EL MILAGRO
MANUEL MEJÍA VALLEJO
Tomado de : http://aprendeenlinea.udea.edu.co/revistas/index.php/almamater/article/view/15035/13125
Suena la primera campanada de las ocho.
Frente a la iglesia, y señalando con
todo su cuerpo el reloj que empieza a disgregar sus horas, se hallan los trece
años de Juan Montiel, años llenos de cuatro hermanos menores, de un cuartucho
destartalado, de una madre silenciosa como dolor bien sufrido.
La oscuridad circundante, cien
tejados, cuatro calles, su alma y su impulso indican las ocho de la noche, que
graban en sus facciones una decisión preludio del rezo violento y la fe
bárbara, algo que oscila entre el éxtasis y el asesinato.
Con la desesperación en su rostro, tal
una inmensa cicatriz, Juan cree hallarse en el momento en que se resuelve o no
a ser hombre: en las ocho de la noche exactamente. Al darlas, su corazón dobla
por la muerte del otro, del niño, Juan Montiel.
El reloj entrega la segunda campanada
de las ocho.
La miseria, hereditaria en su familia
desde generaciones atrás, le talló un rostro pálido con ojos alargados,
barbilla movible, pómulos en ángulo, frente de hombre prematuro.
Hasta una hora antes —justamente una—
Juan era el siempre silencioso, con ese silencio hermano de la pobreza y del
grito. Mientras su madre cosía, ya muy altas las noches o en madrugadas
húmedas, él ayudaba desde un rincón sin hablar palabra.
—Juan —decía ella—, debes acostarte.
—Recemos primero, madre.
En su frase llameaba una irremediable
convicción, una resignada fe que pedía a San Rafael antes que todo, antes que
la salvación eterna, pagar el arrendamiento del cuchitril donde malvivían. Así
no se aparecería don Jenaro en el umbral a proferir amenazas que eran ya un
tic-tac desesperante.
—Tres meses y dos días de alquiler. O
pagan, o tiro fuera a ustedes y sus cacharros.
El reloj de la iglesia suelta la
tercera campanada.
El mismo traje, la misma voz, el mismo
grito callado; esa monotonía de la miseria
con nombre propio: don Jenaro. Un lugar común, ridículo de tanto, de tan
inútilmente repetirse, y que para Juan alcanza a ser desoladamente verdadero.
Sentía deseos de llorar cuando miraba
el rostro de su madre, los anteojos de carey, las sienes prematuramente
blancas, aquellas fundas de tela burda, esas manos de abuela, esa boca sellada
por dos amargos paréntesis. Tristeza, cariño y lástima se le fundieron para dar
nuevo afecto con llanto al fondo. Pero Juan Montiel no sabría razonar, sólo un
día se aventuró a romper con el diálogo su soledad como con una piedra un
vidrio:
—Son malos estos ricos, madre.
—También los pobres somos malos, hijo.
El joven se avergonzó ante las
palabras que se extendían con suavidad azul de humo. También él era malo, tal
vez de ahí provinieran aquellos miedos disfrazados de fantasmas en las noches
desesperadamente largas. No, Juan Montiel nada podría decir con firmeza: sólo
tenía fe.
El reloj queja la cuarta campanada.
Tan mínimo el milagro pedido, tan
grande la necesidad. Ya en el alma suya: en la de su madre y don Jenaro ocupaba
un espacio que se extendía a la mitad de su súplica. En la mala comida, en la
oración, en el sueño, en los bravos
silencios entre zumbar y zumbar de la máquina
de coser, don
Jenaro se asomaba.
metamorfoseado en interrogación a la
inversa, convertida en gancho: de él colgaban la madre, el hijo, los hermanos
menores. Juan recordaba los horcones en la carnicería.
—¡Si no fuera tan tímido el muchacho!
—se decía la madre. En esa timidez veía estrecheces sin respuesta, una timidez
cuajada de prematura resignación, de fe elemental que San Rafael desde su buen
sitio en el cielo le tendía en suave manta. Quizás si San Rafael viviera en un
cuchitril y si en lugar del buen Dios le hablara don Jenaro… Pero Juan Montiel
evita pensar, ya el milagro se obrará,
tiene que obrarse.
