas de lluvia que golpeaban la ventana deformando la vista al exterior llamaron su atención, clic, clac [24 minutos para salir]. Pensó en el tiempo y en relatividad. Volteó de nuevo hacia el reloj y dejo de escucharlo. Tomó una decisión.
Agarro con violencia sus cosas y forzó el apagado de la computadora. Aventó la silla de su escritorio para abrirse paso y corrió apresuradamente por los pasillos del edificio para checar su tarjeta de salida. Y a partir de ahí todo fue correr. Corrió por la banqueta. Corrió por la calle. La lluvia no ponía ninguna resistencia ante su paso veloz. Esquivó uno, dos, tres carros. No había semáforo en rojo que lo detuviera. Corrió aún más. Las gotas de lluvia que chocaban contra él se evaporaban al instante. Llegó al metro. Bajó casi tirándose por los escalones. Los torniquetes tampoco pudieron aminorar su poderosa marcha, los saltó con agilidad y corrió todavía más haciendo caso omiso del policía que iba gritando detrás de él intentando atraparlo, como si pudiera alcanzarlo, como si cualquier cosa viva pudiera seguirle el paso. Tenía suerte. Vio el vagón del tren, cada vez más cerca. Era hora pico, las personas se empujaban unas a otras tratando de entrar. No cabía ni un alma pero él tenía que entrar. Aceleró aún más. El zumbido que anuncia el cierre del vagón inundó sus oídos. No iba a llegar. Tenía que llegar. Aceleró el paso. Milésimas de segundo después, la colisión más impresionante que se ha visto desde el big bang. Golpeóse con fuerza monstruosa contra el mar de personas que bloqueaban la entrada del tren. Los cuerpos volaban en todas direcciones, las mujeres gritaban, la sangre salpicaba todo alrededor; el muro impenetrable había sucumbido, no obstante, aún no conseguía entrar. Apoyó los talones contra el suelo del andén y con poder sobrehumano empujo la montaña de carne frente a él quebrando las losas y el concreto mismo bajo sus pies. Ladeó incluso los vagones hasta casi sacarlos los rieles en un último intento desesperado por entrar por completo al vagón. El tono de cierre se apagó y las puertas se cerraron detrás de él. Lo había conseguido. Las personas estaban estupefactas y lo miraban con horror. Se volvió sobre sí mismo y miró a través del cristal mientras el metro comenzaba a avanzar. Entonces, se cruzó con la mirada perpleja del policía que lo perseguía, éste, derrotado, no dejo de observarlo hasta que el tren ingresó en el túnel.
El metro avanzó veloz. En ninguna estación siguiente entró nadie por sus puertas. Cada vez que éstas se abrían, las personas que esperaban en el andén se topaban con la mirada de él encendida en llamas y retrocedían atemorizados prefiriendo esperar el siguiente tren. Finalmente, llegó a la estación donde tenía que transbordar. Se colocó en posición, en sus marcas; la gente a su alrededor se encogió de terror al ver su determinación. Estaba cerca. Pronto, pronto… solo esperaba el disparo de salida. El metro se detuvo. Un instante de paz, listos; un respiro, el ojo del huracán...Y las puertas se abrieron, lo liberaron, ¡fuera! Nadie pudo ver con claridad cuando salió. La onda de choque lo destruyo todo. Corrió. Corrió más que nunca, tan rápido que el suelo se partió debajo de él. La historia se repitió, muertos, sangre, llanto. Segundos después encontrándose ya en otro metro hacia otra dirección. Esa noche en los noticieros locales hablarían de él. Lo mencionarían como un lamentable fenómeno inexplicable. Explosión de un conducto de gas en el subterráneo sería la teoría más aceptada. Un policía retirado repetiría constantemente muchos años después: - Yo lo vi. Intenté atraparlo. Era humano…
Cuando el tren se detuvo en su destino, solo se vio un destello de luz. Se sintió una ráfaga de viento. Corrió más rápido que todo. Se escuchó un estruendo cuando rompió la barrera del sonido. Corrió aún más. El deseo de verla ponía en cada uno de sus pasos la energía capaz de destruir el mundo 100 veces. Salió del metro. Los cristales se rompían. Las alarmas de los autos se activaban al unísono. Las personas salían disparadas por el aire ante la fuerza descomunal de su carrera. Llegó a la central de autobuses. Se detuvo. A sus espaldas todo estaba destrozado. Esperó. - Buenas tardes, ¿en qué le puedo ayudar? - dijo una voz. - Un boleto a Tulancingo por favor, cualquier asiento junto a la ventana está bien - contestó - Gracias.
Ya con boleto en mano, de nuevo un halo de fuego, un destello de luz cegadora, una destrucción sin precedentes.
Más tarde algunos políticos con corbatas demasiado largas y trajes demasiado grises harían declaraciones.
- Los incidentes ocurridos en la estación central de autobuses de ninguna manera están relacionados con actos terroristas. La nación continuará por el camino de la paz y la seguridad.
Una vez a bordo del autobús se sentó y miró por la ventanilla. Le dio curiosidad el humo que salía de la estación, parecía que algo había ocurrido. Luego pensó en ella y se dejó absorber por sus pensamientos. Seguía lloviendo.
El camión avanzo sin contratiempos más allá del tráfico normal. El conductor aceleraba sin saberlo, serpenteando entre los autos como si su vida dependiera de ello. De alguna manera tenía la extraña y horrible sensación de que si no lo hacía de esa forma su existencia misma corría peligro. Pasaron valles, campos, cerros y muchos pueblos en medio de la nada. Finalmente estaba cerca.
