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Recuperados el 26 de enero de 2016
Los títulos de los cuentos son tomados de diversas fuentes.
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CUENTO
1
LA PENITENCIA PURIFICA
Don
Felice enseña al hermano Puccio cómo ganar la bienaventuranza haciendo una
penitencia que él conoce; la que el hermano Puccio hace, y don Felice, mientras
tanto, con la mujer del hermano se divierte.
Luego
de que Filomena, terminada su historia, se calló, habiendo Dioneo con dulces
palabras mucho alabado el ingenio de la señora y también la plegaria hecha por
Filomena al terminar, la reina miró hacia Pánfilo sonriéndose y dijo:
-Pues
ahora, Pánfilo, alarga con alguna cosilla placentera nuestro entretenimiento.
Pánfilo
prontamente repuso que de buen grado, y comenzó:
-Señora,
bastantes personas hay que, mientras se esfuerzan en ir al paraíso, sin darse
cuenta a quien mandan allí es a otro; lo que a una vecina nuestra, no hace
todavía mucho tiempo, tal como podréis oír, le sucedió.
Según
he oído decir, vecino de San Brancazio vivía un hombre bueno y rico que era
llamado Puccio de Rinieri, que luego, habiéndose entregado por completo a las
cosas espirituales, se hizo beato de esos de San Francisco y tomó el nombre de
hermano Puccio; y siguiendo su vida espiritual, como otra familia no tenía sino
su mujer y una criada, y no necesitaba ocuparse en ningún oficio, iba mucho a
la iglesia. Y porque era hombre simple y de ruda índole, decía sus
padrenuestros, iba a los sermones, iba a las misas y nunca faltaba a las laúdes
que cantaban los seglares; y ayunaba y se disciplinaba, y se había corrido la
voz de que era de los flagelantes.
La
mujer, a quien llamaban señora Isabetta, joven de sólo veintiocho o treinta
años, fresca y hermosa y redondita que parecía una manzana casolana , por la
santidad del marido y tal vez por la vejez estaba con mucha frecuencia a dietas
mucho más largas de lo que hubiera querido; y cuando hubiera querido dormirse,
o tal vez juguetear con él, él le contaba la vida de Cristo o los sermones de
fray Anastasio o el llanto de la Magdalena u otras cosas semejantes.
Volvió
en estos tiempos de París un monje llamado don Felice, del convento de San
Brancazio, el cual bastante joven y hermoso en su persona era, y de agudo
ingenio y de profunda ciencia, con el cual fray Puccio se ligó con estrecha
amistad. Y porque él todas sus dudas se las resolvía, y además, habiendo
conocido su condición, se le mostraba santísimo, empezó el hermano Puccio a
llevárselo algunas veces a casa y a darle de almorzar y cenar, según venía al
caso; y la mujer también, por amor de fray Puccio, se había hecho a su compañía
y de buen grado le hacía los honores.
Continuando,
pues, el monje las visitas a casa de fray Puccio y viendo a la mujer tan fresca
y redondita, se dio cuenta de cuál era la cosa de que más carecía; y pensó si
no podría, por quitarle trabajos a fray Puccio, suplírsela él. Y echándole
miradas una y otra vez, bien astutamente, tanto hizo que encendió en su mente
aquel mismo deseo que él tenía; de lo que habiéndose apercibido el monje, lo
antes que pudo habló con ella de sus deseos. Pero aunque bien la encontrase
dispuesta a rematar el asunto, no se podía encontrar el modo, porque ella de
ningún lugar del mundo se fiaba para estar con el monje sino de su casa; y en
su casa no se podía porque el hermano Puccio no salía nunca de la ciudad. Por
lo que el monje tenía gran pesar; y luego de mucho se le ocurrió un modo de
poder estar con la mujer en su casa sin sospechas, aunque el hermano Puccio
allí estuviera.
Y
habiendo un día ido a estar con él el hermano Puccio, le dijo así.
-Ya
me he dado cuenta muchas veces, hermano Puccio, de que tu mayor deseo es llegar
a ser santo, a lo que me parece que vas por un camino demasiado largo cuando
hay uno que es muy corto, que el papa y sus otros prelados mayores, que lo
saben y lo ponen en práctica, no quieren que se divulgue porque el orden
clerical, que la mayoría vive de limosna, incontinenti sería deshecho, como que
los seglares dejarían de atenderle con limosnas y otras cosas. Pero como eres
amigo mío y me has honrado mucho, si yo creyera que no vas a decírselo a nadie
en el mundo, y quisieras seguirlo, te lo enseñaría.
El
hermano Puccio, deseando aquella cosa, primero empezó a rogarle con grandísimas
instancias que se la enseñase y luego a jurarle que jamás, sino cuando él
quisiera, a nadie lo diría, afirmando que si tal cosa era que pudiera seguirla,
se pondría a ello.
-Puesto
que así me lo prometes -dijo el monje- te la explicaré. Debes saber que los
santos Doctores sostienen que quien quiere llegar a bienaventurado debe hacer
la penitencia que vas a oír; pero entiéndelo bien: no digo que después de la
penitencia no seas tan pecador corno eres, pero sucederá que los pecados que
has hecho hasta la hora de la penitencia estarán purgados y mediante ella
perdonados y los que hagas después no se escribirán para tu condenación sino
que se irán con el agua bendita como ahora hacen los veniales. Debe, pues, el
hombre con gran diligencia confesarse de sus pecados cuando va a comenzar la
penitencia, y luego de ello debe comenzar un ayuno y una abstinencia
grandísima, que conviene que dure cuarenta días, en los que no ya de otra mujer
sino de tocar la suya propia debe abstenerse. Y además de esto, tienes que
tener en tu propia casa algún sitio donde por la noche puedas ver el cielo, y
hacia la hora de completas irte a este lugar; y tener allí una tabla muy ancha
colocada de guisa que, estando en pie, puedas apoyar los riñones en ella y, con
los pies en tierra, extender los brazos a guisa de crucifijo; y si los quieres
apoyar en alguna clavija puedes hacerlo; y de esta manera mirando el cielo,
estar sin moverte un punto hasta maitines. Y si fueses letrado te convendría en
este tiempo decir ciertas oraciones que voy a darte; pero como no lo eres debes
rezar trescientos padrenuestros con trescientas avemarías y alabanzas a la
Trinidad, y mirando al cielo tener siempre en la memoria que Dios ha sido el
creador del cielo y de la tierra, y la pasión de Cristo estando de la misma
manera en que estuvo él en la cruz. Luego, al tocar maitines, puedes si quieres
irte, y así vestido echarte en la cama y dormir; y a la mañana siguiente debes
ir a la iglesia y oír allí por lo menos tres misas y decir cincuenta
padrenuestros con otras tantas avemarías y, después de esto, con sencillez
hacer algunos de tus negocios si tienes alguno que hacer, y luego almorzar e ir
después de vísperas a la iglesia y decir ciertas oraciones que te daré
escritas, sin las que no se puede pasar, y luego a completas volver a lo antes
dicho. Y haciendo esto, como yo he hecho, espero que al terminar la penitencia
sentirás la maravillosa sensación de la beatitud eterna, si la has hecho con
devoción.
El
hermano Puccio dijo entonces:
-Esto
no es cosa demasiado pesada ni demasiado larga, y debe poderse hacer bastante
bien; y por ello quiero empezar el domingo en nombre de Dios.
Y
separándose de él y yéndose a casa, ordenadamente, con su licencia para
hacerlo, a su mujer contó todo. La mujer entendió demasiado bien, por aquello
de estarse quieto hasta la mañana sin moverse, lo que quería decir el monje,
por lo que, pareciéndole buen invento, le dijo que de esto y de cualquiera otro
bien que hiciese a su alma, estaba ella contenta; y que, para que Dios hiciera
su penitencia provechosa, quería con él ayunar, pero hacer lo demás no.
Habiendo
quedado, pues, de acuerdo, llegado el domingo, el hermano Puccio empezó su
penitencia, y el señor fraile, habiéndose puesto de acuerdo con la mujer, a una
hora en que ser visto no podía, la mayoría de las noches venía a cenar con
ella, trayendo siempre con él buenos manjares y bebidas; luego, se acostaba con
ella hasta la hora de maitines, a la cual, levantándose, se iba, y el hermano
Puccio volvía a la cama. Estaba el lugar que el hermano Puccio había elegido
para cumplir su penitencia junto a la alcoba donde se acostaba la mujer, y nada
más estaba separado de ella por una pared delgadísima; por lo que, retozando el
señor monje demasiado desbocadamente con la mujer y ella con él, le pareció al
hermano Puccio sentir un temblor del suelo de la casa; por lo que, habiendo ya
dicho cien de sus padrenuestros, haciendo una pausa, llamó a la mujer sin
moverse, y le preguntó qué hacía. La mujer, que era ingeniosa, tal vez
cabalgando entonces en la bestia de San Benito o la de San Juan Gualberto ,
respondió:
-¡A
fe, marido, que me meneo todo lo que puedo!
Dijo
entonces el hermano Puccio:
-¿Cómo
que te meneas? ¿Qué quiere decir eso de menearte?
La
mujer, riéndose, porque aguda y valerosa era, y porque tal vez tenía motivo de
reírse, respondió:
-¿Cómo
no sabéis lo que quiero decir? Pues yo lo he oído decir mil veces: «Quien por
la noche no cena, toda la noche se menea».
Se
creyó el hermano Puccio que el ayuno, que con él fingía hacer, fuese la razón
de no poder dormir, y que por ello se meneaba en la cama; por lo que, de buena
fe, dijo:
-Mujer,
ya te lo he dicho: «No ayunes»; pero puesto que lo has querido hacer no pienses
en ello; piensa en descansar; que das tales vueltas en la cama que haces
moverse todo.
Dijo
entonces la mujer:
-No
os preocupéis, no; bien sé lo que me hago; haced bien lo vuestro que yo haré
bien lo mío si puedo.
Se
calló entonces, pues, el hermano Puccio y volvió a sus padrenuestros, y la
mujer y el señor monje desde aquella noche en adelante, haciendo colocar una
cama en otra parte de la casa, allí mientras duraba el tiempo de la penitencia
del hermano Puccio con grandísima fiesta se estaban; y a un tiempo se iba el
monje y la mujer volvía a su cama, y a los pocos instantes de su penitencia
venía a ella el hermano Puccio. Continuando, pues, en tal manera el hermano la
penitencia y la mujer con el monje su deleite, muchas veces bromeando le dijo:
-Tú
haces hacer una penitencia al hermano Puccio que nos ha ganado a nosotros el
paraíso.
Y
pareciéndole a la mujer que le iba bien, tanto se aficionó a las comidas del
monje, que habiendo sido por el marido largamente tenida a dieta, aunque se
terminase la penitencia del hermano Puccio, encontró el modo de alimentarse con
él en otra parte, y con discreción mucho tiempo en él tomó su placer. Por lo
que, para que las últimas palabras no sean discordantes de las primeras,
sucedió que, con lo que el hermano Puccio creyó que ganaba el paraíso haciendo
penitencia, mandó allí al monje (que antes le había enseñado el camino de ir) y
a la mujer que vivía con él en gran penuria de lo que el señor monje, como
misericordioso, le dio abundantemente.
CUENTO
2
EL
ENGAÑADOR RESULTÓ ENGAÑADO
NARRACIÓN
NOVENA
Bernabó
de Génova, engañado por Ambruogiuolo, pierde lo suyo y manda matar a su mujer,
inocente; ésta se salva y, en hábito de hombre, sirve al sultán; encuentra al
engañador y conduce a Bernabó a Alejandría donde, castigado el engañador,
volviendo a tomar hábito de mujer, con el marido y ricos vuelven a Génova .
Habiendo
Elisa con su lastímera historia cumplido su deber, la reina Filomena, que
hermosa y alta de estatura era, más que ninguna otra amable y sonriente de
rostro, recogiéndose en sí misma dijo:
-El
pacto hecho con Dioneo debe ser respetado y, así, no quedando más que él y yo
por novelar, diré yo mi historia primero y él, como lo pidió por merced, será
el último que la diga.
Y
dicho esto, así comenzó:
Se
suele decir frecuentemente entre la gente común el proverbio de que el burlador
es a su vez burlado; lo que no parece que pueda demostrarse que es verdad
mediante ninguna explicación sino por los casos que suceden. Y por ello, sin
abandonar el asunto propuesto, me ha venido el deseo de demostraros al mismo
tiempo que esto es tal como se dice; y no os será desagradable haberlo oído,
para que de los engañadores os sepáis guardar.
Había
en París, en un albergue, unos cuantos importantísimos mercaderes italianos,
cuál por un asunto cuál por otro, según lo que es su costumbre; y habiendo
cenado una noche todos alegremente, empezaron a hablar de distintas cosas, y
pasando de una conversación en otra, llegaron a hablar de sus mujeres, a
quienes en sus casas habían dejado; y bromeando comenzó a decir uno:
-Yo
no sé lo que hará la mía, pero sí sé bien que, cuando aquí se me pone por
delante alguna jovencilla que me plazca, dejo a un lado el amor que tengo a mi
mujer y gozo de ella el placer que puedo.
Otro
repuso:
-Y
yo lo mismo hago, porque si creo que mi mujer alguna aventura tiene, la tiene,
y si no lo creo, también la tiene; y por ello, lo que se hace que se haga: lo
que el burro da contra la pared, eso recibe.
El
tercero llegó, hablando, a la mismísima opinión: y, en breve, todos parecía que
estuviesen de acuerdo en que las mujeres por ellos dejadas no perdían el
tiempo. Uno solamente, que tenía por nombre BernabóLomellin de Génova, dijo lo
contrario, afirmando que él, por especial gracia de Dios, tenía por esposa a la
mujer más cumplida en todas aquellas virtudes que mujer o aun caballero, en
gran parte, o doncella puede tener, que tal vez en Italia no hubiera otra
igual: porque era hermosa de cuerpo y todavía bastante joven, y diestra y
fuerte, y nada había que fuese propio de mujer, como bordar labores de seda y
cosas semejantes, que no hiciese mejor que ninguna.
Además
de esto no había escudero, o servidor si queremos llamarlo así, que pudiera
encontrarse que mejor o más diestramente sirviese a la mesa de un señor de lo
que ella servía, como que era muy cortés, muy sabía y discreta. Junto a esto,
alabó que sabía montar a caballo, gobernar un halcón, leer y escribir y contar
una historia mejor que si fuese un mercader; y de esto, luego de otras muchas
alabanzas, llegó a lo que se hablaba allí, afirmando con juramento que ninguna
más honesta ni más casta se podía encontrar que ella; por lo cual creía él que,
si diez años o siempre estuviese fuera de casa, ella no se entendería con otro
hombre en tales asuntos.
Había
entre estos mercaderes que así hablaban un joven mercader llamado Ambruogiuolo
de Piacenza, el cual a esta última alabanza que Bernabó había hecho de su mujer
empezó a dar las mayores risotadas del mundo, y jactándose le preguntó si el
emperador le había concedido aquel privilegio sobre todos los demás hombres.
Bernabó, un tanto airadillo, dijo que no el emperador sino Dios, quien tenía
algo más de poder que el emperador, le había concedido aquella gracia. Entonces
dijo Ambruogiuolo:
-Bernabó,
yo no dudo que no creas decir verdad, pero a lo que me parece, has mirado poco
la naturaleza de las cosas, porque si la hubieses mirado, no te creo de tan
torpe ingenio que no hubieses conocido en ella cosas que te harían hablar más
cautamente sobre este asunto. Y para que no creas que nosotros, que muy
libremente hemos hablado de nuestras mujeres, creamos tener otra mujer o hecha
de otra manera que tú, sino que hemos hablado así movidos por una natural
sagacidad, quiero hablar un poco contigo sobre esta materia. Siempre he
entendido que el hombre es el animal más noble que fue creado por Dios entre
los mortales, y luego la mujer; pero el hombre, tal como generalmente se cree y
ve en las obras, es más perfecto y teniendo más perfección, sin falta debe
tener mayor firmeza, y la tiene por lo que universalmente las mujeres son más
volubles, y el porqué se podría por muchas razones naturales demostrar; que al
presente entiendo dejar a un lado. Si el hombre, que es de mayor firmeza, no
puede ser que no condescienda, no digamos a una que se lo ruegue, sino a no
desear a alguna que a él le plazca, y además de desearla a hacer todo lo que
pueda para poder estar con ella, y ello no una vez al mes sino mil al día le
sucede, ¿qué esperas que una mujer, naturalmente voluble, pueda hacer ante los
ruegos, las adulaciones y mil otras maneras que use un hombre entendido que la
ame? ¿Crees que pueda contenerse? Ciertamente, aunque lo afirmes no creo que lo
creas; y tú mismo dices que tu esposa es mujer y que es de carne y hueso como
son las otras. Por lo que, si es así, aquellos mismos deseos deben ser los
suyos y las mismas fuerzas que tienen las otras para resistir a los naturales
apetitos; por lo que es posible, aunque sea honestísima, que haga lo que hacen
las demás: y no es posible negar nada tan absolutamente ni afirmar su contrario
como tú lo haces.
