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lunes, 25 de marzo de 2019

CASI OBSCENO- RAÚL GÓMEZ JATTIN

RAÚL GÓMEZ JATTIN
Si quisieras oír lo que me digo en la almohada
el rubor de tu rostro sería la recompensa
Son palabras tan íntimas como mi propia carne
que padece el dolor de tu implacable recuerdo
 
Te cuento ¿Sí? ¿No te vengarás un día? Me digo:
Besaría esa boca lentamente hasta volverla roja
Y en tu sexo el milagro de una mano que baja
en el momento más inesperado y como por azar
lo toca con ese fervor que inspira lo sagrado
 
No soy malvado trato de enamorarte
intento ser sincero con lo enfermo que estoy
y entrar en el maleficio de tu cuerpo
como un río que teme al mar,
pero siempre muere en él.

FELICIDAD CLANDESTINA -CLARICE LISPECTOR

Felicidad clandestina

[Cuento - Texto completo.]
Clarice Lispector

Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.
No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.
Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como “fecha natalicio” y “recuerdos”.
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía Las travesuras de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del “día siguiente” iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!
Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena, le ordenó a su hija:
-Vas a prestar ahora mismo ese libro.
Y a mí:
-Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras. ¿Entendido?
Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: “el tiempo que quieras” es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire… había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante.
FIN

“Felicidad clandestina”,
Felicidad clandestina, 1971

RECUPERADO DE : https://ciudadseva.com/texto/felicidad-clandestina/

viernes, 22 de febrero de 2019

INSTANTES JORGE LUIS BORGES

Poema atribuido a Borges, pero cuyo real autor sería Don Herold o Nadine Stair.


Si pudiera vivir nuevamente mi vida,
en la próxima trataría de cometer más errores.
No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más.
Sería más tonto de lo que he sido,
de hecho tomaría muy pocas cosas con seriedad.
Sería menos higiénico.
Correría más riesgos,
haría más viajes,
contemplaría más atardeceres,
subiría más montañas, nadaría más ríos.
Iría a más lugares adonde nunca he ido,
comería más helados y menos habas,
tendría más problemas reales y menos imaginarios.

Yo fui una de esas personas que vivió sensata
y prolíficamente cada minuto de su vida;
claro que tuve momentos de alegría.
Pero si pudiera volver atrás trataría
de tener solamente buenos momentos.

Por si no lo saben, de eso está hecha la vida,
sólo de momentos; no te pierdas el ahora.

Yo era uno de esos que nunca
iban a ninguna parte sin un termómetro,
una bolsa de agua caliente,
un paraguas y un paracaídas;
si pudiera volver a vivir, viajaría más liviano.

Si pudiera volver a vivir
comenzaría a andar descalzo a principios
de la primavera
y seguiría descalzo hasta concluir el otoño.
Daría más vueltas en calesita,
contemplaría más amaneceres,
y jugaría con más niños,
si tuviera otra vez vida por delante.

Pero ya ven, tengo 85 años...
y sé que me estoy muriendo.
RECUPERADO DE: https://www.poemas-del-alma.com/instantes.htm

CASI OBSCENO. RAÚL GÓMEZ JATIN

 CASI OBSCENO
RAÚL GÓMEZ JATIN
Si quisieras oír lo que me digo en la almohada
el rubor de tu rostro sería la recompensa.
Son palabras tan íntimas como mi propia carne que padece el dolor de tu implacable recuerdo.
 
Te cuento ¿Sí? ¿No te vengarás un día? 
Me digo:
Besaría esa boca lentamente hasta volverla roja
Y en tu sexo el milagro de una mano que baja
en el momento más inesperado y como por azar lo toca con ese fervor que inspira lo sagrado.
 
No soy malvado trato de enamorarte
intento ser sincero con lo enfermo que estoy
y entrar en el maleficio de tu cuerpo
como un río que teme al mar,
pero siempre muere en él.

domingo, 6 de enero de 2019

LA SOLEDAD DE LA NOCHE


La soledad de la noche
Recuperado de: http://www.cuentosbreves.org/la-soledad-de-la-noche/

Mi coche se había descompuesto en el medio de la nada; todo cuanto me rodeaba era un extenso camino completamente desierto. Y, encima, era domingo. ¿Quién iba a aventurarse por ese Sahara en un día de descanso? ¡Sólo yo!
Había estado lloviendo todo el camino; ahora había amainado, pero el cielo no parecía nada amigable. No tenía alternativa: bajé del coche y comencé a andar hacia alguna parte. No podía ver más allá de mis rodillas, pero sentía el suelo fangoso bajo mis pies ateridos por el frío.
De pronto, escuché un chasquido en el agua a unos cincuenta metros de mí, la escasa visibilidad no me permitía descifrar de qué se trataba, y quedé paralizada. Deseé que el camino se convirtiera en un charco de arena movediza y me tragara; tenía miedo de seguir, pero lo hice. Dí un paso y me detuve. Agudicé mi vista. Nada. Otro paso. Otro. Otro. Oscuridad total… Traté de tranquilizarme y continué mi camino.
Cuando ya comenzaba a sentir el peso del cansancio, después de casi una hora sin ver nada, divisé en medio de las sombras una mínima luz. “Finalmente“, me dije. Eché a correr hacia ella y golpeé con mis nudillos la puerta de chapa.
Alguien introdujo una llave en la cerradura. La puerta comenzó a abrirse y, ante mis ojos, apareció una joven de cabellos oscuros y mirada estrafalaria. A mi solicitud de utilizar el teléfono respondió que, a causa de la tormenta, la energía había “palmado” y el teléfono no funcionaba, pero que, si yo lo deseaba, podría permanecer en su casa hasta que todo regresara a la normalidad.
Detrás de aquellos chiquitos y felinos ojos había algo irreconocible, algo que mordía silenciosamente e intentaba quedarse con todo lo mío. Y cuando me dijo “La soledad te va matando lentamente” Una mezcla de tristeza y de terror se apoderó de todos mis sentidos. No obstante, intenté sonreír y le agradecí con toda la simpatía que me fue posible exteriorizar.
Con el paso de las horas me fui acostumbrando a su aspecto y a su débil charla: no podía esperarse más de una mujer que vivía sola en el medio de la nada. Cuando me ofreció de quedarme a dormir en su casa me sentí a gusto. Y acepté que me indicara donde estaba mi dormitorio.
Encendí la luz, recorrí el pequeño territorio y me acosté; me venía bien un descansado campestre. Pero había sido un día demasiado malo para concluir bien. ¡Debí haberlo supuesto! Lo comprendí todo cuando vi que sobre la mesa de luz brillaba una tarjetita que decía “Gracias por quedarte en mi casa para siempre”. Me levanté de un salto dispuesta a desaparecer de ese cuento, pero cuando intenté abrir la puerta escuché su voz que reía: “Te dije que la soledad es insoportable. Menos mal que estás aquí