El retrato
Por: Ángela Adriana
Rengifo
Un hombre que camina la ciudad para vender libros. Un gato que se
atraviesa en su camino. Una mujer vestida de rojo. Y un retrato. O dos. Este es
el cuento del mes escrito por Ángela Adriana Rengifo.
Ricardo se siente fastidiado por esa imagen. Es el afiche de una mujer
sentada sobre una mecedora en primer plano; detrás están la playa y el mar,
alcanzan a observarse alcatraces junto a unas canoas encalladas. El conjunto da
la impresión de vetustez pero al tiempo exalta lo tradicional. La mujer negra y
pelo canoso lleva puesto un vestido rojo de pepas blancas, con un cuello tipo
marinero, sujetado por una gruesa correa negra. La indumentaria o el paisaje no
son precisamente lo que inquieta a Ricardo. Es esa sonrisa que no puede
descifrar. Ella parece mirarlo a él con un dejo de sarcasmo o burla. Entonces
quisiera alejarse rápido de su vista, huir de ese cuadro ya se dijo que es un
afiche, pero lo han enmarcado, pero necesita permanecer ahí disimulando su
nerviosismo. La recepcionista ha anunciado su llegada y espera que la llamen de
nuevo para darle una respuesta. Así se la pasa desde hace varios meses. Visita
instituciones educativas, incluyendo colegios pequeños hasta universidades,
para ofrecer los libros. La empresa donde trabaja es muy reconocida. El
problema es la competencia entre los vendedores pues les pagan por comisión. A
cada uno le asignan un sector, pero no falta quien quiera transgredir el
territorio del otro. Hay que sumar el fastidio producido por los visitadores
que siempre llegan a la hora más inoportuna. Ricardo ha aprendido a armarse de
paciencia para vencer todos los obstáculos empezando por la puerta y terminando
por las actitudes hostiles de sus posibles clientes.Mientras espera, la
recepcionista le sonríe detrás de las rejas. Eso no implica necesariamente
simpatía sino un gesto aprendido de falsa cordialidad. Bajo el muro, sin que
ella ni nadie se dé cuenta, se quita uno de los zapatos para hacerse un masaje.
Puede verse la plantilla tan gastada como la suela, pronto van a encontrarse
creando un orificio que toque el suelo. Cuando devuelven la llamada a la
recepcionista, Ricardo guarda entusiasmado su pie dentro del zapato. Ella
pronto opaca su alegría pues le dice que hay una reunión muy importante y que
en ese momento no pueden atenderlo. Luego de darle las gracias, él se dispone a
marcharse. La recepcionista lo detiene un momento para regalarle un poco de
café caliente en un vaso desechable. Nuevamente le agradece y emprende su camino.
Como va tan entretenido enfriando el tinto no se fija por donde pasa y tropieza
con algo. Es un gato color blanco con una mancha marrón sobre su frente, la
única que tiene. El gato ha saltado a tiempo antes que lo pisara y se ha
quedado sentado mirándolo en espera de una especie de disculpa. Pero Ricardo
sigue concentrado en su café.No ha sido de su escogencia este trabajo. Terminó
haciéndolo en parte por la necesidad y en parte por el azar. Ocho meses atrás
estaba en un banco como cajero. Pese a que el sueldo no era el de un
profesional Ricardo se había graduado como administrador al menos estaba
sentado todo el tiempo bajo el aire acondicionado; si antes se quejaba, ahora
nota la diferencia. El asunto es que un buen día lo despacharon para las vacaciones
con la promesa de volverlo a llamar. En vista de que ese teléfono no sonaba
pero sí aumentaban las deudas del arriendo y de los servicios públicos, empezó
a enviar hojas de vida. Primero fue muy exigente con los clasificados, luego
las enviaba a cualquier parte donde pudieran aceptar a un profesional sin
experiencia en su disciplina con aproximadamente treinta y cinco años. Entonces
un amigo le contó que podía ganar jugosas comisiones vendiendo libros y lo
ayudó con una recomendación. En realidad las comisiones no eran tan jugosas,