A
lo que Bernabó repuso y dijo:
-Yo
soy mercader y no filósofo, y como mercader responderé; y digo que sé que lo
que dices les puede suceder a las necias, en las que no hay ningún pudor; pero
que aquellas que sabias son tienen tanta solicitud por su honor que se hacen
más fuertes que los hombres, que no se preocupan de él, para guardarlo, y de
éstas es la mía.
Dijo
entonces Ambruogiuolo:
-Verdaderamente
si por cada vez que cediesen en tales asuntos les creciese un cuerno en la
frente, que diese testimonio de lo que habían hecho, creo yo que pocas habría
que cediesen, pero como el cuerno no nace, no se les nota a las que son
discretas ni pisada ni huella, y la vergüenza y el deshonor no están sino en
las cosas manifiestas; por lo que, cuando pueden ocultamente las hacen, o las
dejan por necedad. Y ten esto por cierto; que sólo es casta la que no fue por
nadie rogada, o si rogó ella, la que no fue escuchada. Y aunque yo conozca por
naturales y diversas razones que las cosas son así, no hablaría tan
cumplidamente como lo hago si no hubiese muchas veces y a muchas puesto a
prueba; y te digo que si yo estuviese junto a esa tu santísima esposa, creo que
en poco espacio de tiempo la llevaría a lo que ya he llevado a otras.
Bernabó,
airado, repuso:
-El
contender con palabras podría extenderse demasiado: tú dirías y yo diría, y al
final no serviría de nada. Pero puesto que dices que todas son tan plegables y
que tu ingenio es tanto, para que te asegures de la honestidad de mi mujer
estoy dispuesto a que me corten la cabeza si jamás a algo que te plazca en tal
asunto puedas conducirla; y si no puedes no quiero sino que pierdas mil
florines de oro.
Ambruogiuolo,
ya calentado sobre el asunto, repuso:
-Bernabó,
no sé qué iba a hacer con tu sangre si te ganase; pero si quieres tener una
prueba de lo que te he explicado, apuesta cinco mil florines de oro de los
tuyos, que deben serte menos queridos que la cabeza, contra mil de los míos, y
aunque no pongas ningún límite, quiero obligarme a ir a Génova y antes de tres
meses luego de que me haya ido, haber hecho mi voluntad con tu mujer, y en
señal de ello traer conmigo algunas de sus cosas más queridas, y tales y tantos
indicios que tú mismo confieses que es verdad, a condición de que me des tu
palabra de no venir a Génova antes de este límite ni escribirle nada sobre este
asunto.
Bernabó
dijo que le placía mucho; y aunque los otros mercaderes que allí estaban se ingeniasen
en estorbar aquel hecho, conociendo que gran mal podía nacer de él, estaban sin
embargo tan encendidos los ánimos de los dos mercaderes que, contra la voluntad
de los otros, por buenos escritos con sus propias manos se comprometieron el
uno con el otro. Y hecho el compromiso, Bernabó se quedó y Ambruogiuolo lo
antes que pudo se vino a Génova.
Y
quedándose allí algunos días y con mucha cautela informándose del nombre del
barrio y de las costumbres de la señora, aquello y más oyó que le había oído a
Bernabó; por lo que le pareció haber emprendido necia empresa. Pero sin
embargo, habiendo conocido a una pobre mujer que mucho iba a su casa y a la que
la señora quería mucho, no pudiéndola inducir a otra cosa, la corrompió con
dineros y por ella, dentro de un arca construida para su propósito, se hizo
llevar no solamente a la casa sino también a la alcoba de la noble señora: y
allí, como si a alguna parte quisiese irse la buena mujer, según las órdenes
dadas por Ambruogiuolo, le pidió que la guardase algunos días.
Quedándose,
pues, el arca en la cámara y llegada la noche, cuando Ambruogiuolo pensó que la
señora dormía, abriéndola con ciertos instrumentos que llevaba, salió a la
alcoba silenciosamente, en la que había una luz encendida; por lo cual la situación
de la cámara, las pinturas y todas las demás cosas notables que en ella había
empezó a mirar y a guardar en su memoria. Luego, aproximándose a la cama y
viendo que la señora y una muchachita que con ella estaba dormían
profundamente, despacio la descubrió toda y vio que era tan hermosa desnuda
como vestida, y ninguna señal para poder contarla le vio fuera de una que tenía
en la teta izquierda, que era un lunar alrededor del cual había algunos
pelillos rubios como el oro; y visto esto, calladamente la volvió a tapar,
aunque, viéndola tan hermosa, las ganas le dieron de aventurar su vida y
acostársele al lado.
Pero
como había oído que era tan rigurosa y agreste en aquellos asuntos no se
arriesgó y, quedándose la mayor parte de la noche por la alcoba a su gusto, una
bolsa y una saya sacó de un cofre suyo, y unos anillos y un cinturón, y
poniendo todo aquello en su arca, él también se metió en ella, y la cerró como
estaba antes: y lo mismo hizo dos noches sin que la señora se diera cuenta de
nada. Llegado el tercer día, según la orden dada, la buena mujer volvió por su
arca, y se la llevó allí de donde la había traído; saliendo de la cual
Ambruogiuolo y contentando a la mujer según le había prometido, lo antes que
pudo con aquellas cosas se volvió a París antes del término que se había
puesto.
Allí,
llamando a los mercaderes que habían estado presentes a las palabras y a las
apuestas, estando presente Bernabó dijo que había ganado la apuesta que había
hecho, puesto que había logrado aquello de lo que se había gloriado: y de que
ello era verdad, primeramente dibujó la forma de la alcoba y las pinturas que
en ella había, y luego mostró las cosas de ella que se había llevado consigo,
afirmando que se las había dado. Confesó Bernabó que tal era la cámara como
decía y que, además, reconocía que aquellas cosas verdaderamente habían sido de
su mujer; pero dijo que había podido por algunos de los criados de la casa saber
las características de la alcoba y del mismo modo haber conseguido las cosas;
por lo que, si no decía nada más, no le parecía que aquello bastase para darse
por ganador. Por lo que Ambruogiuolo dijo:
-En
verdad que esto debía bastar; pero como quieres que diga algo más, lo diré. Te
digo que la señora Zinevra, tu mujer, tiene debajo de la teta izquierda un
lunar grandecillo, alrededor del cual hay unos pelillos rubios como el oro.
Cuando
Bernabó oyó esto, le pareció que le habían hundido un cuchillo en el corazón,
tal dolor sintió, y con el rostro demudado, aún sin decir palabra, dio señales
asaz manifiestas de ser verdad lo que Ambruogiuolo decía; y después de un poco
dijo:
-Señores,
lo que dice Ambruogiuolo es verdad, y por ello, habiendo ganado, que venga
cuando le plazca y será pagado.
Y
así fue al día siguiente Ambruogiuolo enteramente pagado: y Bernabó, saliendo
de París, con crueles designios contra su mujer, hacia Génova se vino. Y
acercándose allí, no quiso entrar en ella sino que se quedó a unas veinte
millas en una de sus posesiones; y a un servidor suyo, de quien mucho se fiaba,
con dos caballos y con sus cartas mandó a Génova, escribiéndole a la señora que
había vuelto y que viniera a su encuentro: al cual servidor secretamente le
ordenó que, cuando estuviese con la señora en el lugar que mejor le pareciese,
sin falta la matase y volviese a donde estaba él.
Llegado,
pues, el servidor a Génova y entregadas las cartas y hecha su embajada, fue por
la señora con gran fiesta recibido; y ella a la mañana siguiente, montando con
el servidor a caballo, hacia su posesión se puso en camino; y caminando juntos
y hablando de diversas cosas, llegaron a un valle muy profundo y solitario y
rodeado por altas rocas y árboles; el cual, pareciéndole al servidor un lugar
donde podía con seguridad cumplir el mandato de su señor, sacando fuera el
cuchillo y cogiendo a la señora por el brazo dijo:
-Señora,
encomendad vuestra alma a Dios, que, sin proseguir adelante, es necesario que
muráis.
La
señora, viendo el cuchillo y oyendo las palabras, toda espantada, dijo:
-¡Merced,
por Dios! Antes de que me mates dime en qué te he ofendido para que debas
matarme.
-Señora
-dijo el servidor-, a mí no me habéis ofendido en nada: pero en qué hayáis
ofendido a vuestro marido no lo sé, sino que él me mandó que, sin teneros
ninguna misericordia, en este camino os matase: y si no lo hiciera me amenazó
con hacerme colgar. Sabéis bien qué obligado le estoy y que a cualquier cosa
que él me ordene no puedo decirle que no: sabe Dios que por vos siento
compasión, pero no puedo hacer otra cosa.
A
lo que la señora, llorando, dijo:
-¡Ay,
merced por Dios!, no quieras convertirte en homicida de quien no te ofendió por
servir a otro. Dios, que todo lo sabe, sabe que no hice nunca nada por lo cual
deba recibir tal pago de mi marido. Pero dejemos ahora esto; puedes, si
quieres, a la vez agradar a Dios, a tu señor y a mí de esta manera: que cojas
estas ropas mías, y dame solamente tu jubón y una capa, y con ellas vuelve a tu
señor y el mío y dile que me has matado; y te juro por la salvación que me
hayas dado que me alejaré y me iré a algún lugar donde nunca ni a ti ni a él en
estas comarcas llegará noticia de mí.
El
servidor, que contra su gusto la mataba, fácilmente se compadeció; por lo que,
tomando sus paños y dándole un juboncillo suyo y una capa con capuchón, y
dejándole algunos dineros que ella tenía, rogándole que de aquellas comarcas se
alejase, la dejó en el valle a pie y se fue a donde su señor, al que dijo que
no solamente su orden había sido cumplida sino que el cuerpo de ella muerto
había arrojado a algunos lobos. Bernabó, luego de algún tiempo, se volvió a
Génova y, cuando se supo lo que había hecho, muy recriminado fue.
La
señora, quedándose sola y desconsolada, al venir la noche, disimulándose lo
mejor que pudo fue a una aldehuela vecina de allí, y allí, comprándole a una
vieja lo que necesitaba, arregló el jubón a su medida, y lo acortó, y se hizo
con su camisa un par de calzas y cortándose los cabellos y disfrazándose toda
de marinero, hacia el mar se fue, donde por ventura encontró a un noble catalán
cuyo nombre era señer en Cararh, que de una nave suya, que estaba algo alejada
de allí, había bajado a Alba a refrescarse en una fuente; con el cual, entrando
en conversación, se contrató por servidor, y subió con él a la nave, haciéndose
llamar Sicurán de Finale. Allí, con mejores paños vestido con atavío de
gentilhombre, lo empezó a servir tan bien y tan capazmente que sobremanera le
agradó.
Sucedió
a no mucho tiempo de entonces que este catalán con su carga navegó a Alejandría
y llevó al sultán ciertos halcones peregrinos, y se los regaló; y habiéndole el
sultán invitado a comer alguna vez y vistas las maneras de Sicurán que siempre
a atenderle iba, y agradándole, se lo pidió al catalán, y éste, aunque duro le
pareció, se lo dejó. Sicurán en poco tiempo no menos la gracia y el amor del
sultán conquistó, con su esmero, que lo había hecho con los del catalán; por lo
que con el paso del tiempo sucedió que, debiéndose hacer en cierta época del
año una gran reunión de mercaderes cristianos y sarracenos, a manera de feria,
en Acre, que estaba bajo la señoría del sultán, y para que los mercaderes y las
mercancías seguras estuvieran, siempre había acostumbrado el sultán a mandar
allí, además de sus otros oficiales, algunos de sus dignatarios con gente que
atendiese a la guardia; para cuya necesidad, llegado el tiempo, deliberó mandar
a Sicurán, el cual ya sabía la lengua óptimamente, y así lo hizo.
Venido,
pues, Sicurán a Acre como señor y capitán de la guardia de los mercaderes y las
mercancías, y desempeñando allí bien y solícitamente lo que pertenecía a su
oficio, y andando dando vueltas vigilando, y viendo a muchos mercaderes
sicilianos y pisanos y genoveses y venecianos y otros italianos, con ellos de
buen grado se entretenía, recordando su tierra.
Ahora,
sucedió una vez que, habiendo él un día descabalgado en un depósito de
mercaderes venecianos, vio entre otras joyas una bolsa y un cinturón que enseguida
reconoció como que habían sido suyos, y se maravilló; pero sin hacer ningún
gesto, amablemente preguntó de quién eran y si se vendían. Había venido allí
Ambruogiuolo de Piacenza con muchas mercancías en una nave de venecianos; el
cual, al oír que el capitán de la guardia preguntaba de quién eran, dio unos
pasos adelante y, riendo, dijo:
-Micer,
las cosas son mías, y no las vendo, pero si os agradan os las daré con gusto.
Sicurán,
viéndole reír, sospechó que le hubiese reconocido en algún gesto; pero,
poniendo serio rostro, dijo:
-Te
ríes tal vez porque me ves a mí, hombre de armas, andar preguntando sobre estas
cosas femeninas.
Dijo
Ambruogiuolo:
-Micer,
no me río de eso sino que me río del modo en que las conseguí.
A
lo que Sicurán dijo:
-¡Ah,
así Dios te dé buena ventura, si no te desagrada, di cómo las conseguiste!
-Micer
-dijo Ambruogiuolo-, me las dio con alguna otra cosa una noble señora de Génova
llamada señora Zinevra, mujer de BernabóLomellin, una noche que me acosté con
ella, y me rogó que por su amor las guardase. Ahora, me río porque me he
acordado de la necedad de Bernabó, que fue de tanta locura que apostó cinco mil
florines de oro contra mil a que su mujer no se rendía a mi voluntad; lo que
hice yo y vencí la apuesta; y él, a quien más por su brutalidad debía
castigarse que a ella por haber hecho lo que todas las mujeres hacen, volviendo
de París a Génova, según lo he oído, la hizo matar.
Sicurán,
al oír esto, pronto comprendió cuál había sido la razón de la ira de Bernabó
contra ella y claramente conoció que éste era el causante de todo su mal; y
determinó en su interior no dejarlo seguir impune. Hizo ver, pues, Sicurán
haber gustado mucho de esta historia y arteramente trabó con él una estrecha
familiaridad, tanto que, por sus consejos, Ambruogiuolo, terminada la feria,
con él y con todas sus cosas se fue a Alejandría, donde Sicurán le hizo hacer
un depósito y le entregó bastantes de sus dineros; por lo que él, viéndose
sacar gran provecho, se quedaba de buena gana.
Sicurán,
preocupado por demostrar su inocencia a Bernabó, no descansó hasta que, con
ayuda de algunos grandes mercaderes genoveses que en Alejandría estaban,
encontrando raras razones, le hizo venir; y estando éste en asaz pobre estado,
por algún amigo suyo le hizo recibir ocultamente hasta el momento que le
pareciese oportuno para hacer lo que hacer entendía.
Había
ya Sicurán hecho contar a Ambruogiuolo la historia delante del sultán, y hecho
que el sultán gustase de ella; pero luego que vio aquí a Bernabó, pensando que
no había que dar largas a la tarea, buscando el momento oportuno, pidió al
sultán que llamase a Ambruogiuolo y a Bernabó, y que en presencia de Bernabó,
si no podía hacerse fácilmente, con severidad se arrancase a Ambruogiuolo la
verdad de cómo había sido aquello de lo que él se jactaba de la mujer de
Bernabó.
Por
la cual cosa, Ambruogiuolo y Bernabó venidos, el sultán en presencia de muchos,
con severo rostro, a Ambruogiuolo mandó que dijese la verdad de cómo había
ganado a Bernabó cinco mil florines de oro; y estaba presente allí Sicurán, en
el que Ambruogiuolo más confiaba, y él con rostro mucho más airado le amenazaba
con gravísimos tormentos si no la decía. Por lo que Ambruogiuolo, espantado por
una parte y otra, y obligado, en presencia de Bernabó y de muchos otros, no
esperando más castigo que la devolución de los cinco mil florines de oro y de
las cosas, claramente cómo había sido el asunto todo lo contó. Y habiéndolo
contado Ambruogiuolo, Sicurán, como delegado del sultán en aquello, volviéndose
a Bernabó dijo:
-¿Y
tú, qué le hiciste por esta mentira a tu mujer?
A
lo que Bernabó repuso:
-Yo,
llevado de la ira por la pérdida de mis dineros y de la vergüenza por el
deshonor que me parecía haber recibido de mi mujer, hice que un servidor mío la
matara, y según lo que él me contó, pronto fue devorada por muchos lobos.
Dichas
todas estas cosas en presencia del sultán y por él oídas y entendidas todas, no
sabiendo él todavía a dónde Sicurán (que esto le había pedido y ordenado)
quisiese llegar, le dijo Sicurán:
-Señor
mío, asaz claramente podéis conocer cuánto aquella buena señora pueda gloriarse
del amante y del marido; porque el amante en un punto la priva del honor
manchando con mentiras su fama y aparta de ella al marido; y el marido, más
crédulo de las falsedades ajenas que de la verdad que él por larga experiencia
podía conocer, la hace matar y comer por los lobos y además de esto, es tanto
el cariño y el amor que el amigo y el marido le tienen que, estando largo
tiempo con ella, ninguno la conoce. Pero porque vos óptimamente conocéis lo que
cada uno de éstos ha merecido, si queréis por una especial gracia, concederme
que castiguéis al engañador y perdonéis al engañado, la haré que venga ante
vuestra presencia.
