ESPACIO PARA FUTUROS ESCRITORES
Este es un espacio para tod@s
Dos estudiantes de 10C nos envian algunos escritos.
A ellas muchas gracias por motivar a los demás estudiantes a la escritura.
Se los recomiendo.
Luisa Fernanda Giraldo Quintero de 10°C les comparte el siguiente escrito, creado por ella.
El libro.
Un
mágico universo se ve postrado en un papel atado por la tinta de un esfero y
encarcelado por las líneas de aquellas hojas
que amarran todo su cuerpo a vivir allí, en un par de páginas para formar su
verdadera y propia existencia.
Es
algo inerte, que tiene vida solo si se desplazan sobre el papel seco de aquella
pasta dura, permitiendo expresar a los ojos de aquel imaginado que quiere saber
más y más.
Aquellos
cuerpos de dicho mundo observan como los movimientos entre las letras seducen
la vista de quien desplaza su pupila por su mundo, nos permiten compartir un
universo a través de la visión más allá de simples letras.
Es
escrita una pasión que rueda por los poros de quien lee, es narrada una
anécdota de quien está viendo aquel suceso, todo está dicho entre palabras
susurradas en voz alta.
Es
la vida propia, es la imaginación al cien, es el corazón acelerado porque allí
se encuentra la narración de quien lee, a veces pensó que el existía, pero vio
que él era un fantasma del olvido y de entrañables pensamientos que transcribió
su amada.
Estaba
palpando todo lo que había vivido con sus ojos, y tocaba con su alma aquellos
recuerdos que quemaban su corazón.
Anhelaba
volver a tener su guitarra en brazos y tocar las hermosas melodías que salían
entre acordes, canciones entonadas que salían con la voz quebrantada de
alegría, aquello se leía en el libro, y
el lloraba dejando caer lágrimas agudas que rompían los capítulos. Secó sus
ilusiones, suspiró y volvió a leer. Estaba con ella en el verano, disfrutando
de las hojas que caían de los árboles, dejándose lastimar del tiempo y del
polvo que al instante se hacía presente. Era perfecto y sentía que al recordar
volvía a vivir. Pensaba que había
partido de allí.
Cerró
sus ojos y volvió al mismo lugar. Aquella magia devolvió de nuevo la sonrisa a
su rostro, descubrió que su amante, su compañera y amiga había hecho la
bitácora de él mismo.
La estudiante Angie Melissa Ramírez Echeverri nos comparte dos escritos de las siguientes páginas:
El
hombre más veloz del mundo.
Podía escuchar con nitidez
el sonido apenas audible que hacia la manecilla del reloj barato colgado en la
pared a unos metros de él; clic, clac… como una serie de detonaciones
continuas, sin fin, cada vez más lentas, cada vez más pausadas, cada vez más
dolorosas. Lo miró con ansiedad, parecía burlarse de él mientras su rodilla y
la pluma que sostenía en los dedos de su mano derecha se movían cien veces más
rápido que el segundero de aquel reloj. Deseaba tanto verla y el tiempo
transcurría lento y cruel haciendo que agonizara cada minuto antes de la hora
de salida.
Caminó alrededor de la
oficina [30 minutos para salir]. Revisó por vigésima vez que sus cosas
estuvieran prontas y a la mano [29 minutos para salir]. Se detuvo frente a su
computadora y se sentó. Abrió y cerró ventanas, carpetas y programas al azar,
clic, clac. El sonido del reloj se clavaba como alfileres acerados en su piel
[28 minutos para salir]. Volvió a levantarse y se apresuró a llenar una botella
de agua para el camino. Miró a través de la ventana. Llovía [27 minutos para
salir]. Buscó tanteando su cajetilla de cigarros en el bolsillo de su pantalón.
