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martes, 12 de diciembre de 2017

CON LA TELA DE UN GUANTE -FRANCISCO JAVIER MARTÍNEZ LÓPEZ

CON LA TELA DE UN GUANTE


Solía salir sin motivo a mi balcón
justo a la hora en la que mi vecina regaba,
vestida con la tela de un guante.
A veces al volverse dentro me miraba
y yo hacía el gesto pero
ni sacaba la lengua ni ladraba.

Me despertó un mediodía
que se había llegado a mi puerta.
Vestida con la tela de un guante
y falta de sal en su despensa.
Le dije que en seguida, que esperase,
y al momento cuánto lo lamentaba.
Ella se fue sin darle importancia
caminando sin prisa entre mirillas
y puertas entreabiertas,
que curiosamente a su paso se cerraban.

Corrí al Más y no era para menos,
y ya tuve sal cuando vino por azúcar,
y tuve azúcar cuando vino por harina,
y harina un día que me pidió vino,
y vino un día que me pidió preservativos.
Le dije ¡sólo tengo uno!
como si fuera el corazón lo que me hubiera pedido,
un sólo condón casi caducado en un bolsillo,
pero ella aceptó compartirlo.

Y aquel día se tomó varias noches,
y mis manos supieron
que sin hilos o telajes
es más fácil tener abrigo.

Primero fue un día que no vi que regara
y pensé que era yo que había confundido la hora.
Luego fueron las flores secas,
el polvo sobre las macetas.
Y luego aquel hombre colgando
un cartel de “se alquila” en la barandilla.
Las habladurías la echaron del bloque.
Me dijo, al verme vagar por mi balcón
como un perro sin dueño y sin horario.

Un frío entre mis dedos me llevó por las aceras
hasta que quedó en ellas mi idea de volver a verla.


Ahora escupo a los pies de las viejas en el parque
y les rompo las bolsas al salir del supermercado,
y les quito el bastón en mitad de los semáforos.
Ahora sí les voy a dar una historia
con la que envejecer hablando a todas esas beatas del vecindario.

viernes, 20 de octubre de 2017

Y DIOS ME HIZO MUJER- GIOCONDA BELLI

                           

                                             Y DIOS ME HIZO  MUJER

                                                     GIOCONDA BELLI


Imagen recuperada de :https://www.google.com.co/search?q=IMAGENES+DE+MUJERES+POESIA

Y Dios me hizo mujer,

de pelo largo,
ojos,
nariz y boca de mujer.
Con curvas
y pliegues
y suaves hondonadas
y me cavó por dentro,
me hizo un taller de seres humanos.
Tejió delicadamente mis nervios
y balanceó con cuidado
el número de mis hormonas.
Compuso mi sangre
y me inyectó con ella
para que irrigara
todo mi cuerpo;
nacieron así las ideas,
los sueños,
el instinto.
Todo lo que creó suavemente
a martillazos de soplidos
y taladrazos de amor,
las mil y una cosas que me hacen mujer todos los días
por las que me levanto orgullosa
todas las mañanas
y bendigo mi sexo.

LA TABLA PERIÓDICA - MIGUEL SERRANO LARRAZ



LA TABLA PERIÓDICA
                                            MIGUEL SERRANO LARRAZ





Ésta es la única fotografía que tengo con mi padre. Mi padre es el hombre que aparece a la izquierda de la imagen, de rodillas. La gorra la llevaba siempre (para ocultar las heridas luminosas de la frente), pero no los guantes: se los puso para poder plantar el árbol que se ve entre sus manos, el olivo. Yo soy, por supuesto, el niño que hay a la derecha de la imagen. Tenía cinco años. Era la primera vez que veía a mi padre tan de cerca, de ahí la inmovilidad. Mi madre aprovechó el momento para sacar la fotografía. Unos segundos después, mi padre se dio cuenta de que yo estaba allí y comenzó a gritarme para que me alejara de él.