El
sultán, dispuesto en este asunto a complacer a Sicurán en todo, dijo que le
placía y que hiciese venir a la mujer. Se maravillaba mucho Bernabó, que
firmemente la creía muerta; y Ambruogiuolo, ya adivino de su mal, de más tenía
miedo que de pagar dineros y no sabía si esperar o si temer más que la señora
viniese, pero con gran maravilla su venida esperaba. Hecha, pues, la concesión
por el sultán a Sicurán, éste, llorando y arrojándose de rodillas ante el
sultán, en un punto abandonó la masculina voz y el querer parecer varón, y
dijo:
-Señor
mío, yo soy la mísera y desventurada Zinevra, que seis años llevo rodando
disfrazada de hombre por el mundo, por este traidor Ambruogiuolo falsamente y
criminalmente infamada, y por este cruel e inicuo hombre entregada a la muerte
a manos de su criado y a ser comida por los lobos.
Y
rasgándose los vestidos y mostrando el pecho, que era mujer al sultán y a todos
los demás hizo evidente; volviéndose luego a Ambruogiuolo, preguntándole con
injurias cuándo, según se jactaba, se había acostado con ella. El cual, ya
reconociéndola y mudo de vergüenza, no decía nada. El sultán, que siempre por
hombre la había tenido, viendo y oyendo esto, tanto se maravilló que más creía
ser sueño que verdad aquello que oía y veía. Pero después que el asombro pasó,
conociendo la verdad, con suma alabanza la vida y la constancia y las
costumbres y la virtud de Zinevra, hasta entonces llamada Sicurán, loó. Y
haciéndole traer riquísimas vestiduras femeninas y damas que le hicieran
compañía según la petición hecha por ella, a Bernabó perdonó la merecida
muerte; el cual, reconociéndola, a los pies se le arrojó llorando y le pidió
perdón, lo que ella, aunque mal fuese digno de él, benignamente le concedió, y
le hizo levantarse tiernamente abrazándolo como a su marido.
El
sultán después mandó que incontinenti Ambruogiuolo en algún lugar de la ciudad
fuese atado al sol a un palo y untado de miel, y que de allí nunca, hasta que
por sí mismo cayese, fuese quitado; y así se hizo. Después de esto, mandó que
lo que había sido de Ambruogiuolo fuese dado a la señora, que no era tan poco
que no valiera más de diez mil doblas: y él, haciendo preparar una hermosísima
fiesta, en ella a Bernabó como a marido de la señora Zinevra, y a la señora
Zinevra como valerosísima mujer honró, y le dio, tanto en joyas como en vajilla
de oro y de plata como en dineros, tanto que valió más de otras diez mil
doblas.
Y
haciendo preparar un barco para ellos, luego que terminó la fiesta que les
hacía, les dio licencia para poder volver a Génova si quisieran; adonde
riquísimos y con gran alegría volvieron, y con sumo honor fueron recibidos y
especialmente la señora Zinevra, a quien todos creían muerta; y siempre de gran
virtud y en mucho, mientras vivió, fue reputada.
Ambruogiuolo,
el mismo día que fue atado al palo y untado de miel, con grandísima angustia
suya por las moscas y por las avispas y por los tábanos, en los que aquel país
es muy abundante, fue no solamente muerto sino devorado hasta los huesos; los
que, blancos y colgando de sus tendones, por mucho tiempo después, sin ser
movidos de allí, de su maldad fueron testimonio a cualquiera que los veía. Y
así el burlador fue burlado.
CUENTO
3
GRACIOSAS
PALABRAS
NARRACIÓN
SEGUNDA
El
judío Abraham, animado por Giannotto de Civigní , va a la corte de Roma y,
vista la maldad de los clérigos, vuelve a París y se hace cristiano.
La
narración de Pánfilo fue en parte reída y en todo celebrada por las mujeres, y
habiendo sido atentamente escuchada y llegado a su fin, como estaba sentada junto
a él Neifile, le mandó la reina que, contando una, siguiese el orden del
comenzado entretenimiento. Y ella, como quien no menos de corteses maneras que
de belleza estaba adornada, alegremente repuso que de buena gana, y comenzó de
esta guisa:
-Mostrado
nos ha Pánfilo con su novelar la benignidad de Dios que no mira nuestros
errores cuando proceden de algo que no nos es posible ver; y yo, con el mío,
entiendo mostraros cuánto esta misma benignidad, soportando pacientemente los
defectos de quienes deben dar de ella verdadero testimonio con obras y palabras
y hacen lo contrario, es por ello mismo argumento de infalible verdad para que
los que creemos sigamos con más firmeza de ánimo.
Tal
como yo, graciosas señoras, he oído decir, hubo en París un gran mercader y
hombre bueno que fue llamado Giannotto de Civigní, lealísimo y recto y gran
negociante en el rango de la pañería; y tenía íntima amistad con un riquísimo
hombre judío llamado Abraham, que era también mercader y hombre harto recto y
leal. Cuya rectitud y lealtad viendo Giannotto, empezó a tener gran lástima de
que el alma de un hombre tan valioso y sabio y bueno fuese a su perdición por
falta de fe, y por ello amistosamente le empezó a rogar que dejase los errores
de la fe judaica y se volviese a la verdad cristiana, a la que como santa y
buena podía ver siempre aumentar y prosperar, mientras la suya, por el
contrario, podía distinguir cómo disminuía y se reducía a la nada. El judío
contestaba que ninguna creía ni santa ni buena fuera de la judaica, y que en
ella había nacido y en ella entendía vivir y morir; ni habría nada que nunca de
aquello le hiciese moverse. Giannotto no cesó por esto de, pasados algunos
días, repetirle semejantes palabras, mostrándole, tan burdamente como la
mayoría de los mercaderes pueden hacerlo, por qué razones nuestra religión era
mejor que la judaica.
Y
aunque el judío fuese en la ley judaica gran maestro, no obstante, ya que la
amistad grande que tenía con Giannotto le moviese, o tal vez que las palabras
que el Espíritu Santo ponía en la lengua del hombre simple lo hiciesen, al
judío empezaron a agradarle mucho los argumentos de Giannotto; pero obstinado
en sus creencias, no se dejaba cambiar. Y cuanto él seguía pertinaz, tanto no
dejaba Giannotto de solicitarlo, hasta que el judío, vencido por tan continuas
instancias, dijo:
-Ya,
Giannotto, a ti te gusta que me haga cristiano; y yo estoy dispuesto a hacerlo,
tan ciertamente que quiero primero ir a Roma y ver allí al que tú dices que es
el vicario de Dios en la tierra, y considerar sus modos y sus costumbres, y lo
mismo los de sus hermanos los cardenales; y si me parecen tales que pueda por
tus palabras y por las de ellos comprender que vuestra fe sea mejor que la mía,
como te has ingeniado en demostrarme, haré aquello que te he dicho: y si no
fuese así, me quedaré siendo judío como soy.
Cuando
Giannotto oyó esto, se puso en su interior desmedidamente triste, diciendo para
sí mismo: «Perdido he los esfuerzos que me parecía haber empleado óptimamente,
creyéndome haber convertido a éste; porque si va a la corte de Roma y ve la
vida criminal y sucia de los clérigos, no es que de judío vaya a hacerse
cristiano, sino que si se hubiese hecho cristiano, sin falta volvería judío». Y
volviéndose a Abraham dijo:
-Ah,
amigo mío, ¿por qué quieres pasar ese trabajo y tan grandes gastos como serán
ir de aquí a Roma? Sin contar con que, tanto por mar como por tierra, para un
hombre rico como eres tú todo está lleno de peligros. ¿No crees que encontrarás
aquí quien te bautice? Y si por ventura tienes algunas dudas sobre la fe que te
muestro, ¿hay mayores maestros y hombres más sabios allí que aquí para poderte
esclarecer todo lo que quieras o preguntes? Por todo lo cual, en mi parecer
esta idea tuya está de sobra. Piensa que tales son allí los prelados como aquí
los has podido ver y los ves; y tanto mejores cuanto que aquéllos están más
cerca del pastor principal. Y por ello esa fatiga, según mi consejo, te servirá
en otra ocasión para obtener algún perdón, en lo que yo por ventura te haré compañía.
A
lo que respondió el judío:
-Yo
creo, Giannotto, que será como me cuentas, pero por resumirte en una muchas
palabras, estoy del todo dispuesto, si quieres que haga lo que me has rogado
tanto, a irme, y de otro modo no haré nada nunca.
Giannotto,
viendo su voluntad, dijo:
-¡Vete
con buena ventura! -y pensó para sí que nunca se haría cristiano cuando hubiese
visto la corte de Roma; pero como nada se perdía, se calló.
El
judío montó a caballo y lo antes que pudo se fue a la corte de Roma, donde al
llegar fue por sus judíos honradamente recibido; y viviendo allí, sin decir a
ninguno por qué hubiese ido, cautamente empezó a fijarse en las maneras del
papa y de los cardenales y de los otros prelados y de todos los cortesanos; y
entre lo que él mismo observó, como hombre muy sagaz que era, y lo que también
algunos le informaron, encontró que todos, del mayor al menor, generalmente
pecaban deshonestísimamente de lujuria, y no sólo en la natural sino también en
la sodomítica, sin ningún freno de remordimiento o de vergüenza, tanto que el
poder de las meretrices y de los garzones al impetrar cualquier cosa grande no
era poder pequeño.
Además
de esto, universalmente golosos, bebedores, borrachos y más servidores del
vientre (a guisa de animales brutos, además de la lujuria) que otros conoció
abiertamente que eran; y mirando más allá, los vio tan avaros y deseosos de
dinero que por igual la sangre humana (también la del cristiano) y las cosas
divinas que perteneciesen a sacrificios o a beneficios, con dinero vendían y
compraban haciendo con ellas más comercio y empleando a más corredores de
mercancías que había en París en la pañería o ningún otro negocio, y habiendo a
la simonía manifiesta puesto el nombre de «mediación» y a la gula el de
«manutención», como si Dios, no ya el significado de los vocablos, sino la
intención de los pésimos ánimos no conociese y a guisa de los hombres se dejase
engañar por el nombre de las cosas. Las cuales, junto con otras muchas que
deben callarse, desagradaron sumamente al judío, como a hombre que era sobrio y
modesto, y pareciéndole haber visto bastante, se propuso retornar a París; y
así lo hizo. Adonde, al saber Giannotto que había venido, esperando cualquier
cosa menos que se hiciese cristiano, vino a verle y se hicieron mutuamente
grandes fiestas; y después que hubo reposado algunos días, Giannotto le
preguntó lo que pensaba del santo padre y de los cardenales y de los otros
cortesanos. A lo que el judío respondió prestamente:
-Me
parecen mal, que Dios maldiga a todos; y te digo que, si yo sé bien entender,
ninguna santidad, ninguna devoción, ninguna buena obra o ejemplo de vida o de
alguna otra cosa me pareció ver en ningún clérigo, sino lujuria, avaricia y
gula, fraude, envidia y soberbia y cosas semejantes y peores, si peores puede
haberlas; me pareció ver en tanto favor de todos, que tengo aquélla por fragua
más de operaciones diabólicas que divinas. Y según yo estimo, con toda
solicitud y con todo ingenio y con todo arte me parece que vuestro pastor, y
después todos los otros, se esfuerzan en reducir a la nada y expulsar del mundo
a la religión cristiana, allí donde deberían ser su fundamento y sostén. Y
porque veo que no sucede aquello en lo que se esfuerzan sino que vuestra
religión aumenta y más luciente y clara se vuelve, me parece discernir
justamente que el Espíritu Santo es su fundamento y sostén, como de más
verdadera y más santa que ninguna otra; por lo que, tan rígido y duro como era
yo a tus consejos y no quería hacerme cristiano, ahora te digo con toda franqueza
que por nada dejaré de hacerme cristiano. Vamos, pues, a la iglesia; y allí
según las costumbres debidas en vuestra santa fe me haré bautizar.
Giannotto,
que esperaba una conclusión exactamente contraria a ésta, al oírle decir esto
fue el hombre más contento que ha habido jamás: y a Nuestra Señora de París
yendo con él, pidió a los clérigos de allí dentro que diesen a Abraham el
bautismo. Y ellos, oyendo que él lo demandaba, lo hicieron prontamente; y
Giannotto lo llevó a la pila sacra y lo llamó Giovanni, y por hombres de valer
lo hizo adoctrinar cumplidamente en nuestra fe, la que aprendió prontamente; y
fue luego hombre bueno y valioso y de santa vida.
CUENTO
4
MARTELINO
EL FALSO PARALITICO
NOVELA PRIMERA
Martellino, fingiéndose tullido, simula
curarse sobre la tumba de San Arrigo y, conocido su engaño, es apaleado; y
después de ser apresado y estar en peligro de ser colgado, logra por fin
escaparse.
Muchas veces sucede, carísimas señoras, que
aquel que se ingenia en burlarse de otro, y máximamente de las cosas que deben
reverenciarse, se ha encontrado sólo con las burlas y a veces con daño de sí
mismo; por lo que, para obedecer el mandato de la reina y dar principio con una
historia mía al asunto propuesto, entiendo contaros lo que, primero desdichadamente
y después (fuera de toda su esperanza) muy felizmente, sucedió a un
conciudadano nuestro.
Había, no hace todavía mucho tiempo, un
tudesco en Treviso llamado Arrigo que, siendo hombre pobre, servía como
porteador a sueldo a quien se lo solicitaba y, a pesar de ello, era tenido por
todos como hombre de santísima y buena vida. Por lo cual, fuese verdad o no,
sucedió al morir él, según afirman los trevisanos, que a la hora de su muerte,
todas las campanas de la iglesia mayor de Treviso empezaron a sonar sin que
nadie las tocase. Lo que, tenido por milagro, todos decían que este Arrigo era
santo ; y corriendo toda la gente de la ciudad a la casa en que yacía su
cuerpo, lo llevaron a guisa de cuerpo santo a la iglesia mayor, llevando allí
cojos, tullidos y ciegos y demás impedidos de cualquiera enfermedad o defecto,
como si todos debieran sanar al tocar aquel cuerpo. En tanto tumulto y
movimiento de gente sucedió que a Treviso llegaron tres de nuestros
conciudadanos, de los cuales uno se llamaba Stecchi, otro Martellino y el
tercero Marchese , hombres que, yendo por las cortes de los señores, divertían
a la concurrencia distorsionándose y remedando a cualquiera con muecas
extrañas. Los cuales, no habiendo estado nunca allí, se maravillaron de ver correr
a todos y, oído el motivo de aquello, sintieron deseos de ir a ver y, dejadas
sus cosas en un albergue, dijo Marchese:
-Queremos ir a ver este santo, pero en
cuanto a mí, no veo cómo podamos llegar hasta él, porque he oído que la plaza
está llena de tudescos y de otra gente armada que el señor de esta tierra, para
que no haya alboroto, hace estar allí, y además de esto, la iglesia, por lo que
se dice, está tan llena de gente que nadie más puede entrar.
Martellino, entonces, que deseaba ver
aquello, dijo:
-Que no se quede por eso, que de llegar
hasta el cuerpo santo yo encontraré bien el modo. Dijo Marchese:
-¿Cómo?
Repuso Martellino:
-Te lo diré: yo me contorsionaré como un
tullido y tú por un lado y Stecchi por el otro, como si no pudiese andar, me
vendréis sosteniendo, haciendo como que me queréis llevar allí para que el
santo me cure: no habrá nadie que, al vernos, no nos haga sitio y nos deje
pasar. A Marchese y a Stecchi les gustó el truco y, sin tardanza, saliendo del
albergue, llegados los tres a un lugar solitario, Martellino se retorció las
manos de tal manera, los dedos y los brazos y las piernas, y además de ello la
boca y los ojos y todo el rostro, que era cosa horrible de ver; no habría
habido nadie que lo hubiese visto que no hubiese pensado que estaba paralítico
y tullido. Y sujetado de esta manera, entre Marchese y Stecchi, se enderezaron
hacia la iglesia, con aspecto lleno de piedad, pidiendo humildemente y por amor
de Dios a todos los que estaban delante de ellos que les hiciesen sitio, lo que
fácilmente obtenían; y en breve, respetados por todos y todo el mundo gritando:
«¡Haced sitio, haced sitio!», llegaron allí donde estaba el cuerpo de San
Arrigo y, por algunos gentileshombres que estaban a su alrededor, fue
Martellino prestamente alzado y puesto sobre el cuerpo para que mediante
aquello pudiera alcanzar la gracia de la salud.