Tomó uno con habilidad. Fumó. Por un momento, con la primer bocanada, el
golpeteo continuo de su pie contra el suelo se detuvo. Un momento después se
reanudó con más vehemencia [26 minutos para salir]. Le dio la espalda a la
ventana. El reloj en la pared lo saludó con ferocidad, clic, clac. Estúpidos
horarios. Se sentía abrumado. A kilómetros de distancia ella lo esperaría en la
terminal de autobuses de su pueblo. No podía esquivar el deseo incontrolable de
verla otra vez. Era un largo viaje, al menos 3 horas de camino [25 minutos para
salir]. Miró hacia la ventana. Las gotas de lluvia que golpeaban la ventana deformando
la vista al exterior llamaron su atención, clic, clac [24 minutos para salir].
Pensó en el tiempo y en relatividad. Volteó de nuevo hacia el reloj y dejo de
escucharlo. Tomó una decisión.
Agarro con violencia sus
cosas y forzó el apagado de la computadora. Aventó la silla de su escritorio
para abrirse paso y corrió apresuradamente por los pasillos del edificio para
checar su tarjeta de salida. Y a partir de ahí todo fue correr. Corrió por la
banqueta. Corrió por la calle. La lluvia no ponía ninguna resistencia ante su
paso veloz. Esquivó uno, dos, tres carros. No había semáforo en rojo que lo
detuviera. Corrió aún más. Las gotas de lluvia que chocaban contra él se
evaporaban al instante. Llegó al metro. Bajó casi tirándose por los escalones.
Los torniquetes tampoco pudieron aminorar su poderosa marcha, los saltó con
agilidad y corrió todavía más haciendo caso omiso del policía que iba gritando
detrás de él intentando atraparlo, como si pudiera alcanzarlo, como si
cualquier cosa viva pudiera seguirle el paso. Tenía suerte. Vio el vagón del
tren, cada vez más cerca. Era hora pico, las personas se empujaban unas a otras
tratando de entrar. No cabía ni un alma pero él tenía que entrar. Aceleró aún
más. El zumbido que anuncia el cierre del vagón inundó sus oídos. No iba a
llegar. Tenía que llegar. Aceleró el paso. Milésimas de segundo después, la
colisión más impresionante que se ha visto desde el big bang. Golpeóse con
fuerza monstruosa contra el mar de personas que bloqueaban la entrada del tren.
Los cuerpos volaban en todas direcciones, las mujeres gritaban, la sangre
salpicaba todo alrededor; el muro impenetrable había sucumbido, no obstante,
aún no conseguía entrar. Apoyó los talones contra el suelo del andén y con
poder sobrehumano empujo la montaña de carne frente a él quebrando las losas y
el concreto mismo bajo sus pies. Ladeó incluso los vagones hasta casi sacarlos
los rieles en un último intento desesperado por entrar por completo al vagón.
El tono de cierre se apagó y las puertas se cerraron detrás de él. Lo había
conseguido. Las personas estaban estupefactas y lo miraban con horror. Se
volvió sobre sí mismo y miró a través del cristal mientras el metro comenzaba a
avanzar. Entonces, se cruzó con la mirada perpleja del policía que lo
perseguía, éste, derrotado, no dejo de observarlo hasta que el tren ingresó en
el túnel.
El metro avanzó veloz. En
ninguna estación siguiente entró nadie por sus puertas. Cada vez que éstas se
abrían, las personas que esperaban en el andén se topaban con la mirada de él encendida
en llamas y retrocedían atemorizados prefiriendo esperar el siguiente tren.
Finalmente, llegó a la estación donde tenía que transbordar. Se colocó en
posición, en sus marcas; la gente a su alrededor se encogió de terror al ver su
determinación. Estaba cerca. Pronto, pronto… solo esperaba el disparo de
salida. El metro se detuvo. Un instante de paz, listos; un respiro, el ojo del
huracán...Y las puertas se abrieron, lo liberaron, ¡fuera! Nadie pudo ver con
claridad cuando salió. La onda de choque lo destruyo todo. Corrió. Corrió más
que nunca, tan rápido que el suelo se partió debajo de él. La historia se
repitió, muertos, sangre, llanto. Segundos después encontrándose ya en otro
metro hacia otra dirección. Esa noche en los noticieros locales hablarían de
él. Lo mencionarían como un lamentable fenómeno inexplicable. Explosión de un
conducto de gas en el subterráneo sería la teoría más
aceptada. Un policía retirado repetiría constantemente muchos años después: -
Yo lo vi. Intenté atraparlo. Era humano…
Cuando el tren se detuvo en
su destino, solo se vio un destello de luz. Se sintió una ráfaga de viento.