Faltaban unas cuadras para su destino. Se levantó con desdén. Caminó al frente del autobús y esperó a que se detuviera. Solo pocos metros lo separaban de ella. Aun así tenía que correr, más que en toda su vida. No podía perdonar una millonésima de segundo, no podía hacerla esperar tanto. Lo único que tenía que hacer era llegar a la sala de espera y ella estaría ahí. El camión se estacionó. La puerta se abrió. Contuvo la respiración. Y entonces corrió. Corrió más que cualquier cosa. El espacio y el tiempo se quebraron causando una ruptura en la realidad. El autobús se desintegró detrás de él. Caos, destrucción, incluso el eje mismo de la tierra se desvió ante tal explosión de energía tan maravillosa y descomunal. Cruzó el pasillo, llegó al umbral y entonces la vio; paciente, tranquila, inmensa. Y el tiempo se detuvo. Todo a su alrededor flotaba inerte absorbido en un instante idílico. Y ella lo miró también, con sus hermosos ojos color nuez, y sus miradas se cruzaron y se reconocieron.
Y por primera vez en todo ese día, él sintió que se aceleraba su corazón.




Camino cerrado.
Después de mucho pensar y pensar, emprendí el viaje. Tomé aquel auto viejo del que tanto me quejaba. Al principio no encendió, pero un par de intentos más, y aquel motor sonaba como nuevo. Es verdad que tosía de vez en cuando, pero nunca me había fallado. Me quejaba porque ya no me gustaba, me traía malos recuerdos, ya no estaba acostumbrado a él, regularmente prefería caminar, antes que subirme y bañarme con su olor, con sus recuerdos. Ese viejo auto tenía su nombre y su apellido y, con ellos, un odio irremediable.
Con poco dinero en la bolsa y sólo un cambio de ropa salí de ahí. Miré en diversas ocasiones la cochera, me pedía que por favor me quedara. Las manos me temblaron al intentar dar la vuelta, pero esta vez, mi voluntad resultaba ser más fuerte que mi devoción, la única que podría hacerme volver. Así que no, no volví.
Tomé el camino más complicado, pero cuando me di cuenta, ya iba en él, así que seguí. Aquel lugar que tenía en la cabeza, me daba la promesa de la tranquilidad que hace mucho no sentía, así que esa imagen era el único motor para no detenerme.
Kilómetros más adelante me detuve a cargar gas. Compré un poco de agua y algo de comer. Sencillo y frío, pero barato. Se llenaba el tanque cuando encontré un mapa. El mapa marcaba una desviación exactamente un kilómetro adelante y, como el camino por el que venía no era tan seguro, seguí las indicaciones y tomé la desviación. El camino era un poco mejor y, lo más importante, es que en teoría me llevaría al mismo lugar y por el mismo precio. Seguí adelante y, mientras manejaba, empecé a olvidar todos aquellos detalles que me habían llevado a odiar tanto mi viejo automóvil. Me ilusionaba saber que con él, llegaría más lejos, empezaría de cero.
El mapa había servido, me había gustado, es más me sentía feliz de haberlo encontrado pues ese camino me agradaba bastante. Me hacía sentir más cómodo, no sé bien por qué, pero más cómodo. Sin embargo la noche me sorprendió. La belleza del paisaje se fue perdiendo poco a poco, hasta terminar en una inmensa y terrible oscuridad. El camino se hacía largo, pero valdría la pena. Vale la pena esperar.
Manejé por horas y estaba cansado. Los ojos me pesaban, el cuello me dolía, las piernas se me entumían cada vez más seguido, hasta que no pude continuar. Me detuve un segundo, apagué el motor, todo estaba en silencio, no se podía ver más allá de unos diez metros, justo dónde alcanzaban a alumbrar las luces. Me bajé del auto, prendí un cigarro, empecé a reír como loco pues apenas me daba cuenta que no compré cigarros, me quedaban dos y, uno, ya lo estaba fumando, de haberlo notado antes, hubiera preferido comprar mis cigarros, antes que aquella comida sencilla, fría y barata.
Tomé aire, me estiré un poco, caminé de nuevo hacia la puerta del coche, me metí, lo encendí, tosió una, tosió dos, y ya no volvió a toser; se apagó. Justo cuando empezaba a crear un vínculo con ese maldito coche, se apagó. Apagué las luces pues, lo que menos quería era quedarme sin batería también. Salí del auto, cerré la puerta o tal vez la azoté. Me recargué en él, volteé hacia todos lados y nada, ahora sí estaba parado en medio de la nada. Solo, se había terminado el dinero, me había tomado el agua, el teléfono no tenía señal, no recordaba el último señalamiento, así que no sabía en dónde estaba, o a qué me aproximaba. Saqué una pequeña mochila que estaba en el asiento trasero del auto, esa donde había metido mi cambio de ropa y, me volví a salir.
Cerré de nuevo el coche, o tal vez volví a azotar la puerta, esa puerta solía terminar azotada. Y, ahora que recuerdo, odiaba tanto ese viejo auto, que no sé por qué decidí confiar en él, azotar sus puertas me hacía sentir mejor. Era mi manera de castigarlo y, a su vez castigarme por haber confiado de nuevo. Cerré con seguro todas las puertas, como si se fueran a robar algo, no había nada adentro que te incitara a robar, incluso el mismo auto hubiera sido deprimente robarlo, pero aun así, lo cerré.
Tenía pocas opciones, regresar por donde había llegado, o seguir de frente y no saber hasta dónde llegaría el camino. Me quedé parado un segundo, miré hacia todos lados y no había señales de algún otro automóvil, no había señales del algún lugar cercano, no había señales de nada y, no sabía hacia dónde dirigirme.
Cansado de tanto pensar, había tomado una decisión. Sí, admito que tardé, pero por fin, había tomado una decisión. Metí la mano a la bolsa de mi pantalón, saqué la cajetilla, encendí el último cigarrillo y, simplemente, empecé a caminar.






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