Martellino, como toda la gente estaba
mirando lo que pasaba con él, comenzó, como quien lo sabía hacer muy bien, a
fingir que uno de sus dedos se estiraba, y luego la mano, y luego el brazo, y
así todo entero llegar a estirarse. Lo que, viéndolo la gente, tan gran ruido
en alabanza de San Arrigo hacían que un trueno no habría podido oírse. Había
por acaso un florentino cerca que conocía muy bien a Martellino, pero que por
estar así contorsionado cuando fue llevado allí no lo había reconocido. El
cual, viéndolo enderezado, lo reconoció y súbitamente empezó a reírse y a
decir: -¡Señor, haz que le duela! ¿Quién no hubiera creído al verlo venir que
de verdad fuese un lisiado? Oyeron estas palabras unos trevisanos que,
incontinenti, le preguntaron: -¡Cómo! ¿No era éste tullido?
A lo que el florentino repuso:
-¡No lo quiera Dios! Siempre ha sido tan
derecho como nosotros, pero sabe mejor que nadie, como habéis podido ver, hacer
estas burlas de contorsionarse en las posturas que quiere. Como hubieron oído
esto, no necesitaron otra cosa: por la fuerza se abrieron paso y empezaron a
gritar: -¡Coged preso a ese traidor que se burla de Dios y de los santos, que
no siendo tullido ha venido aquí para escarnecer a nuestro santo y a nosotros
haciéndose el tullido! Y, diciendo esto, le echaron las manos encima y lo
hicieron bajar de donde estaba, y cogiéndole por los pelos y desgarrándole
todos los vestidos empezaron a darle puñetazos y puntapiés, y no se consideraba
hombre quien no corría a hacer lo mismo. Martellino gritaba: -¡Piedad, por
Dios!
Y se defendía cuanto podía, pero no le
servía de nada: las patadas que le daban se multiplicaban a cada momento.
Viendo lo cual, Stecchi y Marchese empezaron a decirse que la cosa se ponía
mal; y temiendo por sí mismos, no se atrevían a ayudarlo, gritando junto con
los otros que le matasen, aunque pensando sin embargo cómo podrían arrancarlo
de manos del pueblo. Que le hubiera matado con toda certeza si no hubiera
habido un expediente que Marchese tomó súbitamente: que, estando allí fuera
toda la guardia de la señoría, Marchese, lo antes que pudo se fue al que estaba
en representación del corregidor y le dijo: -¡Piedad, por Dios! Hay aquí algún
malvado que me ha quitado la bolsa con sus buenos cien florines de oro; os
ruego que lo prendáis para que pueda recuperar lo mío. Súbitamente, al oír
esto, una docena de soldados corrieron a donde el mísero Martellino era
trasquilado sin tijeras y, abriéndose paso entre la muchedumbre con las mayores
fatigas del mundo, todo apaleado y todo roto se lo quitaron de entre las manos
y lo llevaron al palacio del corregidor, adonde, siguiéndole muchos que se
sentían escarnecidos por él, y habiendo oído que había sido preso por
descuidero, no pareciéndoles hallar más justo título para traerle desgracia,
empezaron a decir todos que les había dado el tirón también a sus bolsas.
Oyendo todo lo cual, el juez del corregidor, que era un hombre rudo,
llevándoselo prestamente aparte le empezó a interrogar.
Pero Martellino contestaba bromeando, como
si nada fuese aquella prisión; por lo que el juez, alterado, haciéndolo atar
con la cuerda le hizo dar unos buenos saltos, con ánimo de hacerle confesar lo
que decían para después ahorcarlo. Pero luego que se vio con los pies en el
suelo, preguntándole el juez si era verdad lo que contra él decían, no
valiéndole decir no, dijo: -Señor mío, estoy presto a confesaros la verdad,
pero haced que cada uno de los que me acusan diga dónde y cuándo les he quitado
la bolsa, y os diré lo que yo he hecho y lo que no. Dijo el juez:
-Que me place.
Y haciendo llamar a unos cuantos, uno decía
que se la había quitado hace ocho días, el otro que seis, el otro que cuatro, y
algunos decían que aquel mismo día. Oyendo lo cual, Martellino dijo: -Señor mío,
todos estos mienten con toda su boca: y de que yo digo la verdad os puedo dar
esta prueba, que nunca había estado en esta ciudad y que no estoy en ella sino
desde hace poco; y al llegar, por mi desventura, fui a ver a este cuerpo santo,
donde me han trasquilado todo cuanto veis; y que esto que digo es cierto os lo
puede aclarar el oficial del señor que registró mi entrada, y su libro y
también mi posadero. Por lo que, si halláis cierto lo que os digo, no queráis a
ejemplo de esos hombres malvados destrozarme y matarme.
Mientras las cosas estaban en estos
términos, Marchese y Stecchi, que habían oído que el juez del corregidor
procedía contra él sañudamente, y que ya le había dado tortura, temieron mucho,
diciéndose: -Mal nos hemos industriado; le hemos sacado de la sartén para
echarlo en el fuego. Por lo que, moviéndose con toda presteza, buscando a su
posadero, le contaron todo lo que les había sucedido; de lo que, riéndose éste,
les llevó a ver a un Sandro Agolanti que vivía en Treviso y tenía gran influencia
con el señor, y contándole todo por su orden, le rogó que con ellos
interviniera en las hazañas de Martellino, y así se hizo. Y los que fueron a
buscarlo le encontraron todavía en camisa delante del juez y todo desmayado y
muy temeroso porque el juez no quería oír nada en su descargo, sino que, como
por acaso tuviese algún odio contra los florentinos, estaba completamente
dispuesto a hacerlo ahorcar y en ninguna guisa quería devolverlo al señor,
hasta que fue obligado a hacerlo contra su voluntad. Y cuando estuvo ante él, y
le hubo dicho todas las cosas por su orden, pidió que como suma gracia le
dejase irse porque, hasta que en Florencia no estuviese, siempre le parecería
tener la soga al cuello. El señor rió grandemente de semejante aventura y, dándoles
un traje por hombre, sobrepasando la esperanza que los tres tenían de salir con
bien de tal peligro, sanos y salvos se volvieron a su casa.
CUENTO
5
EL
CONJURO
NARRACIÓN
PRIMERA
Gianni Lotteringhi oye de noche llamar a su
puerta; despierta a su mujer y ella le hace creer que es un espantajo; van a
conjurarlo con una oración y las llamadas cesan.
Señor mío, me hubiera agradado muchísimo,
si a vos os hubiera placido, que otra persona en lugar de mí hubiera a tan
buena materia como es aquella de que hablar debemos hoy dado comienzo; pero
puesto que os agrada que sea yo quien a las demás dé valor, lo haré de buena
gana. Y me ingeniaré, carísimas señoras, en decir, algo que pueda seros útil en
el porvenir, porque si las demás son como yo, todas somos medrosas, y
máximamente de los espantajos que sabe Dios que no sé qué son ni he encontrado
hasta ahora a nadie que lo supiera, pero a quienes todas tememos por igual; y
para hacerlos irse cuando vengan a vosotras, tomando buena nota de mi historia,
podréis una santa y buena oración, y muy valiosa para ello, aprender.
-Hubo en Florencia, en el barrio de San
Brancazio, un vendedor de estambre que se llamó Gianni Lotteringhi, hombre más
afortunado en su arte que sabio en otras cosas, porque teniendo algo de simple,
era con mucha frecuencia capitán de los laudenses de Santa María la Nueva, y
tenía que ocuparse de su coro, y otras pequeñas ocupaciones semejantes
desempeñaba con mucha frecuencia, con lo que él se tenía en mucho; y aquello le
ocurría porque muy frecuentemente, como hombre muy acomodado, daba buenas
pitanzas a los frailes. Los cuales, porque el uno unas calzas, otro una capa y
otro un escapulario le sacaban con frecuencia, le enseñaban buenas oraciones y
le daban el paternoste en vulgar y la canción de San Alejo y el lamento de San
Bernardo y las alabanzas de doña Matelda y otras tonterías tales, que él tenía
en gran aprecio y todas por la salvación de su alma las decía muy
diligentemente.
Ahora, tenía éste una mujer hermosísima y
atrayente por esposa, la cual tenía por nombre doña Tessa y era hija de
Mannuccio de la Cuculía, muy sabia y previsora, la cual, conociendo la simpleza
del marido, estando enamorada de Federigo de los Neri Pegolotti, el cual
hermoso y lozano joven era, y él de ella, arregló con una criada suya que
Federigoviniese a hablarle a una tierra muy bella que el dicho Gianni tenía en
Camerata, donde ella estaba todo el verano; y Gianni alguna vez allí venía por
la tarde a cenar y a dormir y por la mañana se volvía a la tienda y a veces a sus
laúdes. Federigo, que desmesuradamente lo deseaba, cogiendo la ocasión, un día
que le fue ordenado, al anochecer allá se fue, y no viniendo Gianni por la
noche, con mucho placer y tiempo, cenó y durmió con la señora, y ella, estando
en sus brazos por la noche, le enseñó cerca de seis de los laúdes de su marido.
Pero no entendiendo que aquélla fuese la última vez como había sido la primera,
ni tampoco Federigo, para que la criada no tuviese que ir a buscarle a cada
vez, arreglaron juntos esta manera: que él todos los días, cuando fuera o
volviera de una posesión suya que un poco más abajo estaba, se fijase en una
viña que había junto a la casa de ella, y vería una calavera de burro sobre un
palo de los de la vid, la cual, cuando con el hocico vuelto hacia Florencia
viese, seguramente y sin falta por la noche, viniese a ella, y si no encontraba
la puerta abierta, claramente llamase tres veces, y ella le abriría; y cuando
viese el hocico de la calavera vuelto hacia Fiésole no viniera porque Gianni
estaría allí.
Y haciendo de esta manera, muchas veces
juntos estuvieron; pero entre las otras veces hubo una en que, debiendo
Federigo cenar con doña Tessa, habiendo ella hecho asar dos gordos capones,
sucedió que Gianni, que no debía venir, muy tarde vino. De lo que la señora
mucho se apesadumbró, y él y ella cenaron un poco de carne salada que había
hecho salcochar aparte; y la criada hizo llevar, en un mantel blanco, los dos
capones guisados y muchos huevos frescos y una frasca de buen vino a un jardín
suyo al cual podía entrarse sin ir por la casa y donde ella acostumbraba a
cenar con Federigo alguna vez, y le dijo que al pie de un melocotonero que
estaba junto a un pradecillo aquellas cosas pusiera; y tanto fue el enojo que
tuvo, que no se acordó de decirle a la criada que esperase hasta que Federigo
viniese y le dijera que Gianni estaba allí y que cogiera aquellas cosas del
huerto. Por lo que, yéndose a la cama Gianni y ella, y del mismo modo la
criada, no pasó mucho sin que Federigo llegase y llamase una vez claramente a
la puerta, la cual estaba tan cerca de la alcoba, que Gianni lo sintió
incontinenti, y también la mujer; pero para que Gianni nada pudiera sospechar
de ella, hizo como que dormía.
Y, esperando un poco, Federigo llamó la
segunda vez; de lo que maravillándose Gianni, pellizcó un poco a la mujer y le
dijo:
-Tessa, ¿oyes lo que yo? Parece que llaman
a nuestra puerta.
La mujer, que mucho mejor que él lo había
oído, hizo como que se despertaba, y dijo:
-¿Qué dices, eh?
-Digo -dijo Gianni- que parece que llaman a
nuestra puerta.
-¿Llaman? ¡Ay, Gianni mío! ¿No sabes lo que
es? Es el espantajo, de quien he tenido estas noches el mayor miedo que nunca
se tuvo, tal que, cuando lo he sentido, me he tapado la cabeza y no me he
atrevido a destapármela hasta que ha sido día claro.
Dijo entonces Gianni:
-Anda, mujer, no tengas miedo si es él,
porque he dicho antes el Te lucis y la Intermerata y muchas otras buenas
oraciones cuando íbamos a acostarnos y también he persignado la cama de esquina
a esquina con el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y no hay que
tener miedo: que no puede, por mucho poder que tenga, hacernos daño.
La mujer, para que Federigo por acaso no
sospechase otra cosa y se enojase con ella, deliberó que tenía que levantarse y
hacerle oír que Gianni estaba dentro, y dijo al marido:
-Muy bien, tú di tus palabras; yo por mi
parte no me tendré por salvada ni segura si no lo conjuramos, ya que estás tú
aquí.
Dijo Gianni:
-¿Pues cómo se le conjura?
Dijo la mujer:
-Yo bien lo sé, que antier, cuando fui a
Fiésole a ganar las indulgencias, una de aquellas ermitañas que es, Gianni mío,
la cosa más santa que Dios te diga por mí, viéndome tan medrosa me enseñó una
santa y buena oración, y dijo que la había probado muchas veces antes de ser
ermitaña y siempre le había servido. Pero Dios sabe que sola nunca me habría
atrevido a ir a probarla; Pero ahora que estás tú, quiero que vayamos a
conjurarlo.
Gianni dijo que muy bien le parecía; y
levantándose, se fueron los dos calladamente a la puerta, fuera de la cual
todavía Federigo, ya sospechando, estaba; y llegados allí, dijo la mujer a
Gianni:
-Ahora escupe cuando yo te lo diga .
Dijo Gianni:
-Bien.
Y la mujer comenzó la oración, y dijo:
-Espantajo, espantajo, que por la noche
vas, con la cola tiesa viniste, con la cola tiesa te irás; vete al huerto junto
al melocotonero, allí hay grasa tiznada y cien cagajones de mi gallina; cata el
frasco y vete deprisa, y no hagas daño ni a mí ni a mi Gianni.
Y dicho así, dijo al marido:
-¡Escupe, Gianni!
Y Gianni escupió; y Federigo, que fuera
estaba y esto oído, ya desvanecidos los celos, con toda su melancolía tenía
tantas ganas de reír que estallaba, y en voz baja, cuando Gianni escupía,
decía:
-Los dientes.
La mujer, luego de que en esta guisa hubo
conjurado tres veces al espantajo, a la cama volvió con su marido. Federigo,
que con ella esperaba cenar, no habiendo cenado y habiendo bien las palabras de
la oración entendido, se fue al huerto y junto al melocotonero encontrando los
dos capones y el vino y los huevos, se los llevó a casa y cenó con gran gusto;
y luego las otras veces que se encontró con la mujer mucho con ella rió de este
conjuro.
Es cierto que dicen algunos que sí había
vuelto la mujer la calavera del burro hacia Fiésole, pero que un labrador que pasaba
por la viña le había dado con un bastón y le había hecho dar vueltas, y se
había quedado mirando a Florencia, y por ello Federigo, creyendo que le
llamaban, había venido, y que la mujer había dicho la oración de esta guisa:
«Espantajo, espantajo, vete con Dios, que la calavera del burro no la volví yo,
que otro fue, que Dios le dé castigo y yo estoy aquí con el Gianni mío»; por lo
que, yéndose, sin albergue y sin cena se había quedado. Pero una vecina mía,
que es una mujer muy vieja, me dice que una y otra fueron verdad, según lo que
ella de niña había oído, pero que la última no a Gianni Lotteringhi había
sucedido sino a uno que se llamó Gianni de Nello, que estaba en Porta San
Pietro no menos completo bobalicón que lo fue Gianni Lotteringhi. Y por ello,
caras señoras mías, a vuestra elección dejo tomar la que más os plazca de las
dos, o si queréis las dos: tienen muchísima virtud para tales cosas, como por
experiencia habéis oído; aprendedlas y ojalá os sirvan.
CUENTO
6
EL
FALSO HORTELANO
NARRACIÓN
PRIMERA
Masetto de Lamporecchio se hace el mudo y
entra como hortelano en un monasterio de mujeres, que porfían en acostarse con
él.
-Hermosísimas señoras, bastantes hombres y
mujeres hay que son tan necios que creen demasiado confiadamente que cuando a una
joven se le ponen en la cabeza las tocas blancas y sobre los hombros se le echa
la cogulla negra, que deja de ser mujer y ya no siente los femeninos apetitos,
como si se la hubiese convertido en piedra al hacerla monja; y si por acaso
algo oyen contra esa creencia suya, tanto se enojan cuanto si se hubiera
cometido un grandísimo y criminal pecado contra natura, no pensando ni
teniéndose en consideración a sí mismos, a quienes la plena libertad de hacer
lo que quieran no puede saciar, ni tampoco al gran poder del ocio y la soledad.
Y semejantemente hay todavía muchos que
creen demasiado confiadamente que la azada y la pala y las comidas bastas y las
incomodidades quitan por completo a los labradores los apetitos concupiscentes
y los hacen bastísimos de inteligencia y astucia. Pero cuán engañados están
cuantos así creen me complace (puesto que la reina me lo ha mandado, sin
salirme de lo propuesto por ella) demostraros más claramente con una pequeña
historieta.
En esta comarca nuestra hubo y todavía hay
un monasterio de mujeres, muy famoso por su santidad, que no nombraré por no
disminuir en nada su fama; en el cual, no hace mucho tiempo, no habiendo
entonces más que ocho señoras con una abadesa, y todas jóvenes, había un buen
hombrecillo hortelano de un hermosísimo jardín suyo que, no contentándose con
el salario, pidiendo la cuenta al mayordomo de las monjas, a Lamporecchio, de
donde era, se volvió.