Al fondo se ve la casa. Algo más atrás está el cobertizo. Nos mudamos en diciembre del 76, dos años antes del momento de la fotografía y sólo unas pocas semanas después de que a mi padre le diagnosticaran la enfermedad. Yo tenía entonces tres años. Me sometieron a una multitud de análisis para asegurarse de que no me había contagiado. Mi padre propuso marcharse, alejarse de nosotros. Mi madre le dijo que era un egoísta y un cobarde, que no podía negarme su presencia, al menos en los años que la enfermedad le permitiera. Mi padre acabó aceptando, pero puso como condición que nunca me acercara a él a menos de quince metros. Sabía que la intensidad de la radiación descendía exponencialmente con la distancia. Quince metros, según le dijeron, era una barrera espacial más que razonable. 

El cobertizo estaba detrás de la casa, a cincuenta metros. Yo nunca entré, ni siquiera después de su muerte. A veces me acercaba, cuando él aún vivía, fingiendo cualquier juego desordenado. En algún momento, sin embargo, empezaba a notar un frío que me subía por las piernas, y empezaba a llorar. Entonces mi padre decidió plantar el olivo, para marcar el punto del que se me prohibía pasar. Eso lo he sabido después. Entonces me dijo que plantaba un árbol para que creciera conmigo, y para que me acordase siempre de él, de mi padre, cuando ya no estuviera. Me lo dijo desde lejos, gritando. Siempre hablábamos así. Plantó el olivo justo en el punto medio entre la casa y el cobertizo.

Mi padre todavía aguantó tres años, el último de ellos en un hospital. No fui a verlo: la habitación, al parecer, era demasiado pequeña. Escribía cartas en las que preguntaba por el árbol y me pedía que fuese bueno con mamá. Después murió. Dejó dispuesto que se dibujara una raya en el suelo, a quince metros del nicho. No se trataba de una recta, sino de un arco de circunferencia. Cuando íbamos al cementerio, nos colocábamos encima de la línea, mi madre y yo. En cierto modo, esta frontera hacía que el recuerdo de él fuera más exacto y más completo. En el año noventa y seis a mamá se le empezó a caer el pelo y desapareció. Viví con la tía Concha durante unos años, hasta que fui a la universidad. La tía, a veces, me pasaba la mano por la mejilla. Yo trataba de rehuir ese contacto mínimo.

En dos mil seis recibí una carta de la empresa que gestionaba el cementerio. Al parecer, el nicho de mi padre no había sido comprado, sino alquilado, por veinticinco años. Como único familiar vivo, me correspondía a mí volver a alquilar el espacio (por tramos de diez años), o adquirirlo en propiedad. Las otras opciones eran: 

a) permitir que los restos pasaran a una fosa común (con la carta se adjuntaba el impreso correspondiente a esta opción: imaginé que se elegía con frecuencia);

b) hacerme cargo personalmente de los restos. 

Decidí optar por esto último. La ley exigía que un familiar estuviera presente cuando se extrajera el ataúd y se comprobara que el cadáver seguía allí. Cuando llegué había dos hombres: un trabajador, vestido con un mono azul lleno de manchas de cemento, y un representante legal de algún tipo, tal vez un funcionario, con traje y corbata (negros). Firmé unos papeles apoyado en una carpeta. Después abrieron la tapa del ataúd. El cuerpo de mi padre, como yo ya había imaginado, estaba intacto. No recordaba haberlo visto nunca de tan cerca. Su piel tenía un aspecto mineral. Me pareció que sonreía. Me alivió comprobar que no lo habían enterrado con la gorra. Parecía otro.

