CON LA TELA DE UN GUANTE
Solía
salir sin motivo a mi balcón
justo a la hora en la que mi vecina regaba,
vestida con la tela de un guante.
A veces al volverse dentro me miraba
y yo hacía el gesto pero
ni sacaba la lengua ni ladraba.
Me despertó un mediodía
que se había llegado a mi puerta.
Vestida con la tela de un guante
y falta de sal en su despensa.
Le dije que en seguida, que esperase,
y al momento cuánto lo lamentaba.
Ella se fue sin darle importancia
caminando sin prisa entre mirillas
y puertas entreabiertas,
que curiosamente a su paso se cerraban.
Corrí
al Más y no era para menos,
y ya tuve sal cuando vino por azúcar,
y tuve azúcar cuando vino por harina,
y harina un día que me pidió vino,
y vino un día que me pidió preservativos.
Le dije ¡sólo tengo uno!
como si fuera el corazón lo que me hubiera pedido,
un sólo condón casi caducado en un bolsillo,
pero ella aceptó compartirlo.
Y
aquel día se tomó varias noches,
y mis manos supieron
que sin hilos o telajes
es más fácil tener abrigo.
Primero
fue un día que no vi que regara
y pensé que era yo que había confundido la hora.
Luego fueron las flores secas,
el polvo sobre las macetas.
Y luego aquel hombre colgando
un cartel de “se alquila” en la barandilla.
Las habladurías la echaron del bloque.
Me dijo, al verme vagar por mi balcón
como un perro sin dueño y sin horario.
Un
frío entre mis dedos me llevó por las aceras
hasta que quedó en ellas mi idea de volver a verla.
Ahora
escupo a los pies de las viejas en el parque
y les rompo las bolsas al salir del supermercado,
y les quito el bastón en mitad de los semáforos.
Ahora sí les voy a dar una historia
con la que envejecer hablando a todas esas beatas del vecindario.