El reloj acaba de dar la quinta campanada.
Antes de sonar la sexta, Juan, todavía
frente a la iglesia, sabe que están dando su hora, ve la necesidad de
encontrarse solo, de orar en el día
—en la noche— de San Rafael. Se
aproxima entre la oscuridad a un portón mientras el otro es cerrado con humano crujir por el sacristán
que tararea un responso. A esa hora, a las ocho
y cinco campanadas casi seis, la iglesia debería reposar con tranquilidad
de niño que duerme, llena de imágenes celestiales y en nichos fabricados por el
mismo Dios.
Con movimientos de quien pasa un
contrabando religioso, Juan Montiel se introduce por la puerta libre
rumbo a la
sacristía. El silencio
erizado de figuras espectrales le
infunde un pavor sólo comparable a la urgencia de pedir nuevamente el milagro,
tan humilde, que sería imposible no ser oído.
La sexta campanada se desgaja del
reloj como el vuelo de un búho.
El rincón de la sacristía donde se
halla San Rafael es más oscuro que el más oscuro rincón de la iglesia. Juan,
bulto de pavor y fe, se arrodilla sin decir nada. Ni a él, ni a la escultura,
ni al silencio. Saca de un bolsillo sus únicos cinco céntimos y los introduce
por la ranura de la alcancía del santo. Al dar la suya contra las otras
monedas, se escapa ese ruido, sensación de algo perdido irremediablemente.
Toma entonces una cerilla,
prolongación llameante del temblor en sus manos, y enciende una lámpara de
aceite que parece oscurecer más, por el contraste tímido que entabla, las
sombras de la sacristía. Nada pide, seguro de que el santo traducirá ese
silencio colmado por su madre, sus hermanos menores, don Jenaro, el cuartucho
donde malviven. En el reclinatorio frente a la imagen sostiene la cabeza entre
sus dedos, hecho una oración en forma de niño, casi de hombre. Únicamente sabe
que resbalan algunas lágrimas hasta las comisuras de sus labios.
En el espacio se desvanece el eco de
las ocho campanadas que ha pulsado el reloj desde su torre.
Una...
Se sobresalta la primera campanada de
las ocho entre la espesa oscuridad. Contra su máquina de coser, la madre
también empieza a oír esas horas nocturnas, esas fieras ocho de la noche, las
más agrias de su vida después de aquéllas — tres años antes— en que su marido
murió en la fábrica luego de irse agotando como alcancía de pobre.
¡Dos!
Las campanadas acompasan otra
desesperación: su hijo —Juan el bueno, Juan el tímido, su san Juan Montiel- no
ha regresado. Hasta hoy fue cumplido, jamás le produjo voluntariamente un
dolor, ni en el parto. Por ella cumplía en la tienda oficios de aseador y
mandadero. Cuando recibía su escaso jornal cada semana, silenciosamente se lo
entregaba anudado en un pañuelo de color, excepto unos céntimos con destino a
la lamparilla de San Rafael.
¡Tres!
Claro, este día no ha sido igual a
otros. Una hora antes —exactamente una,
eran las siete de
la noche— Juan seguía siendo el tímido
de siempre. Pero… —la madre revive la escena de las siete: el reloj había
botado su última hora, cuando la humanidad de don Jenaro, caricatura de su
alma, apareció con su faz prognata, sombrero blanco, saco gordiflón a rayas,
pantalones negros.
¡¡Cuatro!!
Primero asomaron las botas
chirriantes; después el bastón, la panza, el bigote. Por último, el cuarto fue
sólo don Jenaro. Detrás, en sombra suya, una gran desesperación espolvoreaba hasta el zarzo.
Con ojos demasiado abiertos para que
en ellos cupiera el terror, Juan se levantó del sitio habitual donde cortaba
piezas de tela que luego cosería su madre.
¡¡¡Cinco!!!