Dos días después me entregaron las cenizas en una urna. Decidí regresar a la casa de mi infancia y dejarlas allí. Ese mismo domingo cogí un tren, a las ocho de la mañana. Llegué a la casa a mediodía. Todo era igual que en mis recuerdos, o que en aquella fotografía. El cobertizo, al fondo, me pareció muy pequeño, casi ridículo, y me pregunté cómo se las habría apañado mi padre para vivir allí tanto tiempo. Me arrodillé junto al olivo, a la izquierda de la imagen, donde mi padre también se había arrodillado una vez, y retiré la tapa de la urna. Eché algunas cenizas sobre la palma de mi mano desnuda. Tenían un color plateado y luminoso. Desprendían una luz tenue. Estaban calientes. Me sentí feliz. Volqué la urna y extendí las cenizas alrededor del olivo, junto a la base, y mi mano brillaba. Después coloqué mi frente contra el tronco, cerré los ojos y metí los dedos en la tierra, que me pareció húmeda, a pesar de que hacía siglos que no llovía en aquella zona.


Miguel Serrano Larraz es un escritor, poeta, filólogo y traductor afincado en Zaragoza. Licenciado en Ciencias Físicas y Filología hispánica, se dio a conocer como escritor con el libro de relatos Órbita.​​ 


martes, 3 de octubre de 2017

UN CUENTO AL DÍA SECCIÓN ANDRÉS NEUMAN




Publicado por: Carlos in Andrés NeumanCuentos
El lunes sueña con la cita. El martes se entusiasma pensando que se acerca. El miércoles comienza el nerviosismo. El jueves es todo preparativos, revisa su vestuario, va a la peluquería. El viernes lo soporta como puede, sin salir de su casa. El sábado, por fin, se echa a la calle con el corazón rebosante. Durante toda la mañana del domingo llora sin consuelo. Cuando nota que vuelve a soñar, ya es lunes y hay trabajo


Publicado por: Carlos in Andrés NeumanCuentos
A Violeta le sobran esos dos kilos que yo necesito para enamorarme de un cuerpo. A mí, en cambio, me sobran siempre esas dos palabras que ella necesitaría dejar de oír para empezar a quererme.


Me gusta que no hagamos las cosas que no hacemos. Me gustan nuestros planes al despertar, cuando el día se sube a la cama como un gato de luz, y que no realizamos porque nos levantamos tarde por haberlos imaginado tanto. Me gusta la cosquilla que insinúan en nuestros músculos los ejercicios que enumeramos sin practicar, los gimnasios a los que nunca vamos, los hábitos saludables que invocamos como si, deseándolos, su resplandor nos alcanzase.
Me gustan las guías de viaje que hojeas con esa atención que tanto te admiro, y cuyos monumentos, calles y museos no llegamos a pisar, fascinados frente a un café con leche. Me gustan los restaurantes a los que no acudimos, las luces de sus velas, el sabor por venir de sus platos. Me gusta cómo queda nuestra casa cuando la describimos con reformas, sus sorprendentes muebles, su ausencia de paredes, sus colores atrevidos. Me gustan las lenguas que quisiéramos hablar y soñamos con aprender el año próximo, mientras nos sonreímos bajo la ducha. Escucho de tus labios esos dulces idiomas hipotéticos, sus palabras me llenan de razones. Me gustan todos los propósitos, declarados o secretos, que incumplimos juntos. Eso es lo que prefiero de compartir la vida. La maravilla abierta en otra parte. Las cosas que no hacemos.



Me llamo Marcos. Siempre he querido ser Cristóbal.
No me refiero a llamarme Cristóbal. Cristóbal es mi amigo; iba a decir el mejor, pero diré que el único.
Gabriela es mi mujer. Ella me quiere mucho y se acuesta con Cristóbal.
Él es inteligente, seguro de sí mismo y un ágil bailarín. También monta a caballo y domina la gramática latina. Cocina para las mujeres. Luego se las almuerza. Yo diría que Gabriela es su plato predilecto.
Algún desprevenido podrá pensar que mi mujer me traiciona: nada más lejos. Siempre he querido ser Cristóbal, pero no vivo cruzado de brazos. Ensayo no ser Marcos. Tomo clases de baile y repaso mis manuales de estudiante. Sé bien que mi mujer me adora. Y es tanta su adoración, que la pobre se acuesta con él, con el hombre que yo quisiera ser. Entre los gruesos brazos de Cristóbal, mi Gabriela me aguarda desde hace años con los brazos abiertos.
A mí me colma de gozo tanta paciencia. Ojalá mi esmero esté a la altura de sus esperanzas, y algún día, muy pronto, nos llegue el momento. Ese momento de amor inquebrantable que ella tanto ha preparado, engañando a Cristóbal, acostumbrándose a su cuerpo, a su carácter y sus gustos, para estar lo más cómoda y feliz posible cuando yo sea como él y lo dejemos solo.