Allí, entre los demás que alegremente le
recibieron, había un joven labrador fuerte y robusto, y para villano hermoso en
su persona, cuyo nombre era Masetto; y le preguntó dónde había estado tanto
tiempo. El buen hombre, que se llamaba Nuto, se lo dijo; al cual, Masetto le
preguntó a qué atendía en el monasterio. Al que Nuto repuso:
-Yo trabajaba en un jardín suyo hermoso y
grande, y además de esto, iba alguna vez al bosque por leña, traía agua y hacía
otros tales servicios; pero las señoras me daban tan poco salario que apenas
podía pagarme los zapatos. Y además de esto, son todas jóvenes y parece que
tienen el diablo en el cuerpo, que no se hace nada a su gusto; así, cuando yo
trabajaba alguna vez en el huerto, una decía: «Pon esto aquí», y la otra: «Pon
aquí aquello» y otra me quitaba la azada de la mano y decía: «Esto no está
bien»; y me daba tanto coraje que dejaba el laboreo y me iba del huerto, así
que, entre por una cosa y la otra, no quise estarme más y me he venido. Y me
pidió su mayordomo, cuando me vine, que si tenía alguien a mano que entendiera
en aquello, que se lo mandase, y se lo prometí, pero así le guarde Dios los
riñones que ni buscaré ni le mandaré a nadie.
A Masetto, oyendo las palabras de Nuto, le
vino al ánimo un deseo tan grande de estar con estas monjas que todo se
derretía comprendiendo por las palabras de Nuto que podría conseguir algo de lo
que deseaba. Y considerando que no lo conseguiría si decía algo a Nuto, le
dijo:
-¡Ah, qué bien has hecho en venirte! ¿Qué
es un hombre entre mujeres? Mejor estaría con diablos: de siete veces seis no
saben lo que ellas mismas quieren.
Pero luego, terminada su conversación,
empezó Masetto a pensar qué camino debía seguir para poder estar con ellas; y
conociendo que sabía hacer bien los trabajos que Nuto hacía, no temió perderlo
por aquello, pero temió no ser admitido porque era demasiado joven y aparente.
Por lo que, dando vueltas a muchas cosas, pensó:
«El lugar es bastante alejado de aquí y
nadie me conoce allí, si sé fingir que soy mudo, por cierto que me admitirán».
Y deteniéndose en aquel pensamiento, con
una segur al hombro, sin decir a nadie adónde fuese, a guisa de un hombre pobre
se fue al monasterio; donde, llegado, entró dentro y por ventura encontró al
mayordomo en el patio, a quien, haciendo gestos como hacen los mudos, mostró
que le pedía de comer por amor de Dios y que él, si lo necesitaba, le partiría
la leña. El mayordomo le dio de comer de buena gana; y luego de ello le puso
delante de algunos troncos que Nuto no había podido partir, los que éste, que
era fortísimo, en un momento hizo pedazos. El mayordomo, que necesitaba ir al
bosque, lo llevó consigo y allí le hizo cortar leña; después de lo que,
poniéndole el asno delante, por señas le dio a entender que lo llevase a casa.
Él lo hizo muy bien, por lo que el mayordomo, haciéndole hacer ciertos trabajos
que le eran necesarios, más días quiso tenerlo; de los cuales sucedió que un
día la abadesa lo vio, y preguntó al mayordomo quién era. El cual le dijo:
-Señora, es un pobre hombre mudo y sordo,
que vino uno de estos días a pedir limosna, así que le he hecho un favor y le
he hecho hacer bastantes cosas de que había necesidad. Si supiese labrar un
huerto y quisiera quedarse, creo estaríamos bien servidos, porque él lo
necesita y es fuerte y se podría hacer de él lo que se quisiera; y además de
esto no tendríais que preocuparos de que gastase bromas a vuestras jóvenes.
Al que dijo la abadesa:
-Por Dios que dices verdad: entérate si
sabe labrar e ingéniate en retenerlo; dale unos pares de escarpines, algún
capisayo viejo, y halágalo, hazle mimos, dale bien de comer.
El mayordomo dijo que lo haría. Masetto no
estaba muy lejos, pero fingiendo barrer el patio oía todas estas palabras y se
decía:
«Si me metéis ahí dentro, os labraré el
huerto tan bien como nunca os fue labrado.»
Ahora, habiendo el mayordomo visto que
sabía óptimamente labrar y preguntándole por señas si quería quedarse aquí, y
éste por señas respondiéndole que quería hacer lo que él quisiese, habiéndolo
admitido, le mandó que labrase el huerto y le enseñó lo que tenía que hacer;
luego se fue a otros asuntos del monasterio y lo dejó. El cual, labrando un día
tras otro, las monjas empezaron a molestarle y a ponerlo en canciones, como
muchas veces sucede que otros hacen a los mudos, y le decían las palabras más
malvadas del mundo no creyendo ser oídas por él; y la abadesa que tal vez juzgaba
que él tan sin cola estaba como sin habla, de ello poco o nada se preocupaba.
Pero sucedió que habiendo trabajado un día mucho y estando descansando, dos
monjas que andaban por el jardín se acercaron a donde estaba, y empezaron a
mirarle mientras él fingía dormir. Por lo que una de ellas, que era algo más
decidida, dijo a la otra:
-Si creyese que me guardabas el secreto te
diría un pensamiento que he tenido muchas veces, que tal vez a ti también
podría agradarte.
La otra repuso:
-Habla con confianza, que por cierto no lo
diré nunca a nadie.
Entonces la decidida comenzó:
-No sé si has pensado cuán estrictamente
vivimos y que aquí nunca ha entrado un hombre sino el mayordomo, que es viejo,
y este mudo: y muchas veces he oído decir a muchas mujeres que han venido a
vernos que todas las dulzuras del mundo son una broma con relación a aquella de
unirse la mujer al hombre. Por lo que muchas veces me ha venido al ánimo,
puesto que con otro no puedo, probar con este mudo si es así, y éste es lo
mejor del mundo para ello porque, aunque quisiera, no podría ni sabría
contarlo; ya ves que es un mozo tonto, más crecido que con juicio. Con gusto
oiré lo que te parece de esto.
-¡Ay! -dijo la otra-, ¿qué es lo que dices?
¿No sabes que hemos prometido nuestra virginidad a Dios?
-¡Oh! -dijo ella-, ¡cuántas cosas se le
prometen todos los días de las que no se cumple ninguna! ¡Si se lo hemos
prometido, que sea otra u otras quienes cumplan la promesa!
A lo que la compañera dijo:
-Y si nos quedásemos grávidas, ¿qué iba a
pasar?
Entonces aquélla dijo:
-Empiezas a pensar en el mal antes de que
te llegue; si sucediere, entonces pensaremos en ello: podrían hacerse mil cosas
de manera que nunca se sepa, siempre que nosotras mismas no lo digamos.
Esta, oyendo esto, teniendo más ganas que
la otra de probar qué animal era el hombre, dijo:
-Pues bien, ¿qué haremos?
A quien aquélla repuso:
-Ves que va a ser nona; creo que las sores
están todas durmiendo menos nosotras; miremos por el huerto a ver si hay
alguien, y si no hay nadie, ¿qué vamos a hacer sino cogerlo de la mano y
llevarlo a la cabaña donde se refugia cuando llueve, y allí una se queda dentro
con él y la otra hace guardia? Es tan tonto que se acomodará a lo que queremos.
Masetto oía todo este razonamiento, y
dispuesto a obedecer, no esperaba sino ser tomado por una de ellas. Ellas,
mirando bien por todas partes y viendo que desde ninguna podían ser vistas,
aproximándose la que había iniciado la conversación a Masetto, le despertó y él
incontinenti se puso en pie; por lo que ella con gestos halagadores le cogió de
la mano, y él dando sus tontas risotadas, lo llevó a la cabaña, donde Masetto,
sin hacerse mucho rogar hizo lo que ella quería.
La cual, como leal compañera, habiendo
obtenido lo que quería, dejó el lugar a la otra, y Masetto, siempre mostrándose
simple, hacía lo que ellas querían; por lo que antes de irse de allí, más de
una vez quiso cada una probar cómo cabalgaba el mudo, y luego, hablando entre
ellas muchas veces, decían que en verdad aquello era tan dulce cosa, y más,
como habían oído; y buscando los momentos oportunos, con el mudo iban a
juguetear.
Sucedió un día que una compañera suya,
desde una ventana de su celda se apercibió del tejemaneje y se lo enseñó a
otras dos; y primero tomaron la decisión de acusarlas a la abadesa, pero
después, cambiando de parecer y puestas de acuerdo con aquéllas, en
participantes con ellas se convirtieron del poder de Masetto; a las cuales, las
otras tres, por diversos accidentes, hicieron compañía en varias ocasiones.
Por último, la abadesa, que todavía no se
había dado cuenta de estas cosas, paseando un día sola por el jardín, siendo
grande el calor, se encontró a Masetto (el cual con poco trabajo se cansaba
durante el día por el demasiado cabalgar de la noche) que se había dormido echado
a la sombra de un almendro, y habiéndole el viento levantado las ropas, todo al
descubierto estaba. Lo cual mirando la señora y viéndose sola, cayó en aquel
mismo apetito en que habían caído sus monjitas; y despertando a Masetto, a su
alcoba se lo llevó, donde varios días, con gran quejumbre de las monjas porque
el hortelano no venía a labrar el huerto, lo tuvo, probando y volviendo a
probar aquella dulzura que antes solía censurar ante las otras.
Por último, mandándole de su alcoba a la
habitación de él y requiriéndole con mucha frecuencia y queriendo de él más de
una parte, no pudiendo Masetto satisfacer a tantas, pensó que de su mudez si
duraba más podría venirle gran daño; y por ello una noche, estando con la
abadesa, roto el frenillo, empezó a decir:
-Señora, he oído que un gallo basta a diez
gallinas, pero que diez hombres pueden mal y con trabajo satisfacer a una
mujer, y yo que tengo que servir a nueve; en lo que por nada del mundo podré
aguantarlo, pues que he venido a tal, por lo que hasta ahora he hecho, que no
puedo hacer ni poco ni mucho; y por ello, o me dejáis irme con Dios o le
encontráis un arreglo a esto. La señora, oyendo hablar a este a quien tenía por
mudo, toda se pasmó, y dijo:
-¿Qué es esto? Creía que eras mudo.
-Señora -dijo Masetto-, sí lo era pero no
de nacimiento, sino por una enfermedad que me quitó el habla, y por primera vez
esta noche siento que me ha sido restituida, por lo que alabo a Dios cuanto
puedo.
La señora le creyó y le preguntó qué quería
decir aquello de que a nueve tenía que servir. Masetto le dijo lo que pasaba,
lo que oyendo la abadesa, se dio cuenta de que no había monja que no fuese
mucho más sabia que ella; por lo que, como discreta, sin dejar irse a Masetto,
se dispuso a llegar con sus monjas a un entendimiento en estos asuntos, para
que por Masetto no fuese vituperado el monasterio.
Y habiendo por aquellos días muerto el
mayordomo, de común acuerdo, haciéndose manifiesto en todas lo que a espaldas
de todas se había estado haciendo, con placer de Masetto hicieron de manera que
las gentes de los alrededores creyeran que por sus oraciones y por los méritos
del santo a quien estaba dedicado el monasterio, a Masetto, que había sido mudo
largo tiempo, le había sido restituida el habla, y le hicieron mayordomo; y de
tal modo se repartieron sus trabajos que pudo soportarlos.
Y en ellos bastantes monaguillos engendró
pero con tal discreción se procedió en esto que nada llegó a saberse hasta
después de la muerte de la abadesa, estando ya Masetto viejo y deseoso de
volver rico a su casa; lo que, cuando se supo, fácilmente lo consiguió.
Así, pues, Masetto, viejo, padre y rico,
sin tener el trabajo de alimentar a sus hijos ni pagar sus gastos, por su astucia
habiendo sabido bien proveer a su juventud, al lugar de donde había salido con
una segur al hombro, volvió, afirmando que así trataba Cristo a quien le ponía
los cuernos sobre la guirnalda.
CUENTO 7
LA TINAJA VENDIDA
Séptima Jornada - Narración segunda
Peronella mete a su amante en una tinaja al
volver su marido a casa; la cual habiéndola vendido el marido, ella le dice que
la ha vendido ella a uno que está dentro mirando a ver si le parece bien
entera; el cual, saliendo fuera, hace que el marido la raspe y luego se la
lleve a su casa.
Con grandísima risa fue la historia de
Emilia escuchada y la oración como buena y santa elogiada por todos, siendo
llegado el fin de la cual mandó el rey a Filostrato que siguiera, el cual
comenzó:
-Carísimas señoras mías, son tantas las
burlas que los hombres os hacen y especialmente los maridos, que cuando alguna
vez sucede que alguna al marido se la haga, no debíais vosotras solamente estar
contentas de que ello hubiera ocurrido, o de enteraros de ello o de oírlo decir
a alguien, sino que deberíais vosotras mismas irla contando por todas partes,
para que los hombres conozcan que si ellos saben, las mujeres por su parte,
saben también; lo que no puede sino seros útil porque cuando alguien sabe que
otro sabe, no se pone a querer engañarlo demasiado fácilmente. ¿Quién duda,
pues, que lo que hoy vamos a decir en torno a esta materia, siendo conocido por
los hombres, no sería grandísima ocasión de que se refrenasen en burlaros,
conociendo que vosotras, si queréis, sabríais burlarlos a ellos? Es, pues, mi
intención contaros lo que una jovencita, aunque de baja condición fuese, casi
en un momento, para salvarse hizo a su marido.
No hace casi nada de tiempo que un pobre
hombre, en Nápoles, tomó por mujer a una hermosa y atrayente jovencita llamada
Peronella; y él con su oficio, que era de albañil, y ella hilando, ganando muy
escasamente, su vida gobernaban como mejor podían. Sucedió que un joven
galanteador, viendo un día a esta Peronella y gustándole mucho, se enamoró de
ella, y tanto de una manera y de otra la solicitó que llegó a intimar con ella.
Y para estar juntos tomaron el acuerdo de que, como su marido se levantaba
temprano todas las mañanas para ir a trabajar o a buscar trabajo, que el joven
estuviera en un lugar de donde lo viese salir; y siendo el barrio donde estaba,
que Avorio se llama, muy solitario, que, salido él, éste a la casa entrase; y
así lo hicieron muchas veces. Pero entre las demás sucedió una mañana que,
habiendo el buen hombre salido, y GiannelloScrignario, que así se llamaba el
joven, entrado en su casa y estando con Peronella, luego de algún rato (cuando
en todo el día no solía volver) a casa se volvió, y encontrando la puerta
cerrada por dentro, llamó y después de llamar comenzó a decirse:
-Oh, Dios, alabado seas siempre, que,
aunque me hayas hecho pobre, al menos me has consolado con una buena y honesta
joven por mujer. Ve cómo enseguida cerró la puerta por dentro cuando yo me fui
para que nadie pudiese entrar aquí que la molestase.
Peronella, oyendo al marido, que conoció en
la manera de llamar, dijo:
-¡Ay! Giannelo mío, muerta soy, que aquí
está mi marido que Dios confunda, que ha vuelto, y no sé qué quiere decir esto,
que nunca ha vuelto a esta hora; tal vez te vio cuando entraste. Pero por amor
de Dios, sea como sea, métete en esa tinaja que ves ahí y yo iré a abrirle, y
veamos qué quiere decir este volver esta mañana tan pronto a casa.
Giannello prestamente entró en la tinaja, y
Peronella, yendo a la puerta, le abrió al marido y con mal gesto le dijo:
-¿Pues qué novedades ésta que tan pronto
vuelvas a casa esta mañana? A lo que me parece, hoy no quieres dar golpe, que
te veo volver con las herramientas en la mano; y si eso haces, ¿de qué
viviremos? ¿De dónde sacaremos pan? ¿Crees que voy a sufrir que me empeñes el
zagalejo y las demás ropas mías, que no hago día y noche más que hilar, tanto
que tengo la carne desprendida de las uñas, para poder por lo menos tener
aceite con que encender nuestro candil? Marido, no hay vecina aquí que no se
maraville y que no se burle de mí con tantos trabajos y cuáles que soporto; y
tú te me vuelves a casa con las manos colgando cuando deberías estar en tu
trabajo.
Y dicho esto, comenzó a sollozar y a decir
de nuevo:
-¡Ay! ¡Triste de mí, desgraciada de mí! ¡En
qué mala hora nací! En qué mal punto vine aquí, que habría podido tener un
joven de posición y no quise, para venir a dar con este que no piensa en quién
se ha traído a casa. Las demás se divierten con sus amantes, y no hay una que
no tenga quién dos y quién tres, y disfrutan, y le enseñan al marido la luna
por el sol; y yo, ¡mísera de mí!, porque soy buena y no me ocupo de tales
cosas, tengo males y malaventura. No sé por qué no cojo esos amantes como hacen
las otras. Entiende bien, marido mío, que si quisiera obrar mal, bien
encontraría con quién, que los hay bien peripuestos que me aman y me requieren
y me han mandado propuestas de mucho dinero, o si quiero ropas o joyas, y nunca
me lo sufrió el corazón, porque soy hija de mi madre; ¡y tú te me vuelves a
casa cuando tenías que estar trabajando!