—Usted tiene razón —hablaba ella—; no
nos bote a la calle; mañana le... ¡Sin luz no podemos trabajar!
—Ordené cortarla. Si no pagan mañana,
ya saben.
Juan miraba al hombre como quien mira
a un volcán que de
pronto irrumpe en erupciones.
como a una piedra que ha de caer, y
sin modo de evitar el golpe. Antes de que don Jenaro saliera, se levantó para
lanzarle con rabia sollozante un taburete que se desprendió como parte de él mismo.
¡¡¡Seis!!!
Eso pasó, y por revivirlo se da la
madre con los dedos angustiosos masajes en los brazos. Otea por el ventanuco
—dando la impresión de buscar su propia mirada— y ve en la mitad de la calle, en aceras y caños, en los tejados,
en la iglesia, en toda parte, al hijo que por ninguna aparece. Solamente la
silueta de un borrachín al tartamudear una canción curva y desentonada como su
andar sobre las piedras.
¡Siete!
¡¡Ocho!!
Una, dos, tres. Cuatro. Cinco.
Cinco de la madrugada. De las campanas
van saliendo las luces del día como de una colmena que despierta. El último
campanazo se riega en ripio sobre el barrio obrero. Todavía orando, la madre
oye los pasos del hijo, lo ve entrar más pálido que nunca. Rastro de llanto en
los ojos. Gotas de sudor en su frente ancha. En esa frente de hombre de trece
años.
Con ritmo lento y una arruga recién
nacida en el ceño, Juan llega severo a su madre, aguarda a que a ella se le
pase la emoción interrogante y se
sienta, para depositar el dinero del milagro sobre la funda de viuda pobre. Y
acuclillándose en el rincón empieza a ayudarla igual que otras veces, entre un
silencio lleno de campanadas donde ella adivina un cambio absoluto.
Con un estremecimiento que enceniza el
ánimo, recuerda él la noche pasada en el oratorio de San Rafael, donde conoció toda clase de
fantasmas, oyó las más extrañas voces, los más contradictorios susurros de
santos y demonios. Algo le tiembla y se hiela en el corazón de trece años.
—Tengo frío, madre. Deme café.
Ella nota por esa voz un vuelco en el
alma de su hijo. Mientras sorbe lentamente el café con humo, sabe que cada hora
será la suya. La una, las dos, las diez. Todas las horas de todos los relojes
le anunciarán su transformación. Él mismo será un reloj de sangre —corazón de
trece años por péndulo— que dará ya las ocho de la noche, ya las cinco de la
madrugada. La una, las dos…
—¡Pero, hijo! —vuelve la madre
lacerándose en la pregunta—, ¿en qué
forma obtuviste el dinero?
Él la mira fijamente.
—Madre —dice en tono que no admite
elasticidad del sentido exacto, macizo, inapelable—: Jamás me pregunte cómo fue
el milagro.
Y vuelve a su trabajo con movimiento
de manos acompasado, preciso, lleno de dolorosa seguridad. Sólo oye las horas
de su pecho, y — a las cinco de la madrugada— la chillona voz del sacristán,
cuyo eco se reproduce progresivamente en honda caverna y le habla con
insistencia de péndulo:
—¡Han robado la alcancía de San
Rafael! ¡Han robado la alcancía de San Rafael!
Sereno por fuera, hecho un alarido por
dentro, Juan Montiel sabe únicamente que su vida de hombre ha comenzado.
Maracaibo,
abril de 1951.
como consiguio la plata
ResponderEliminarME GUSTA LEER Y ESTE ES UNO DE MIS CUENTOS FAVORITOS LO AMO TE CONCEJO QUE LO LEAS...
ResponderEliminarMe Ayudas Con Unas Preguntas?
EliminarDonde se desarrolló la obra del milagro
EliminarEl milagro " pertenece a una antología llamada
ResponderEliminarA)Doce cuentos peregrinos
B)Cuentos de amor,de locura y de muerte .
C)El llano en llama
D)Cuentos de zona torrrida
Me pueden decir de cuál antología es ?