Andrés Neuman. (Buenos Aires, 1977). Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Granada, donde ha sido profesor de literatura hispanoamericana.Colaborador en diferentes medios culturales como el suplemento cultural ABCD las artes y las letras del diario ABC (España), en la Revista Ñ del diario Clarín (Argentina) y en El País. Su blog Microrréplicas está considerado como uno de los mejores en lengua española.(...)
Tomado de http://www.cervantes.es/bibliotecas_documentacion_espanol/creadores/neuman_andres.htm



sábado, 10 de junio de 2017

ESTORBAR de / GUSTO - Javier Gm


Yo también  dibujé corazones con flechas en las libretas, 
en las paredes, cortezas de pino,
detrás de las puertas en los váteres del bar,
y cómo no, 
en los propios brazos
(algunos con gotitas de sangre que se derramaba hasta el codo)
y ahora que esto me ha venido a la cabeza, me doy cuenta
de lo estúpidos que fuimos, 
en vez de  coger un libro o haber ido al grano,
hacíamos el indio, 
pintamos en la piel los símbolos premonitorios
de lo que aun hoy sigue siendo

una de las mayores derrotas.

Tomado de: García, Javier. ESTORBAR de/GUSTO. Pliegos de la palabra. Ed Babilonia. España. 2013. p. 23.

BEATRIZ- LA POLUCIÓN- MARIO BENEDETTI

Beatriz, la polución

[Cuento - Texto completo.
Tomado de http://ciudadseva.com/texto/beatriz-la-polucion/
Mario Benedetti