Dijo el marido:
-¡Bah, mujer!, no te molestes, por Dios;
debes creer que te conozco y sé quién eres, y hasta esta mañana me he dado
cuenta de ello. Es verdad que me fui a trabajar, pero se ve que no lo sabes,
como yo no lo sabía; hoy es el día de San Caleone y no se trabaja, y por eso me
he vuelto a esta hora a casa; pero no he dejado de buscar y encontrar el modo
de que hoy tengamos pan para un mes, que he vendido a este que ves aquí conmigo
la tinaja, que sabes que ya hace tiempo nos está estorbando en casa: ¡y me da
cinco liriados!
Dijo entonces Peronella:
-Y todo esto es ocasión de mi dolor: tú que
eres un hombre y vas por ahí y debías saber las cosas del mundo has vendido una
tinaja en cinco liriados que yo, pobre mujer, no habías apenas salido de casa
cuando, viendo lo que estorbaba, la he vendido en siete a un buen hombre que,
al volver tú, se metió dentro para ver si estaba bien sólida.
Cuando el marido oyó esto se puso más que
contento, y dijo al que había venido con él para ello:
-Buen hombre, vete con Dios, que ya oyes
que mi mujer la ha vendido en siete cuando tú no me dabas más que cinco.
El buen hombre dijo:
-¡Sea en buena hora!
Y se fue.
Y Peronella dijo al marido:
-¡Ven aquí, ya estás aquí, y vigila con él
nuestros asuntos!
Giannello, que estaba con las orejas tiesas
para ver si de algo tenía que temer o protegerse, oídas las explicaciones de
Peronella, prestamente salió de la tinaja; y como si nada hubiera oído de la
vuelta del marido, comenzó a decir:
-¿Dónde estáis, buena mujer?
A quien el marido, que ya venía, dijo:
-Aquí estoy, ¿qué quieres?
Dijo Giannello:
-¿Quién eres tú? Quiero hablar con la mujer
con quien hice el trato de esta tinaja.
Dijo el buen hombre:
-Habla con confianza conmigo, que soy su
marido.
Dijo entonces Giannello:
-La tinaja me parece bien entera, pero me
parece que habéis tenido dentro heces, que está todo embadurnado con no sé qué
cosa tan seca que no puedo quitarla con las uñas, y no me la llevo si antes no
la veo limpia.
Dijo Peronella entonces:
-No, por eso no quedará el trato; mi marido
la limpiará.
Y el marido dijo:
-Sí, por cierto.
Y dejando las herramientas y quedándose en
camino, se hizo encender una luz y dar una raedera, y entró dentro incontinenti
y comenzó a raspar.
Y Peronella, como si quisiera ver lo que
hacía, puesta la cabeza en la boca de la tinaja, que no era muy alta, y además
de esto uno de los brazos con todo el hombro, comenzó a decir a su marido:
-Raspa aquí, y aquí y también allí... Mira
que aquí ha quedado una pizquita.
Y mientras así estaba y al marido enseñaba
y corregía, Giannello, que completamente no había aquella mañana su deseo
todavía satisfecho cuando vino el marido, viendo que como quería no podía, se
ingenió en satisfacerlo como pudiese; y arrimándose a ella que tenía toda
tapada la boca de la tinaja, de aquella manera en que en los anchos campos los
desenfrenados caballos encendidos por el amor asaltan a las yeguas de Partia, a
efecto llevó el juvenil deseo; el cual casi en un mismo punto se completó y se
terminó de raspar la tinaja, y él se apartó y Peronella quitó la cabeza de la
tinaja, y el marido salió fuera. Por lo que Peronella dijo a Giannello:
-Coge esta luz, buen hombre, y mira si está
tan limpia como quieres.
Giannello, mirando dentro, dijo que estaba
bien y que estaba contento y dándole siete liriados se la hizo llevar a su
casa.
CUENTO
8
LA
ABADESA
NARRACIÓN
SEGUNDA
Se levanta una
abadesa apresuradamente y a oscuras para encontrar a una monja suya, delatada a
ella, en la cama con su amante, y estando un cura con ella, creyendo que se
ponía en la cabeza las tocas, se puso los calzones del cura, los cuales,
viéndolos la acusada, y haciéndoselo observar, fue absuelta de la acusación y
tuvo libertad para estar con su amante.
Ya se callaba
Filomena y había sido alabado por todos el buen juicio de la señora para
quitarse de encima a aquellos a quienes no quería amar; y, por el contrario, no
amor sino tontería había sido juzgada por todos la osada presunción de los
amantes, cuando la reina a Elisa dijo graciosamente:
-Elisa, sigue.
La cual,
prestamente, comenzó:
-Carísimas
señoras, discretamente supo doña Francesca, como se ha contado, librarse de lo
que la molestaba; pero una joven monja, con la ayuda de la fortuna, se libró,
con las palabras oportunas, de un amenazador peligro. Y como sabéis, son muchos
los que, siendo estultísimos, maestros se hacen de los demás y reprensores, los
cuales, tal como podréis comprender por mi historia, la fortuna algunas veces
merecidamente vitupera; y ello le sucedió a una abadesa bajo cuya obediencia
estaba la monja de la que debo hablar.
Debéis saber,
pues, que en Lombardía hubo un monasterio famosísimo por su santidad y religión
en el cual, entre otras monjas que allí había, había una joven de sangre noble
y de maravillosa hermosura dotada, la cual, llamada Isabetta, habiendo venido
un día a la reja para hablar con un pariente suyo, de un apuesto joven que con
él estaba se enamoró; y éste, viéndola hermosísima, ya su deseo habiendo
entendido con los ojos, semejantemente se inflamó por ella, y no sin gran
tristeza de los dos, este amor durante mucho tiempo mantuvieron sin ningún
fruto.
Por fin, estando
los dos atentos a ello, vio el joven una vía para poder ir a su monja
ocultísimamente; con lo que, alegrándose ella, no una vez, sino muchas, con
gran placer de los dos, la visitó. Pero continuando esto, sucedió que él, una
noche, fue visto por una de las señoras de allá adentro (sin que ni él ni ella
se apercibiesen) ir a ver a Isabetta y volver; lo que a otras cuantas comunicó.
Y primero tomaron la decisión de acusarla a la abadesa, la cual doña Usimbalda
tenía por nombre, buena y santa señora según su opinión y de cualquiera que la
conociese; luego pensaron, para que no pudiese negarlo, en hacer que la abadesa
la cogiese con el joven, y, así, callándose, se repartieran entre sí las
vigilias y las guardias secretamente para cogerla. Y, no cuidándose Isabetta de
esto ni sabiendo nada de ello, sucedió que le hizo venir una noche; lo que
inmediatamente supieron las que estaban a la expectativa. Las cuales, cuando
les pareció oportuno, estando ya la noche avanzada, se dividieron en dos y una
parte se puso en guardia a la puerta de la celda de Isabetta y otra se fue
corriendo a la alcoba de la abadesa, y dando golpes en la puerta de ésta, que
ya contestaba, dijeron:
-¡Sús!, señora,
levantaos deprisa, que hemos encontrado a Isabetta con un joven en la celda.
Estaba aquella
noche la abadesa acompañada de un cura al cual hacia venir con frecuencia
metido en un arcón; y, al oír esto, temiendo que las monjas fuesen a golpear
tanto la puerta (por demasiada prisa o demasiado afán) que se abriese,
apresuradamente se puso en pie y lo mejor que pudo se vistió a oscuras, y
creyendo coger unas tocas dobladas que llevan sobre la cabeza y las llaman «el
salterio», cogió los calzones del cura, y tanta fue la prisa que, sin darse
cuenta, en lugar del salterio se los echó a la cabeza y salió, y prestamente se
cerró la puerta tras ella, diciendo:
-¿Dónde está esa
maldita de Dios?
Y con las demás,
que tan excitadas y atentas estaban para que encontrasen a Isabetta en pecado
que de lo que llevase en la cabeza la abadesa no se dieron cuenta, llegó a la
puerta de la celda de ésta y, ayudada por las otras, la echó abajo; y entradas
dentro, en la cama encontraron a los dos amantes abrazados, los cuales, de un
tan súbito acontecimiento aturdidos, no sabiendo qué hacerse, se estuvieron
quietos.
La joven fue
incontinenti cogida por las otras monjas y, por orden de la abadesa, llevada a
capítulo. El joven se había quedado y, vistiéndose, esperaba a ver en qué
acababa la cosa, con la intención de jugar una mala pasada a cuantas pudiera
alcanzar si a su joven fuese hecho algún mal, y llevársela con él. La abadesa,
sentándose en el capítulo, en presencia de todas las monjas, que solamente a la
culpable miraban, comenzó a decirle las mayores injurias que nunca a una mujer
fueron dichas, como a quien la santidad, la honestidad y la buena fama del
monasterio con sus sucias y vituperables acciones, si afuera fuese sabido, todo
lo contaminaba; y tras las injurias añadía gravísimas amenazas. La joven,
vergonzosa y tímida, como culpable, no sabía qué responder, sino que callando,
hacía a las demás sentir compasión de ella. Y multiplicando la abadesa sus
historias, le ocurrió a la joven levantar la mirada y vio lo que la abadesa
llevaba en la cabeza y las cintas que de acá y de allá le colgaban; por lo que,
dándose cuenta de lo que era, tranquilizada por completo, dijo:
-Señora, así os
ayude Dios, ataos la cofia y luego me diréis lo que queráis.
La abadesa, que
no la entendía, dijo:
-¿Qué cofia,
mala mujer? ¿Tienes el rostro de decir gracias? ¿Te parece que has hecho algo
con lo que vayan bien las bromas?
Entonces la
joven, otra vez, dijo:
-Señora, os
ruego que os atéis la cofia; después decidme lo que os plazca.
Con lo que
muchas de las monjas levantaron la mirada a la cabeza de la abadesa, y ella
también llevándose a ella las manos, se dieron cuenta de por qué Isabetta decía
aquello; con lo que la abadesa, dándose cuenta de su misma falta y viendo que
por todas era vista y no podía ocultarla, cambió de sermón, y de guisa muy
distinta de la que había comenzado empezando a hablar, llegó a la conclusión de
que era imposible defenderse de los estímulos de la carne; y por ello calladamente,
como se había hecho hasta aquel día, dijo que cada una se divirtiera cuanto
pudiese. Y poniendo en libertad a la joven, se volvió a acostarse con su cura,
e Isabetta con su amante, al cual muchas veces después, a pesar de aquellas que
le tenían envidia, lo hizo venir allí; las demás que no tenían amante, lo mejor
que pudieron probaron fortuna.
CUENTO
9
MESSIE
CHAPELET EN SANTO SE CONVIERTE
NOVELA
PRIMERA
El señor
Cepparello engaña a un santo fraile con una falsa confesión y muere después, y
habiendo sido un hombre malvado en vida, es, muerto, reputado por santo y
llamado San Ciapelletto.
Conviene,
carísimas señoras, que a todo lo que el hombre hace le dé principio con el
nombre de Aquél que fue de todos hacedor; por lo que, debiendo yo el primero dar
comienzo a nuestro novelar, entiendo comenzar con uno de sus maravillosos
hechos para que, oyéndolo, nuestra esperanza en él como en cosa inmutable se
afirme, y siempre sea por nosotros alabado su nombre. Manifiesta cosa es que,
como las cosas temporales son todas transitorias y mortales, están en sí y por
fuera de sí llenas de dolor, de angustia y de fatiga, y sujetas a infinitos
peligros; a los cuales no podremos nosotros sin algún error, los que vivimos
mezclados con ellas y somos parte de ellas, resistir ni hacerles frente, si la
especial gracia de Dios no nos presta fuerza y prudencia. La cual, a nosotros y
en nosotros no es de creer que descienda por mérito alguno nuestro, sino por su
propia benignidad movida y por las plegarias impetradas de aquellos que, como
lo somos nosotros, fueron mortales y, habiendo seguido bien sus gustos mientras
tuvieron vida, ahora se han transformado con él en eternos y bienaventurados; a
los cuales nosotros mismos, como a procuradores informados por experiencia de
nuestra fragilidad, y tal vez no atreviéndonos a mostrar nuestras plegarias
ante la vista de tan grande juez, les rogamos por las cosas que juzgamos
oportunas. Y aún más en Él, lleno de piadosa liberalidad hacia nosotros,
señalemos que, no pudiendo la agudeza de los ojos mortales traspasar en modo
alguno el secreto de la divina mente, a veces sucede que, engañados por la
opinión, hacemos procuradores ante su majestad a gentes que han sido arrojadas
por Ella al eterno exilio; y no por ello Aquél a quien ninguna cosa es oculta
(mirando más a la pureza del orante que a su ignorancia o al exilio de aquél a
quien le ruega) como si fuese bienaventurado ante sus ojos, deja de escuchar a
quienes le ruegan. Lo que podrá aparecer manifiestamente en la novela que
entiendo contar: manifiestamente, digo, no el juicio de Dios sino el seguido
por los hombres. Se dice, pues, que habiéndose MusciattoFranzesi convertido, de
riquísimo y gran mercader en Francia, en caballero, y debiendo venir a Toscana
con micer Carlos Sin Tierra, hermano del rey de Francia, que fue llamado y
solicitado por el papa Bonifacio, dándose cuenta de que sus negocios estaban,
como muchas veces lo están los de los mercaderes, muy intrincados acá y allá, y
que no se podían de ligero ni súbitamente desintrincar, pensó encomendarlos a
varias personas, y para todos encontró cómo; fuera de que le quedó la duda de a
quién dejar pudiese capaz de rescatar los créditos hechos a varios borgoñones.
Y la razón de la duda era saber que los borgoñones son litigiosos y de mala
condición y desleales, y a él no le venía a la cabeza quién pudiese haber tan
malvado en quien pudiera tener alguna confianza para que pudiese oponerse a su
perversidad. Y después de haber estado pensando largamente en este asunto, le
vino a la memoria un seorCepparello de Prato que muchas veces se hospedaba en
su casa de París, que porque era pequeño de persona y muy acicalado, no
sabiendo los franceses qué quería decir Cepparello, y creyendo que vendría a
decir capelo, es decir, guirnalda, como en su romance, porque era pequeño como
decimos, no Chapelo, sino Ciappelletto le llamaban: y por Ciappelletto era
conocido en todas partes, donde pocos como Cepparello le conocían. Era este
Ciappelletto de esta vida: siendo notario, sentía grandísima vergüenza si
alguno de sus instrumentos (aunque fuesen pocos) no fuera falso; de los cuales
hubiera hecho tantos como le hubiesen pedido gratuitamente, y con mejor gana
que alguno de otra clase muy bien pagado. Declaraba en falso con sumo gusto,
tanto si se le pedía como si no; y dándose en aquellos tiempos en Francia
grandísima fe a los juramentos, no preocupándose por hacerlos falsos, vencía
malvadamente en tantas causas cuantas le pidiesen que jurara decir verdad por
su fe. Tenía otra clase de placeres (y mucho se empeñaba en ello) en suscitar
entre amigos y parientes y cualesquiera otras personas, males y enemistades y
escándalos, de los cuales cuantos mayores males veía seguirse, tanta mayor
alegría sentía. Si se le invitaba a algún homicidio o a cualquier otro acto
criminal, sin negarse nunca, de buena gana iba y muchas veces se encontró
gustosamente hiriendo y matando hombres con las propias manos. Gran blasfemador
era contra Dios y los santos, y por cualquier cosa pequeña, como que era
iracundo más que ningún otro. A la iglesia no iba jamás, y a todos sus
sacramentos como a cosa vil escarnecía con abominables palabras; y por el
contrario las tabernas y los otros lugares deshonestos visitaba de buena gana y
los frecuentaba. A las mujeres era tan aficionado como lo son los perros al
bastón, con su contrario más que ningún otro hombre flaco se deleitaba. Habría
hurtado y robado con la misma conciencia con que oraría un santo varón.
Golosísimo y gran bebedor hasta a veces sentir repugnantes náuseas; era solemne
jugador con dados trucados.
Mas ¿por qué me
alargo en tantas palabras? Era el peor hombre, tal vez, que nunca hubiese
nacido. Y su maldad largo tiempo la sostuvo el poder y la autoridad de micer
Musciatto, por quien muchas veces no sólo de las personas privadas a quienes
con frecuencia injuriaba sino también de la justicia, a la que siempre lo
hacía, fue protegido.
Venido, pues,
este señor Cepparello a la memoria de micer Musciatto, que conocía óptimamente
su vida, pensó el dicho micer Musciatto que éste era el que necesitaba la
maldad de los borgoñones; por lo que, llamándole, le dijo así:
-Señor
Ciappelletto, como sabes, estoy por retirarme del todo de aquí y, teniendo
entre otros que entenderme con los borgoñones, hombres llenos de engaño, no sé
quién pueda dejar más apropiado que tú para rescatar de ellos mis bienes; y por
ello, como tú al presente nada estás haciendo, si quieres ocuparte de esto
entiendo conseguirte el favor de la corte y darte aquella parte de lo que
rescates que sea conveniente.