Corrió más rápido que todo. Se escuchó un estruendo cuando rompió la barrera
del sonido. Corrió aún más. El deseo de verla ponía en cada uno de sus pasos la
energía capaz de destruir el mundo 100 veces. Salió del metro. Los cristales se
rompían. Las alarmas de los autos se activaban al unísono. Las personas salían
disparadas por el aire ante la fuerza descomunal de su carrera. Llegó a la
central de autobuses. Se detuvo. A sus espaldas todo estaba destrozado. Esperó.
- Buenas tardes, ¿en qué le puedo ayudar? - dijo una voz. - Un boleto a
Tulancingo por favor, cualquier asiento junto a la ventana está bien - contestó
- Gracias.
Ya con boleto en mano, de
nuevo un halo de fuego, un destello de luz cegadora, una destrucción sin
precedentes.
Más tarde algunos políticos
con corbatas demasiado largas y trajes demasiado grises harían declaraciones.
- Los incidentes ocurridos
en la estación central de autobuses de ninguna manera están relacionados con
actos terroristas. La nación continuará por el camino de la paz y la seguridad.
Una vez a bordo del autobús
se sentó y miró por la ventanilla. Le dio curiosidad el humo que salía de la
estación, parecía que algo había ocurrido. Luego pensó en ella y se dejó
absorber por sus pensamientos. Seguía lloviendo.
El camión avanzo sin
contratiempos más allá del tráfico normal. El conductor aceleraba sin saberlo,
serpenteando entre los autos como si su vida dependiera de ello. De alguna
manera tenía la extraña y horrible sensación de que si no lo hacía de esa forma
su existencia misma corría peligro. Pasaron valles, campos, cerros y muchos
pueblos en medio de la nada. Finalmente estaba cerca.
Faltaban unas cuadras para
su destino. Se levantó con desdén. Caminó al frente del autobús y esperó a que
se detuviera. Solo pocos metros lo separaban de ella. Aun así tenía que correr,
más que en toda su vida. No podía perdonar una millonésima de segundo, no podía
hacerla esperar tanto. Lo único que tenía que hacer era llegar a la sala de
espera y ella estaría ahí. El camión se estacionó. La puerta se abrió. Contuvo
la respiración. Y entonces corrió. Corrió más que cualquier cosa. El espacio y
el tiempo se quebraron causando una ruptura en la realidad. El autobús se
desintegró detrás de él. Caos, destrucción, incluso el eje mismo de la tierra
se desvió ante tal explosión de energía tan maravillosa y descomunal. Cruzó el
pasillo, llegó al umbral y entonces la vio; paciente, tranquila, inmensa. Y el
tiempo se detuvo. Todo a su alrededor flotaba inerte absorbido en un instante
idílico. Y ella lo miró también, con sus hermosos ojos color nuez, y sus
miradas se cruzaron y se reconocieron.
Y por primera vez en todo
ese día, él sintió que se aceleraba su corazón.
Camino cerrado.
Después de mucho pensar y pensar, emprendí el viaje. Tomé aquel auto viejo del
que tanto me quejaba. Al principio no encendió, pero un par de intentos más, y
aquel motor sonaba como nuevo. Es verdad que tosía de vez en cuando, pero nunca
me había fallado. Me quejaba porque ya no me gustaba, me traía malos recuerdos,
ya no estaba acostumbrado a él, regularmente prefería caminar, antes que
subirme y bañarme con su olor, con sus recuerdos. Ese viejo auto tenía su
nombre y su apellido y, con ellos, un odio irremediable.
Con
poco dinero en la bolsa y sólo un cambio de ropa salí de ahí. Miré en diversas
ocasiones la cochera, me pedía que por favor me quedara. Las manos me temblaron
al intentar dar la vuelta, pero esta vez, mi voluntad resultaba ser más fuerte
que mi devoción, la única que podría hacerme volver. Así que no, no volví.