Dijo el tío Rolando que esta ciudad se está poniendo imbancable de tanta polución que tiene. Yo no dije nada para no quedar como burra pero de toda la frase sólo entendí la palabra ciudad. Después fui al diccionario y busqué la palabra imbancable y no está. El domingo, cuando fui a visitar al abuelo le pregunté qué quería decir imbancable y él se ríó y me explicó con buenos modos que quería decir insoportable. Ahí sí comprendí el significado porque Graciela, o sea mi mami, me dice algunas veces, o más bien casi todos los días, por favor Beatriz por favor a veces te pones verdaderamente insoportable. Precisamente ese mismo domingo a la tarde me lo dijo, aunque esta vez repitió tres veces por favor por favor por favor Beatriz a veces te pones verdaderamente insoportable, y yo muy serena, habrás querido decir que estoy imbancable, y a ella le hizo gracia, aunque no demasiada pero me quitó la penitencia y eso fue muy importante. La otra palabra, polución, es bastante más difícil. Esa sí está en el diccionario. Dice, polución: efusión de semen. Qué será efusión y qué será semen. Busqué efusión y dice: derramamiento de un líquido. También me fijé en semen y dice: semilla, simiente, líquido que sirve para la reproducción. O sea que lo que dijo el tío Rolando quiere decir esto: esta ciudad se está poniendo insoportable de tanto derramamiento de semen. Tampoco entendí, así que la primera vez que me encontré con Rosita mi amiga, le dije mi grave problema y todo lo que decía el diccionario. Y ella: tengo la impresión de que semen es una palabra sensual, pero no sé qué quiere decir. Entonces me prometió que lo consultaría con su prima Sandra, porque es mayor y en su escuela dan clase de educación sensual. El jueves vino a verme muy misteriosa, yo la conozco bien cuando tiene un misterio se le arruga la nariz, y como en la casa estaba Graciela, esperó con muchísima paciencia que se fuera a la cocina a preparar las milanesas, para decirme, ya averigüé, semen es una cosa que tienen los hombres grandes, no los niños, y yo, entonces nosotras todavía no tenemos semen, y ella, no seas bruta, ni ahora ni nunca, semen sólo tienen los hombres cuando son viejos como mi padre o tu papi el que está preso, las niñas no tenemos semen ni siquiera cuando seamos abuelas, y yo, qué raro eh, y ella, Sandra dice que todos los niños y las niñas venimos del semen porque este liquido tiene bichitos que se llaman espermatozoides y Sandra estaba contenta porque en la clase había aprendido que espermatozoide se escribe con zeta. Cuando se fue Rosita yo me quedé pensando y me pareció que el tío Rolando quizá había querido decir que la ciudad estaba insoportable de tantos espermatozoides (con zeta) que tenía. Así que fui otra vez a lo del abuelo, porque él siempre me entiende y me ayuda aunque no exageradamente, y cuando le conté lo que había dicho tío Rolando y le pregunté si era cierto que la ciudad estaba poniéndose imbancable porque tenía muchos espermatozoides, al abuelo le vino una risa tan grande que casi se ahoga y tuve que traerle un vaso de agua y se puso bien colorado y a mí me dio miedo de que le diera un patatús y conmigo solita en una situación tan espantosa. Por suerte de a poco se fue calmando y cuando pudo hablar me dijo, entre tos y tos, que lo que tío Rolando había dicho se refería a la contaminación atmosférica. Yo me sentí más bruta todavía, pero enseguida él me explicó que la atmósfera era el aire, y como en esta ciudad hay muchas fábricas y automóviles todo ese humo ensucia el aire o sea la atmósfera y eso es la maldita polución y no el semen que dice el diccionario, y no tendríamos que respirarla pero como si no respiramos igualito nos morimos, no tenemos más remedio que respirar toda esa porquería. Yo le dije al abuelo que ahora sacaba la cuenta que mi papá tenía entonces una ventajita allá donde está preso porque en ese lugar no hay muchas fábricas y tampoco hay muchos automóviles porque los familiares de los presos políticos son pobres y no tienen automóviles. Y el abuelo dijo que sí, que yo tenía mucha razón, y que siempre había que encontrarle el lado bueno a las cosas. Entonces yo le di un beso muy grande y la barba me pinchó más que otras veces y me fui corriendo a buscar a Rosita y como en su casa estaba la mami de ella que se llama Asunción, igualito que la capital de Paraguay, esperamos las dos con mucha paciencia hasta que por fin se fue a regar las plantas y entonces yo muy misteriosa, vas a decirle de mi parte a tu prima Sandra que ella es mucho más burra que vos y que yo, porque ahora sí lo averigüé todo y nosotras no venimos del semen sino de la atmósfera.
FIN

domingo, 7 de mayo de 2017

AMIGAS DE PENSIONADOS Villiers de L’Isle Adam


Amigas de pensionado

[Cuento - Texto completo.]
Villiers de L’Isle Adam
tomado de . http://ciudadseva.com/texto/amigas-de-pensionado/

A Octave Maus
Nada sirve de nada. Y, ante todo, no hay nada.
Sin embargo, todo llega, pero esto es indiferente.
-Théophile Gautier