SeorCepparello,
que se veía desocupado y mal provisto de bienes mundanos y veía que se iba
quien su sostén y auxilio había sido durante mucho tiempo, sin ningún titubeo y
como empujado por la necesidad se decidió sin dilación alguna, como obligado
por la necesidad y dijo que quería hacerlo de buena gana. Por lo que, puestos
de acuerdo, recibidos por señor Ciappelletto los poderes y las cartas
credenciales del rey, partido micer Musciatto, se fue a Borgoña donde casi
nadie le conocía: y allí de modo extraño a su naturaleza, benigna y mansamente
empezó a rescatar y hacer aquello a lo que había ido, como si reservase la ira
para el final. Y haciéndolo así, hospedándose en la casa de dos hermanos
florentinos que prestaban con usura y por amor de micer Musciatto le honraban
mucho, sucedió que enfermó, con lo que los dos hermanos hicieron prestamente
venir médicos y criados para que le sirviesen en cualquier cosa necesaria para
recuperar la salud.
Pero toda ayuda
era vana porque el buen hombre, que era ya viejo y había vivido
desordenadamente, según decían los médicos iba de día en día de mal en peor
como quien tiene un mal de muerte; de lo que los dos hermanos mucho se dolían y
un día, muy cerca de la alcoba en que señor Ciappelletto yacía enfermo,
comenzaron a razonar entre ellos.
-¿Qué haremos de
éste? -decía el uno al otro-. Estamos por su causa en una situación pésima
porque echarlo fuera de nuestra casa tan enfermo nos traería gran tacha y sería
signo manifiesto de poco juicio al ver la gente que primero lo habíamos recibido
y después hecho servir y medicar tan solícitamente para ahora, sin que haya
podido hacer nada que pudiera ofendernos, echarlo fuera de nuestra casa tan
súbitamente, y enfermo de muerte. Por otra parte, ha sido un hombre tan malvado
que no querrá confesarse ni recibir ningún sacramento de la Iglesia y, muriendo
sin confesión, ninguna iglesia querrá recibir su cuerpo y será arrojado a los
fosos como un perro. Y si por el contrario se confiesa, sus pecados son tantos
y tan horribles que no los habrá semejantes y ningún fraile o cura querrá ni
podrá absolverle; por lo que, no absuelto, será también arrojado a los fosos
como un perro. Y si esto sucede, el pueblo de esta tierra, tanto por nuestro
oficio (que les parece inicuo y al que todo el tiempo pasan maldiciendo) como
por el deseo que tiene de robarnos, viéndolo, se amotinará y gritará: «Estos
perros lombardos a los que la iglesia no quiere recibir no pueden sufrirse
más», y correrán en busca de nuestras arcas y tal vez no solamente nos roben
los haberes sino que pueden quitarnos también la vida; por lo que de cualquiera
guisa estamos mal si éste se muere.
SeorCiappelletto,
que, decimos, yacía allí cerca de donde éstos estaban hablando, teniendo el
oído fino, como la mayoría de las veces pasa a los enfermos, oyó lo que estaban
diciendo y los hizo llamar y les dijo:
-No quiero que
temáis por mí ni tengáis miedo de recibir por mi causa algún daño; he oído lo
que habéis estado hablando de mí y estoy certísimo de que sucedería como decís
si así como pensáis anduvieran las cosas; pero andarán de otra manera. He
hecho, viviendo, tantas injurias al Señor Dios que por hacerle una más a la
hora de la muerte poco se dará. Y por ello, procurad hacer venir un fraile
santo y valioso lo más que podáis, si hay alguno que lo sea, y dejadme hacer,
que yo concertaré firmemente vuestros asuntos y los míos de tal manera que
resulten bien y estéis contentos.
Los dos
hermanos, aunque no sintieron por esto mucha esperanza, no dejaron de ir a un
convento de frailes y pidieron que algún hombre santo y sabio escuchase la
confesión de un lombardo que estaba enfermo en su casa; y les fue dado un
fraile anciano de santa y de buena vida, y gran maestro de la Escritura y
hombre muy venerable, a quien todos los ciudadanos tenían en grandísima y
especial devoción, y lo llevaron con ellos. El cual, llegado a la cámara donde
el seor Ciappelletto yacía, y sentándose a su lado, empezó primero a confortarle
benignamente y le preguntó luego que cuánto tiempo hacía que no se había
confesado. A lo que el seorCiappelletto, que nunca se había confesado,
respondió:
-Padre mío, mi
costumbre es de confesarme todas las semanas al menos una vez; sin lo que son
bastantes las que me confieso más; y la verdad es que, desde que he enfermado,
que son casi ocho días, no me he confesado, tanto es el malestar que con la
enfermedad he tenido.
Dijo entonces el
fraile:
-Hijo mío, bien
has hecho, y así debes hacer de ahora en adelante; y veo que si tan
frecuentemente te confiesas, poco trabajo tendré en escucharte y preguntarte.
Dijo
seorCiappelletto:
-Señor fraile,
no digáis eso; yo no me he confesado nunca tantas veces ni con tanta frecuencia
que no quisiera hacer siempre confesión general de todos los pecados que
pudiera recordar desde el día en que nací hasta el que me haya confesado; y por
ello os ruego, mi buen padre, que me preguntéis tan menudamente de todas las
cosas como si nunca me hubiera confesado, y no tengáis compasión porque esté
enfermo, que más quiero disgustar a estas carnes mías que, excusándolas, hacer
cosa que pudiese resultar en perdición de mi alma, que mi Salvador rescató con
su preciosa sangre.
Estas palabras
gustaron mucho al santo varón y le parecieron señal de una mente bien
dispuesta; y luego que al seorCiappelletto hubo alabado mucho esta práctica,
empezó a preguntarle si había alguna vez pecado lujuriosamente con alguna
mujer. A lo que seorCiappelletto respondió suspirando:
-Padre, en esto
me avergüenzo de decir la verdad temiendo pecar de vanagloria.
A lo que el
santo fraile dijo:
-Dila con tranquilidad,
que por decir la verdad ni en la confesión ni en otro caso nunca se ha pecado.
Dijo entonces
seorCiappelletto:
-Ya que lo
queréis así, os lo diré: soy tan virgen como salí del cuerpo de mi madre.
-¡Oh, bendito
seas de Dios! -dijo el fraile-, ¡qué bien has hecho! Y al hacerlo has tenido
tanto más mérito cuando, si hubieras querido, tenías más libertad de hacer lo
contrario que tenemos nosotros y todos los otros que están constreñidos por
alguna regla.
Y luego de esto,
le preguntó si había desagradado a Dios con el pecado de la gula. A lo que,
suspirando mucho, seorCiappelletto contestó que sí y muchas veces; porque, como
fuese que él, además de los ayunos de la cuaresma que las personas devotas
hacen durante el año, todas las semanas tuviera la costumbre de ayunar a pan y
agua al menos tres días, se había bebido el agua con tanto deleite y tanto
gusto y especialmente cuando había sufrido alguna fatiga por rezar o ir en
peregrinación, como los grandes bebedores hacen con el vino. Y muchas veces había
deseado comer aquellas ensaladas de hierbas que hacen las mujeres cuando van al
campo, y algunas veces le había parecido mejor comer que le parecía que debiese
parecerle a quien ayuna por devoción como él ayunaba. A lo que el fraile dijo:
-Hijo mío, estos
pecados son naturales y son asaz leves, y por ello no quiero que te
apesadumbres la conciencia más de lo necesario. A todos los hombres sucede que
les parezca bueno comer después de largo ayuno, y, después del cansancio,
beber.
-¡Oh! -dijo
seorCiappelletto-, padre mío, no me digáis esto por confortarme; bien sabéis
que yo sé que las cosas que se hacen en servicio de Dios deben hacerse
limpiamente y sin ninguna mancha en el ánimo: y quien lo hace de otra manera,
peca.
El fraile,
contentísimo, dijo:
-Y yo estoy
contento de que así lo entiendas en tu ánimo, y mucho me place tu pura y buena
conciencia. Pero dime, ¿has pecado de avaricia deseando más de lo conveniente y
teniendo lo que no debieras tener?
A lo que
seorCiappellettodijo:
-Padre mío, no
querría que sospechaseis de mí porque estoy en casa de estos usureros: yo no
tengo parte aquí sino que había venido con la intención de amonestarles y
reprenderles y arrancarles a este abominable oficio; y creo que habría podido
hacerlo si Dios no me hubiese visitado de esta manera. Pero debéis de saber que
mi padre me dejó rico, y de sus haberes, cuando murió, di la mayor parte por
Dios; y luego, por sustentar mi vida y poder ayudar a los pobres de Cristo, he
hecho mis pequeños mercadeos y he deseado tener ganancias de ellos, y siempre
con los pobres de Dios lo que he ganado lo he partido por medio, dedicando mi
mitad a mis necesidades, dándole a ellos la otra mitad; y en ello me ha ayudado
tan bien mi Creador que siempre de bien en mejor han ido mis negocios.
-Has hecho bien
-dijo el fraile-, pero ¿con cuánta frecuencia te has dejado llevar por la ira?
-¡Oh! -dijo
seorCiappelletto-, eso os digo que muchas veces lo he hecho. ¿Y quién podría
contenerse viendo todo el día a los hombres haciendo cosas sucias, no observar
los mandamientos de Dios, no temer sus juicios? Han sido muchas veces al día
las que he querido estar mejor muerto que vivo al ver a los jóvenes ir tras
vanidades y oyéndolos jurar y perjurar, ir a las tabernas, no visitar las
iglesias y seguir más las vías del mundo que las de Dios.
Dijo entonces el
fraile:
-Hijo mío, ésta
es una ira buena y yo en cuanto a mí no sabría imponerte por ella penitencia.
Pero ¿por acaso no te habrá podido inducir la ira a cometer algún homicidio o a
decir villanías de alguien o a hacer alguna otra injuria?
A lo que el
seorCiappelletto respondió:
-¡Ay de mí,
señor!, vos que me parecéis hombre de Dios, ¿cómo decís estas palabras? Si yo
hubiera podido tener aún un pequeño pensamiento de hacer alguna de estas cosas,
¿creéis que crea que Dios me hubiese sostenido tanto? Eso son cosas que hacen
los asesinos y los criminales, de los que, siempre que alguno he visto, he
dicho siempre: «Ve con Dios que te convierta».
Entonces dijo el
fraile:
-Ahora dime,
hijo mío, que bendito seas de Dios, ¿alguna vez has dicho algún falso
testimonio contra alguien, o dicho mal de alguien o quitado a alguien cosas sin
consentimiento de su dueño?
-Ya, señor, sí
-repuso seorCiappelletto- que he dicho mal de otro, porque tuve un vecino que
con la mayor sinrazón del mundo no hacía más que golpear a su mujer tanto que
una vez hablé mal de él a los parientes de la mujer, tan gran piedad sentí por
aquella pobrecilla que él, cada vez que había bebido de más, zurraba como Dios
os diga.
Dijo entonces el
fraile:
-Ahora bien, tú
me has dicho que has sido mercader: ¿has engañado alguna vez a alguien como
hacen los mercaderes?
-Por mi fe -dijo
seorCiappelletto-, señor, sí, pero no sé quiénes eran: sino que habiéndome dado
uno dineros que me debía por un paño que le había vendido, y yo puéstolos en un
cofre sin contarlos, vine a ver después de un mes que eran cuatro reales más de
lo que debía ser por lo que, no habiéndolo vuelto a ver y habiéndolos
conservado un año para devolvérselos, los di por amor de Dios.
Dijo el fraile:
-Eso fue poca
cosa e hiciste bien en hacer lo que hiciste.
Y después de
esto preguntole el santo fraile sobre muchas otras cosas, sobre las cuales dio
respuesta en la misma manera. Y queriendo él proceder ya a la absolución, dijo
seorCiappelletto:
-Señor mío,
tengo todavía algún pecado que aún no os he dicho.
El fraile le
preguntó cuál, y dijo:
-Me acuerdo que
hice a mi criado, un sábado después de nona, barrer la casa y no tuve al santo
día del domingo la reverencia que debía.
-¡Oh! -dijo el
fraile-, hijo mío, ésa es cosa leve.
-No -dijo
seorCiappelletto-, no he dicho nada leve, que el domingo mucho hay que honrar
porque en un día así resucitó de la muerte a la vida Nuestro Señor.
Dijo entonces el
fraile:
-¿Alguna cosa
más has hecho?
-Señor mío, sí
-respondió seorCiappelletto-, que yo, no dándome cuenta, escupí una vez en la
iglesia de Dios.
El fraile se
echó a reír, y dijo:
-Hijo mío, ésa
no es cosa de preocupación: nosotros, que somos religiosos, todo el día
escupimos en ella.
Dijo entonces
seorCiappelletto:
-Y hacéis gran
villanía, porque nada conviene tener tan limpio como el santo templo, en el que
se rinde sacrificio a Dios.
Y en breve, de
tales hechos le dijo muchos, y por último empezó a suspirar y a llorar mucho,
como quien lo sabía hacer demasiado bien cuando quería. Dijo el santo fraile:
-Hijo mío, ¿qué
te pasa?
Repuso
seorCiappelletto:
-¡Ay de mí,
señor! Que me ha quedado un pecado del que nunca me he confesado, tan grande
vergüenza me da decirlo, y cada vez que lo recuerdo lloro como veis, y me
parece muy cierto que Dios nunca tendrá misericordia de mí por este pecado.
Entonces el
santo fraile dijo:
-¡Bah, hijo!
¿Qué estás diciendo? Si todos los pecados que han hecho todos los hombres del
mundo, y que deban hacer todos los hombres mientras el mundo dure, fuesen todos
en un hombre solo, y éste estuviese arrepentido y contrito como te veo, tanta
es la benignidad y la misericordia de Dios que, confesándose éste, se los
perdonaría liberalmente; así, dilo con confianza.
Dijo entonces
seorCiappelletto, todavía llorando mucho:
-¡Ay de mí,
padre mío! El mío es demasiado grande pecado, y apenas puedo creer, si vuestras
plegarias no me ayudan, que me pueda ser por Dios perdonado.
A lo que le dijo
el fraile:
-Dilo con
confianza, que yo te prometo pedir a Dios por ti.
Pero
seorCiappelletto lloraba y no lo decía y el fraile le animaba a decirlo. Pero
luego de que seorCiappelletto llorando un buen rato hubo tenido así suspenso al
fraile, lanzó un gran suspiro y dijo:
-Padre mío, pues
que me prometéis rogar a Dios por mí, os lo diré: sabed que, cuando era
pequeñito, maldije una vez a mi madre.
Y dicho esto,
empezó de nuevo a llorar fuertemente. Dijo el fraile:
-¡Ah, hijo mío!
¿Y eso te parece tan gran pecado? Oh, los hombres blasfemamos contra Dios todo
el día y si Él perdona de buen grado a quien se arrepiente de haber blasfemado,
¿no crees que vaya a perdonarte esto? No llores, consuélate, que por seguro si
hubieses sido uno de aquellos que le pusieron en la cruz, teniendo la
contrición que te veo, te perdonaría Él.
Dijo entonces
seorCiappelletto:
-¡Ay de mí,
padre mío! ¿Qué decís? La dulce madre mía que me llevó en su cuerpo nueve meses
día y noche, y me llevó en brazos más de cien veces. ¡Mucho mal hice al
maldecirla, y pecado muy grande es; y si no rogáis a Dios por mí, no me será
perdonado!
Viendo el fraile
que nada le quedaba por decir al seorCiappelletto, le dio la absolución y su
bendición teniéndolo por hombre santísimo, como quien totalmente creía ser
cierto lo que seorCiappelletto había dicho: ¿y quién no lo hubiera creído
viendo a un hombre en peligro de muerte confesándose decir tales cosas? Y
después, luego de todo esto, le dijo:
-Señor
Ciappelletto, con la ayuda de Dios estaréis pronto sano; pero si sucediese que
Dios a vuestra bendita y bien dispuesta alma llamase a sí, ¿os placería que
vuestro cuerpo fuese sepultado en nuestro convento?
A lo que
seorCiappelletto repuso:
-Señor, sí, que
no querría estar en otro sitio, puesto que vos me habéis prometido rogar a Dios
por mí, además de que yo he tenido siempre una especial devoción por vuestra
orden; y por ello os ruego que, en cuanto estéis en vuestro convento, haced que
venga a mí aquel veracísimo cuerpo de Cristo que vos por la mañana consagráis
en el altar, porque aunque no sea digno, entiendo comulgarlo con vuestra
licencia, y después la santa y última unción para que, si he vivido como
pecador, al menos muera como cristiano.
El santo hombre
dijo que mucho le agradaba y él decía bien, y que haría que de inmediato le
fuese llevado; y así fue.