Tomé
el camino más complicado, pero cuando me di cuenta, ya iba en él, así que
seguí. Aquel lugar que tenía en la cabeza, me daba la promesa de la
tranquilidad que hace mucho no sentía, así que esa imagen era el único motor
para no detenerme.
Kilómetros
más adelante me detuve a cargar gas. Compré un poco de agua y algo de comer.
Sencillo y frío, pero barato. Se llenaba el tanque cuando encontré un mapa. El
mapa marcaba una desviación exactamente un kilómetro adelante y, como el camino
por el que venía no era tan seguro, seguí las indicaciones y tomé la
desviación. El camino era un poco mejor y, lo más importante, es que en teoría
me llevaría al mismo lugar y por el mismo precio. Seguí adelante y, mientras
manejaba, empecé a olvidar todos aquellos detalles que me habían llevado a
odiar tanto mi viejo automóvil. Me ilusionaba saber que con él, llegaría más
lejos, empezaría de cero.
El
mapa había servido, me había gustado, es más me sentía feliz de haberlo
encontrado pues ese camino me agradaba bastante. Me hacía sentir más cómodo, no
sé bien por qué, pero más cómodo. Sin embargo la noche me sorprendió. La
belleza del paisaje se fue perdiendo poco a poco, hasta terminar en una inmensa
y terrible oscuridad. El camino se hacía largo, pero valdría la pena. Vale la
pena esperar.
Manejé
por horas y estaba cansado. Los ojos me pesaban, el cuello me dolía, las
piernas se me entumían cada vez más seguido, hasta que no pude continuar. Me
detuve un segundo, apagué el motor, todo estaba en silencio, no se podía ver
más allá de unos diez metros, justo dónde alcanzaban a alumbrar las luces. Me
bajé del auto, prendí un cigarro, empecé a reír como loco pues apenas me daba
cuenta que no compré cigarros, me quedaban dos y, uno, ya lo estaba fumando, de
haberlo notado antes, hubiera preferido comprar mis cigarros, antes que aquella
comida sencilla, fría y barata.
Tomé
aire, me estiré un poco, caminé de nuevo hacia la puerta del coche, me metí, lo
encendí, tosió una, tosió dos, y ya no volvió a toser; se apagó. Justo cuando
empezaba a crear un vínculo con ese maldito coche, se apagó. Apagué las luces
pues, lo que menos quería era quedarme sin batería también. Salí del auto,
cerré la puerta o tal vez la azoté. Me recargué en él, volteé hacia todos lados
y nada, ahora sí estaba parado en medio de la nada. Solo, se había terminado el
dinero, me había tomado el agua, el teléfono no tenía señal, no recordaba el
último señalamiento, así que no sabía en dónde estaba, o a qué me aproximaba.
Saqué una pequeña mochila que estaba en el asiento trasero del auto, esa donde
había metido mi cambio de ropa y, me volví a salir.
Cerré
de nuevo el coche, o tal vez volví a azotar la puerta, esa puerta solía
terminar azotada. Y, ahora que recuerdo, odiaba tanto ese viejo auto, que no sé
por qué decidí confiar en él, azotar sus puertas me hacía sentir mejor. Era mi
manera de castigarlo y, a su vez castigarme por haber confiado de nuevo. Cerré
con seguro todas las puertas, como si se fueran a robar algo, no había nada
adentro que te incitara a robar, incluso el mismo auto hubiera sido deprimente
robarlo, pero aun así, lo cerré.
Tenía
pocas opciones, regresar por donde había llegado, o seguir de frente y no saber
hasta dónde llegaría el camino. Me quedé parado un segundo, miré hacia todos
lados y no había señales de algún otro automóvil, no había señales del algún
lugar cercano, no había señales de nada y, no sabía hacia dónde dirigirme.
Cansado
de tanto pensar, había tomado una decisión. Sí, admito que tardé, pero por fin,
había tomado una decisión. Metí la mano a la bolsa de mi pantalón, saqué la
cajetilla, encendí el último cigarrillo y, simplemente, empecé a caminar.
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