Hijas de padres ricos, Félicienne y Georgette ingresaron, siendo muy niñas aún, en el célebre pensionado de la señorita Barbe Désagrémeint.
Allí -aunque las últimas gotas del destete humedecieran todavía sus labios-, las unió pronto una amistad profunda, basada en su coincidencia respecto a las naderías sagradas del tocado. De la misma edad y de un encanto de la misma índole, la paridad de instrucción sabiamente restringida que recibieron juntas consolidó su afecto. Por otra parte, ¡oh misterios femeninos!, al punto e instintivamente, a través de las brumas de la tierna edad, habían sabido que no podían hacerse sombra.
De clase en clase, no tardaron en advertir, por mil detalles de sus modales, la estima laica en que se tenían ellas mismas y que habían heredado de los suyos: lo indicaba la seriedad con que comían sus rebanadas de pan con mantequilla de la merienda. De modo que, casi olvidadas de sus familias, cumplieron dieciocho años casi simultáneamente, sin que ninguna nube hubiese nunca turbado el azul de su mutua simpatía, que, por otra parte, daba solidez a la exquisita terrenalidad de sus naturalezas, y por otro, idealizaba, si podemos decirlo, su “honradez” de adolescentes.
Bruscamente, habiendo la Fortuna conservado su deplorable carácter versátil, y como no existe nada estable en este mundo, ni siquiera en los tiempos modernos, sobrevino la Adversidad. Sus familias, radicalmente arruinadas en menos de cinco horas por La Gran Quiebra, tuvieron que sacarlas rápidamente del pensionado, donde, por lo demás, la educación de ambas señoritas podía considerarse como terminada.
Se trató en seguida de casarlas, por medio de anuncios, como supremo recurso, el único arriesgado, sin demasiada locura, en aquella desgracia. Se ponderaron, en tipografía diamantina, sus “cualidades del corazón”, lo atractivo de sus figuras, su gentileza, sus estaturas, incluso su sensatez y sus inclinaciones caseras. Hasta se llegó a imprimir que sólo les gustaban los viejos. No se presentó ningún partido.
¿Qué hacer? ¿Trabajar? Perspectiva poco seductora y de incómoda práctica. Es verdad que Georgette demostraba cierta tendencia hacia la confección; y, por lo que atañe a Félicienne, algo la empujaba hacia la enseñanza. Pero se hubiera requerido lo imposible, a saber: esos primeros gastos de útiles y de instalación, gastos que (¡siempre topando con esa bribona de Adversidad!) sus padres sólo podían permitirse en sueños. Fatigadas de la lucha, las dos muchachas, como sucede demasiado a menudo en las grandes ciudades, una noche, por primera vez, se retrasaron… hasta las doce y media del día siguiente.
Entonces empezó la vida galante: fiestas, placeres, cenas, amores, bailes, carreras y estrenos. Sólo veían a sus familiares para hacerles pequeños servicios, proporcionarles entradas de teatro gratuitas o algo de dinero.
En medio de aquel torbellino de polvo dorado, y aunque sus nuevas ocupaciones las obligaban por conveniencia a vivir separadas, Félicienne y Georgette debían fatalmente encontrarse. Sí, era inevitable. Pues bien, su amistad, lejos de atenuarse a causa de ese cambio de vida, se hizo más estrecha. En efecto, en medio del vértigo del mundo, es agradable poder solazarse, de vez en cuando, con algo puro y honrado, y ese algo lo obtenían, entre ellas, por el sencillo cambio mutuo de una mirada de otros tiempos cargada de inocentes recuerdos de su infancia en la Institución Désagrémeint, noble y casta ilusión cuyo inalienable tesoro afianzaba su simpatía.
La impresión que sacaban con esta respectiva mirada les procuraba -por su contraste y a voluntad- una dulzona melancolía en la que ambas saboreaban por lo menos un resabio de aquella estima laica que les era innata. En una palabra, cada una sentía “que no eran las primeras llegadas”.