apenas alcanzaba para cancelar sus deudas y comprar comida. Se culpaba a sí
mismo por su inexperiencia, guardaba la esperanza de que más adelante le fuera
mejor.Una de las cosas que más lo motiva es su novia Lina, de un poco más de
veinte años. Mientras trabajó en el banco ella parecía muy enamorada porque
aceptaba con agrado sus invitaciones para ir a bailar o a comer. Fue difícil el
cambio cuando se quedó sin empleo y los domingos por la tarde se convirtieron
en aburridas visitas en la casa de ella que empezaban con el almuerzo y
terminaban con la comida. La situación empeoró al reconocer los mal disimulados
esfuerzos de Lina para excusar que no pudiera atenderlo: estaba enferma o tenía
mucho por estudiar. Eso hizo imperativo conseguir un nuevo trabajo y aunque no
le alcanzaba el dinero hacía lo imposible por llevarla a pasear. Hasta que una
tarde ella le dijo que no iría a ninguna parte con él si no compraba primero un
nuevo par de zapatos. Ese sería su primer propósito apenas lograra una
comisión, sin imaginar que Lina ya recibía llamadas de hombres mucho más
jóvenes que él y con capacidad de satisfacer sus gustos.Otra vez se encuentra
frente a una ventanilla con rejas. Detrás está sentada la recepcionista, una
mujer de unos cuarenta años que lleva puestas unas gafas casi en la nariz y
quien en lugar de sonreírle como la otra, lo mira de reojo. Mientras espera ser
anunciado, Ricardo se detiene a observar la decoración del lugar. También está
allí. Parece que todos se han puesto de acuerdo en colgar esa imagen que tanto
le desagrada: la mujer burlándose de él como anticipándole un nuevo rechazo.
Para evitar esa sensación, Ricardo vuelve a mirar a la recepcionista pero ella
le devuelve su gesto reclamando con sus ojos la privacidad. Suena el teléfono,
cree escuchar regaños por la línea. Ricardo comprueba sus sospechas al escuchar
también de su boca una respuesta agria. Después disimula dando las gracias y
entonces tropieza con algo. Ese instante le parece repetido. Es un gato color
blanco con una mancha marrón sobre su frente, la única que tiene. El gato ha
saltado a tiempo antes que lo pisara y se ha quedado sentado mirándolo en
espera de una especie de disculpa. Ricardo se agacha para acariciarle la
cabeza.Soledad suspira apenas cruza la puerta que da hacia la playa. Su vestido
rojo de pepas blancas hace un hermoso contraste con el azul del mar. A cierta
distancia pueden verse unos turistas aficionados con la cámara fotográfica.
Ella ha terminado de hacer el almuerzo y la casa despide un olor a comida como
invitando a los convidados. Se sienta en la mecedora del antejardín para
observar la gente que pasa. En ese momento va el cacharrero con su mula cargada
de cosas que pueden gustarle tanto a niños como a viejos. A Soledad le llama la
atención el cuadro de un hombre acariciando un gato. Por el vestuario se ve que
es de ciudad, únicamente lo hace ver mal un par de zapatos muy viejos. Soledad
sonríe al terminar de pronunciar estas palabras: Qué pesar, es un muchacho
hasta bien parecido
.La autoraÁngela Adriana Rengifo Correa. Nace en Cali, el 4
de junio de 1984. Licenciada en Literatura y Magíster en Literaturas Colombiana
y Latinoamericana de la Universidad del Valle. Primer lugar II Concurso
Latinoamericano y XVI Universitario Nacional de Cuento Corto 2003 Universidad
Externado de Colombia, con el minicuento Casualidad. En el 2005 obtiene su
segundo premio: Jorge Isaacs Colección de Autores Vallecaucanos categoría
cuento, con su libro Jitanjáfora publicado por la Gobernación del Valle del
Cauca. En el 2008 ocupó el segundo lugar en el Concurso Nacional de Cuento
Leopoldo Berdella, organizado por la Asociación Cultural El Túnel, de
Montería, con el cuento Metamorfosis. Actualmente se desempeña como docente
en la Universidad del Valle