Los dos
hermanos, que temían mucho que seorCiappelletto les engañase, se habían puesto
junto a un tabique que dividía la alcoba donde seorCiappelletto yacía de otra
y, escuchando, fácilmente oían y entendían lo que seorCiappelletto al fraile
decía; y sentían algunas veces tales ganas de reír, al oír las cosas que le
confesaba haber hecho, que casi estallaban, y se decían uno al otro: ¿qué
hombre es éste, al que ni vejez ni enfermedad ni temor de la muerte a que se ve
tan vecino, ni aún de Dios, ante cuyo juicio espera tener que estar de aquí a
poco, han podido apartarle de su maldad, ni hacer que quiera dejar de morir
como ha vivido? Pero viendo que había dicho que sí, que recibiría la sepultura
en la iglesia, de nada de lo otro se preocuparon. SeorCiappelletto comulgó poco
después y, empeorando sin remedio, recibió la última unción; y poco después del
crepúsculo, el mismo día que había hecho su buena confesión, murió. Por lo que
los dos hermanos, disponiendo de lo que era de él para que fuese honradamente
sepultado y mandándolo decir al convento, y que viniesen por la noche a velarle
según era costumbre y por la mañana a por el cuerpo, dispusieron todas las
cosas oportunas para el caso. El santo fraile que lo había confesado, al oír
que había finado, fue a buscar al prior del convento, y habiendo hecho tocar a
capítulo, a los frailes reunidos mostró que seorCiappelletto había sido un
hombre santo según él lo había podido entender de su confesión; y esperando que
por él el Señor Dios mostrase muchos milagros, les persuadió a que con
grandísima reverencia y devoción recibiesen aquel cuerpo. Con las cuales cosas
el prior y los frailes, crédulos, estuvieron de acuerdo: y por la noche, yendo
todos allí donde yacía el cuerpo de seorCiappelletto, le hicieron una grande y
solemne vigilia, y por la mañana, vestidos todos con albas y capas pluviales,
con los libros en la mano y las cruces delante, cantando, fueron a por este
cuerpo y con grandísima fiesta y solemnidad se lo llevaron a su iglesia,
siguiéndoles el pueblo todo de la ciudad, hombres y mujeres; y, habiéndolo
puesto en la iglesia, subiendo al púlpito, el santo fraile que lo había confesado
empezó sobre él y su vida, sobre sus ayunos, su virginidad, su simplicidad e
inocencia y santidad, a predicar maravillosas cosas, entre otras contando lo
que seorCiappelletto como su mayor pecado, llorando, le había confesado, y cómo
él apenas le había podido meter en la cabeza que Dios quisiera perdonárselo,
tras de lo que se volvió a reprender al pueblo que le escuchaba, diciendo:
-Y vosotros,
malditos de Dios, por cualquier brizna de paja en que tropezáis, blasfemáis de
Dios y de su Madre y de toda la corte celestial.
Y además de
éstas, muchas otras cosas dijo sobre su lealtad y su pureza, y, en breve, con
sus palabras, a las que la gente de la comarca daba completa fe, hasta tal
punto lo metió en la cabeza y en la devoción de todos los que allí estaban que,
después de terminado el oficio, entre los mayores apretujones del mundo todos
fueron a besarle los pies y las manos, y le desgarraron todos los paños que
llevaba encima, teniéndose por bienaventurado quien al menos un poco de ellos
pudiera tener: y convino que todo el día fuese conservado así, para que por
todos pudiese ser visto y visitado. Luego, la noche siguiente, en una urna de
mármol fue honrosamente sepultado en una capilla, y enseguida al día siguiente
empezaron las gentes a ir allí y a encender candelas y a venerarlo, y
seguidamente a hacer promesas y a colgar exvotos de cera según la promesa
hecha. Y tanto creció la fama de su santidad y la devoción en que se le tenía
que no había nadie que estuviera en alguna adversidad que hiciese promesas a
otro santo que a él, y lo llamaron y lo llaman San Ciappelletto, y afirman que
Dios ha mostrado muchos milagros por él y los muestra todavía a quien
devotamente se lo implora. Así pues, vivió y murió el seorCepparello de Prato y
llegó a ser santo, como habéis oído; y no quiero negar que sea posible que sea
un bienaventurado en la presencia de Dios porque, aunque su vida fue criminal y
malvada, pudo en su último extremo haber hecho un acto de contrición de manera
que Dios tuviera misericordia de él y lo recibiese en su reino; pero como esto
es cosa oculta, razono sobre lo que es aparente y digo que más debe encontrarse
condenado entre las manos del diablo que en el paraíso. Y si así es, grandísima
hemos de reconocer que es la benignidad de Dios para con nosotros, que no mira
nuestro error sino la pureza de la fe, y al tomar nosotros de mediador a un
enemigo suyo, creyéndolo amigo, nos escucha, como si a alguien verdaderamente
santo recurriésemos como a mediador de su gracia. Y por ello, para que por su gracia
en la adversidad presente y en esta compañía tan alegre seamos conservados
sanos y salvos, alabando su nombre en el que la hemos comenzado, teniéndole
reverencia, a él acudiremos en nuestras necesidades, segurísimos de ser
escuchados.
Y aquí, calló.
CUENTO
10
EL MONJE
NARRACIÓN
CUARTA
Un monje, caído
en pecado digno de castigo gravísimo, se libra de la pena reprendiendo
discretamente a su abad de aquella misma culpa .
Ya se calla
Filomena, liberada de su historia, cuando Dioneo, que junto a ella estaba
sentado, sin esperar de la reina otro mandato, conociendo ya por el orden
comenzado que a él le tocaba tener que hablar, de tal guisa comenzó a decir:
-Amorosas
señoras, si he entendido bien la intención de todas, estamos aquí para
complacernos a nosotros mismos novelando, y por ello, tan sólo porque contra
esto no se vaya, estimo que a cada uno debe serle lícito (y así dijo nuestra
reina, hace poco, que era) contar aquella historia que más crea que pueda
divertir; por lo que, habiendo escuchado cómo por los buenos consejos de
Giannotto de Civigní salvó su alma el judío Abraham y cómo por su prudencia
defendió Melquisidech sus riquezas de las asechanzas de Saladino, sin esperar
que me reprendáis, entiendo contar brevemente con qué destreza libró su cuerpo
un monje de gravísimo castigo.
Hubo en
Lunigiana, pueblo no muy lejano de éste, un monasterio más copioso en santidad
y en monjes de lo que lo es hoy, en el que, entre otros, había un monje joven
cuyo vigor y vivacidad ni los ayunos ni las vigilias podían macerar. El cual,
por acaso, un día hacia el mediodía, cuando los otros monjes dormían todos,
habiendo salido solo por los alrededores de su iglesia, que estaba en un lugar
asaz solitario, alcanzó a ver a una jovencita harto hermosa, hija tal vez de
alguno de los labradores de la comarca, que andaba por los campos cogiendo
ciertas hierbas: no bien la había visto cuando fue fieramente asaltado por la
concupiscencia carnal.
Por lo que,
avecinándose, con ella trabó conversación y tanto anduvo de una palabra en otra
que se puso de acuerdo con ella y se la llevó a su celda sin que nadie se
apercibiese. Y mientras él, transportado por el excesivo deseo, menos
cautamente jugueteaba con ella, sucedió que el abad, levantándose de dormir y
pasando silenciosamente por delante de su celda, oyó el alboroto que hacían los
dos juntos; y para conocer mejor las voces se acercó quedamente a la puerta de
la celda a escuchar y claramente conoció que dentro había una mujer, y estuvo
tentado a hacerse abrir; luego pensó que convendría tratar aquello de otra
manera y, vuelto a su alcoba, esperó a que el monje saliera fuera.
El monje, aunque
con grandísimo placer y deleite estuviera ocupado con aquella joven, no dejaba
sin embargo de estar temeroso y, pareciéndole haber oído algún arrastrar de
pies por el dormitorio, acercó el ojo a un pequeño agujero y vio clarísimamente
al abad escuchándole y comprendió muy bien que el abad había podido oír que la
joven estaba en su celda. De lo que, sabiendo que de ello debía seguirle un
gran castigo, se sintió desmesuradamente pesaroso; pero sin querer mostrar a la
joven nada de su desazón, rápidamente imaginó muchas cosas buscando hallar
alguna que le fuera salutífera. Y se le ocurrió una nueva malicia (que el fin
imaginado por él consiguió certeramente) y fingiendo que le parecía haber
estado bastante con aquella joven le dijo:
-Voy a salir a
buscar la manera en que salgas de aquí dentro sin ser vista, y para ello
quédate en silencio hasta que vuelva.
Y saliendo y
cerrando la celda con llave, se fue directamente a la cámara del abad, y
dándosela, tal como todos los monjes hacían cuando salían, le dijo con rostro
tranquilo:
-Señor, yo no
pude esta mañana traer toda la leña que había cortado, y por ello, con vuestra
licencia, quiero ir al bosque y traerla.
El abad, para
poder informarse más plenamente de la falta cometida por él, pensando que no se
había dado cuenta de que había sido visto, se alegró con tal ocasión y de buena
gana tomó la llave y semejantemente le dio licencia. Y después de verlo irse
empezó a pensar qué era mejor hacer: o en presencia de todos los monjes abrir
la celda de aquél y hacerles ver su falta para que no hubiese ocasión de que
murmurasen contra él cuando castigase al monje, o primero oír de él cómo había
sido aquel asunto.
Y pensando para
sí que aquélla podría ser tal mujer o hija de tal hombre a quien él no quisiera
hacer pasar la vergüenza de mostrarla a todos los monjes, pensó que primero
vería quién era y tomaría después partido; y quedamente yendo a la celda, la
abrió, entró dentro, y volvió a cerrar la puerta. La joven, viendo venir al
abad, palideció toda, y temblando empezó a llorar de vergüenza. El señor abad,
que le había echado la vista encima y la veía hermosa y fresca, aunque él fuese
viejo, sintió súbitamente no menos abrasadores los estímulos de la carne que
los había sentido su joven monje, y para sí empezó a decir:
«Bah, ¿por qué
no tomar yo del placer cuanto pueda, si el desagrado y el dolor aunque no los
quiera, me están esperando? Ésta es una hermosa joven, y está aquí donde nadie
en el mundo lo sabe; si la puedo traer a hacer mi gusto no sé por qué no habría
de hacerlo. ¿Quién va a saberlo? Nadie lo sabrá nunca, y el pecado tapado está
medio perdonado. Un caso así no me sucederá tal vez nunca más. Pienso que es de
sabios tomar el bien que Dios nos manda».
Y así diciendo,
y habiendo del todo cambiado el propósito que allí le había llevado,
acercándose más a la joven, suavemente comenzó a consolarla y a rogarle que no
llorase; y de una palabra en otra yendo, llegó a manifestarle su deseo. La
joven, que no era de hierro ni de diamante, con bastante facilidad se plegó a
los gustos del abad: el cual, después de abrazarla y besarla muchas veces,
subiéndose a la cama del monje, y en consideración tal vez del grave peso de su
dignidad y la tierna edad de la joven, temiendo tal vez ofenderla con demasiada
gravedad, no se puso sobre el pecho de ella sino que la puso a ella sobre su
pecho y por largo espacio se solazó con ella.
El monje, que
había fingido irse al bosque, habiéndose ocultado en el dormitorio, como vio al
abad solo entrar en su celda, casi por completo tranquilizado, juzgó que su
estratagema debía surtir efecto; y, viéndole encerrarse dentro, lo tuvo por
certísimo. Y saliendo de donde estaba, calladamente fue hasta un agujero por
donde lo que el abad hizo o dijo lo oyó y lo vio. Pareciéndole al abad que se
había demorado bastante con la jovencita, encerrándola en la celda, se volvió a
su alcoba; y luego de algún tiempo, oyendo al monje y creyendo que volvía del
bosque, pensó en reprenderlo duramente y hacerlo encarcelar para poseer él solo
la ganada presa; y haciéndolo llamar, duramente y con mala cara le reprendió, y
mandó que lo llevaran a la cárcel. El monje prestísimamente respondió:
-Señor, yo no he
estado todavía tanto en la orden de San Benito que pueda haber aprendido todas
sus reglas; y vos aún no me habíais mostrado que los monjes deben acordar tanta
preeminencia a las mujeres como a los ayunos y las vigilias; pero ahora que me
lo habéis mostrado, os prometo, si me perdonáis esta vez, no pecar más por esto
y hacer siempre como os he visto a vos.
El abad, que era
hombre avisado, entendió prestamente que aquél no sólo sabía su hecho sino que
lo había visto, por lo que, sintiendo remordimientos de su misma culpa, se
avergonzó de hacerle al monje lo que él también había merecido; y perdonándole
e imponiéndole silencio sobre lo que había visto, con toda discreción sacaron a
la jovencita de allí, y aún debe creerse que más veces la hicieron volver.
CUENTO 10 LOS
TRES ANILLOS
Años atrás vivió
un hombre llamado Saladino, cuyo valor era tan grande que llegó a sultán de
Babilonia y alcanzó muchas victorias sobre los reyes sarracenos y cristianos.
Habiendo gastado todo su tesoro en diversas guerras y en sus incomparables
magnificencias, y como le hacía falta, para un compromiso que le había
sobrevenido, una fuerte suma de dinero, y no veía de dónde lo podía sacar tan
pronto como lo necesitaba, le vino a la memoria un acaudalado judío llamado
Melquisedec, que prestaba con usura en Alejandría, y creyó que éste hallaría el
modo de servirle, si accedía a ello; mas era tan avaro, que por su propia
voluntad jamás lo habría hecho, y el sultán no quería emplear la fuerza; por lo
que, apremiado por la necesidad y decidido a encontrar la manera de que el
judío le sirviese, resolvió hacerle una consulta que tuviese las apariencias de
razonable. Y habiéndolo mandado llamar, lo recibió con familiaridad y lo hizo
sentar a su lado, y después le dijo:
-Buen hombre, a
muchos he oído decir que eres muy sabio y muy versado en el conocimiento de las
cosas de Dios, por lo que me gustaría que me dijeras cuál de las tres
religiones consideras que es la verdadera: la judía, la mahometana o la
cristiana.
El judío, que
verdaderamente era sabio, comprendió de sobra que Saladino trataba de atraparlo
en sus propias palabras para hacerle alguna petición, y discurrió que no podía
alabar a una de las religiones más que a las otras si no quería que Saladino
consiguiera lo que se proponía. Por lo que, aguzando el ingenio, se le ocurrió
lo que debía contestar y dijo:
-Señor,
intrincada es la pregunta que me haces, y para poderte expresar mi modo de
pensar, me veo en el caso de contarte la historia que vas a oír. Si no me
equivoco, recuerdo haber oído decir muchas veces que en otro tiempo hubo un
gran y rico hombre que entre otras joyas de gran valor que formaban parte de su
tesoro, poseía un anillo hermosísimo y valioso, y que queriendo hacerlo venerar
y dejarlo a perpetuidad a sus descendientes por su valor y por su belleza,
ordenó que aquel de sus hijos en cuyo poder, por legado suyo, se encontrase
dicho anillo, fuera reconocido como su heredero, y debiera ser venerado y
respetado por todos los demás como el mayor. El hijo a quien fue legada la
sortija mantuvo semejante orden entre sus descendientes, haciendo lo que había
hecho su antecesor, y en resumen: aquel anillo pasó de mano en mano a muchos
sucesores, llegando por último al poder de uno que tenía tres hijos bellos y
virtuosos y muy obedientes a su padre, por lo que éste los amaba a los tres de
igual manera. Y los jóvenes, que sabían la costumbre del anillo, deseoso cada
uno de ellos de ser el honrado entre los tres, por separado y como mejor
sabían, rogaban al padre, que era ya viejo, que a su muerte les dejase aquel
anillo. El buen hombre, que de igual manera los quería a los tres y no acertaba
a decidirse sobre cuál de ellos sería el elegido, pensó en dejarlos contentos,
puesto que a cada uno se lo había prometido, y secretamente encargó a un buen
maestro que hiciera otros dos anillo
s tan parecidos al primero que ni él mismo,
que los había mandado hacer, conociese cuál era el verdadero. Y llegada la hora
de su muerte, entregó secretamente un anillo a cada uno de los hijos, quienes después
que el padre hubo fallecido, al querer separadamente tomar posesión de la
herencia y el honor, cada uno de ellos sacó su anillo como prueba del derecho
que razonablemente lo asistía. Y al hallar los anillos tan semejantes entre sí,
no fue posible conocer quién era el verdadero heredero de su padre, cuestión
que sigue pendiente todavía. Y esto mismo te digo, señor, sobre las tres leyes
dadas por Dios Padre a los tres pueblos que son el objeto de tu pregunta: cada
uno cree tener su herencia, su verdadera ley y sus mandamientos; pero en esto,
como en lo de los anillos, todavía está pendiente la cuestión de quién la
tenga.
Saladino conoció
que el judío había sabido librarse astutamente del lazo que le había tendido,
y, por lo tanto, resolvió confiarle su necesidad y ver si le quería servir; así
lo hizo, y le confesó lo que había pensado hacer si él no le hubiese contestado
tan discretamente como lo había hecho. El judío entregó generosamente toda la
suma que el sultán le pidió, y éste, después, lo satisfizo por entero, lo
cubrió de valiosos regalos y desde entonces lo tuvo por un amigo al que
conservó junto a él y lo colmó de honores y distinciones.