Una y otra, como es de rigor, habían escogido desde el principio lo que se llama un “amigo del corazón”, esa cosa sagrada sita en un lugar más alto que todas las cuestiones venales. Cuando se tienen muchos adquirientes, ¡es tan dulce descansar, recobrarse en alguien gratuito! En verdad, ni Georgette ni Félicienne -sobre todo ésta- se sentían muy apegadas a esos preferidos, los cuales en el fondo no eran más que una especie de contrabandistas mezclados de proxenetas. Pero, bien considerado todo, aquellos dos jóvenes de los bulevares, con su elegancia útil, conferían a nuestras inseparables amigas un sello de debilidad atractiva que completaba su seductora morbidez. Un “amigo del corazón”, en efecto, coloca de nuevo en la opinión a toda mujer de costumbres un poco libres. Se oye decir: “¡Cómo! ¿Todavía estás con fulanito de tal?” Y se contesta: “¡Qué quieres! ¡Lo amo!”, lo cual demuestra que, después de todo, una no es de madera. En fin, el “amigo del corazón” es, desde el punto de vista moral, para una mujer ligera de cascos, lo mismo que, por lo que respecta a lo físico, un “hombre guapo” con el cual una se pasea del brazo: forma parte del tocado.
Luego sucedió que -por uno de esos azares que surgen al final de las cenas tan frecuentes en la vida mundana- Georgette fue acompañada a su casa, de madrugada, por el joven Enguerrand de Testevuyde (el “amigo del corazón” de Félicienne), el cual recaló en el domicilio de la joven hasta la hora del aperitivo, circunstancia, claro está, que fue relatada a Félicienne aquella misma tarde, gracias a los buenos oficios de amigas de confianza.
La conmoción que Félicienne experimentó tuvo como primera consecuencia un síncope. Cuando volvió en sí, no dijo nada, pero su tristeza era honda. No acababa de hacerse a la idea de lo ocurrido. ¿Cómo era posible que su única amiga, su otro yo, le hubiese, a sabiendas, arrebatado, no uno de esos señores, sino aquel que era sagrado? El ultraje de aquella inesperada perfidia le parecía tan absurdo, tan inmerecido, tan despreciable, que no merecía su cólera. Y luego no podía comprender que Georgette, incluso impulsada por un histérico enloquecimiento, se hubiese decidido a hacer tabla rasa a la vez de su amistad y del tesoro común de los refrescantes recuerdos que ambas perdían a causa de una riña irreparable. Félicienne se sentía rodeada de un vacío atroz, donde se hundió hasta la infidelidad de Enguerrand. Renunciando a comprender sus amores, cerró la puerta a ambos, sin explicación, porque no le gustaba el escándalo. Y la vida continuó para ella, lejos de aquella pareja de sombras.
La primera vez, por ejemplo, que se volvieron a ver en el Bosque de Bolonia, Félicienne, más que fría, estuvo glacial.
Ambas iban en coche, solas, como es de suponer, en medio de la hilera de carruajes, en la Avenida de las Acacias.
Félicienne miró fijamente, sin saludarla, a su antigua amiga, la cual, ¡cosa extraña!, le sonreía con la encantadora franqueza de otros tiempos. Desconcertada por la actitud de Félicienne, Georgette la miró a su vez con sus bellos ojos límpidos y un aire de asombro tan sincero, que Félicienne se sintió conmovida. ¿Pero cómo hablar con ella delante de la gente? Era necesario reprimirse. Los dos vehículos se cruzaron. Eso fue todo.
Se encontraron, una y otra vez, en algunas cenas. Ciertamente, en tales ocasiones, Félicienne procuraba no dejar traslucir su resentimiento. Sin embargo, Georgette, habituada a las inflexiones de voz de su amiga, no la reconocía y parecía no comprender el motivo de aquella helada reserva.
-Pero, ¿qué te pasa, Félicienne?
-¿A mí? Nada. Estoy como de costumbre.
Decentemente, Georgette no podía ir más lejos, no podía transformar la cena en explicación. A la larga, la vida va hoy tan rápidamente, la despreocupada inconsciencia es tan grande, son tantas las diversiones -y siempre se encontraban rodeadas de gente-, que una y otra, durante más de cuatro meses, se contentaron con resumir, en casa, cada día, con algunos suspiros acompañados de uno o varios furtivos sollozos la pena compleja que ese súbito entibiamiento causaba a sus sensibles corazones y que, por una indolencia sin nombre, no se tomaban la molestia de esclarecer. En realidad, ¿a dónde las hubiera conducido una “explicación”?
