La soledad de la noche
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Mi coche se había descompuesto en el medio de la nada; todo cuanto me
rodeaba era un extenso camino completamente desierto. Y, encima, era domingo.
¿Quién iba a aventurarse por ese Sahara en un día de descanso? ¡Sólo yo!
Había estado lloviendo todo el camino; ahora había amainado, pero el
cielo no parecía nada amigable. No tenía alternativa: bajé del coche y comencé
a andar hacia alguna parte. No podía ver más allá de mis rodillas, pero sentía
el suelo fangoso bajo mis pies ateridos por el frío.
De pronto, escuché un chasquido en el agua a unos cincuenta metros de
mí, la escasa visibilidad no me permitía descifrar de qué se trataba, y quedé
paralizada. Deseé que el camino se convirtiera en un charco de arena movediza y
me tragara; tenía miedo de seguir, pero lo hice. Dí un paso y me detuve.
Agudicé mi vista. Nada. Otro paso. Otro. Otro. Oscuridad total… Traté de
tranquilizarme y continué mi camino.
Cuando ya comenzaba a sentir el peso del cansancio,
después de casi una hora sin ver nada, divisé en medio de las sombras una
mínima luz. “Finalmente“, me dije. Eché a correr hacia ella y golpeé
con mis nudillos la puerta de chapa.
Alguien introdujo una llave en la cerradura. La puerta comenzó a abrirse
y, ante mis ojos, apareció una joven de cabellos oscuros y mirada estrafalaria.
A mi solicitud de utilizar el teléfono respondió que, a causa de la tormenta,
la energía había “palmado” y el teléfono no funcionaba, pero que, si yo lo
deseaba, podría permanecer en su casa hasta que todo regresara a la normalidad.
Detrás de aquellos chiquitos y felinos ojos había
algo irreconocible, algo que mordía silenciosamente e intentaba quedarse con
todo lo mío. Y cuando me dijo “La soledad te va matando
lentamente” Una mezcla de tristeza y de terror se apoderó de todos
mis sentidos. No obstante, intenté sonreír y le agradecí con toda la simpatía
que me fue posible exteriorizar.
Con el paso de las horas me fui acostumbrando a su aspecto y a su débil
charla: no podía esperarse más de una mujer que vivía sola en el medio de la
nada. Cuando me ofreció de quedarme a dormir en su casa me sentí a gusto. Y
acepté que me indicara donde estaba mi dormitorio.
Encendí la luz, recorrí el pequeño territorio y me
acosté; me venía bien un descansado campestre. Pero había sido un día demasiado
malo para concluir bien. ¡Debí haberlo supuesto! Lo comprendí todo cuando vi
que sobre la mesa de luz brillaba una tarjetita que decía “Gracias por quedarte en mi casa para siempre”. Me
levanté de un salto dispuesta a desaparecer de ese cuento, pero cuando intenté
abrir la puerta escuché su voz que reía: “Te dije que la soledad es
insoportable. Menos mal que estás aquí “