Ésta tuvo lugar, sin embargo. Fue después de una función de circo. Ambas estaban solas en un salón particular de un cabaret nocturno, donde esperaban, en silencio, a unos señores.
-En fin -dijo, de repente, Georgette, con lágrimas en los ojos-, ¿quieres decirme, sí o no, qué tienes contra mí? ¿Por qué me causas esta pena, de la que sé bien que tú debes sufrir también?
-¡Oh, puedes quedarte con tu Enguerrand, quiero decir con el señor de Testevuyde! -contestó Félicienne, con sequedad-. En realidad, ya no me interesaba. Pero hubieras podido escoger mejor o prevenirme de que te gustaba. Yo hubiera avisado. No se roba a una amiga el amante de su corazón. Que yo sepa, no he tratado de robarte a tu Melchior.
-¿Yo? -dijo Georgette, con ojos de gacela sorprendida-. ¿Que yo te he robado… y que éste es el motivo…?
-¡No lo niegues! -contestó desdeñosamente Félicienne-. Lo sé. Estoy segura, ¡vaya!, de las cuatro primeras noches que le concediste.
-¡Y hasta podrías decir seis! -replicó sonriendo Georgette-. ¡Fueron seis en total!
-¿De veras? ¿Y por un capricho tan efímero has arruinado nuestra amistad? ¡Te felicito!
-¿Un capricho, yo, y por tu amante? -dijo Georgette en tono plañidero, levantando los ojos al cielo-. ¿Y me has creído capaz de tal perfidia después de quince años de amistad? ¡O estás loca o eres mala!
-Entonces, ¿qué significa tu conducta, a fin de cuentas? ¿Te burlas, pues, de mí?
-¿Mi conducta? ¡Pero si es muy sencilla, mi conducta! ¡Vaya, creo que te empeñas adrede en no comprender!
-¡Está bien, señorita! -dijo Félicienne, levantándose, muy digna-. No me gustan las burlas y le dejo el campo libre.
-¡Pero…! -gritó inocentemente Georgette, llorando-, pero es que… ¡me ha pagado!
Al oír estas palabras, Félicienne se estremeció y se volvió con el rostro resplandeciente de una súbita alegría que hizo centellear el terciopelo de su vestido.
-¡Caramba, Georgette! -exclamó-. ¿Y no me lo escribiste en seguida?
-¡Diablo! ¿Podía yo pensar que tú no habías adivinado, que sospechabas? ¿Sabía yo por qué me ponías mala cara? ¡Pídeme perdón, inmediatamente, por haber pensado que podía traicionarte, mala… bestia! ¡Y besa a tu Georgette!
Ésta se encontraba entre los brazos de su amiga, que ahora la contemplaba con ternura. Ambas cambiaron de nuevo, finalmente, aquella mirada de otros tiempos en la que la estima laica de ellas mismas era evocada en medio de miles de recuerdos de la Institución Désagrémeint.
Orgullosa, Félicienne volvía a encontrar a su amiga siempre digna de ella.
Un poco confusas del malentendido que las había desunido un instante, se estrechaban la mano, sin pronunciar vanas palabras.
Acto continuo, mientras esperaban a aquellos señores, Félicienne pidió una tarjeta postal y escribió al señor Testevuyde para decirle que regresara a su lado y, al mismo tiempo, para informarle que había sido víctima de las malas lenguas. El referido caballero, que al principio se había mostrado ofendido, tuvo el buen gusto de no mantener su rigor ni un minuto más contra su querida Félicienne, la cual, al día siguiente, hacia las dos, en su casa, no dejó de regañarlo por su mala conducta:
-¡Ah, señor! -le dijo, enojada, amenazándolo con el dedo-. ¿Es verdad, pues, que gasta usted todo su dinero con las rameras?
FIN

MÁS CUENTOS DE VILLIERS DE L’ISLE ADAM


miércoles, 11 de enero de 2017

La mano - Federico Garrido



LA MANO
 FEDERICO GARRIDO (ESPAÑA)
Tomado de: http://www.alegsa.com.ar/Literatura/texto.php?id=33&pag=1


Había visto muchas veces aquella hermosa mano, siempre jugueteaba con ella en las tardes lluviosas de otoño, y mientras el viento lacerante soplaba en la calle, yo acariciaba con suavidad la mano, su mano. Su piel era tan suave, pálida y aterciopelada, y me pasaba horas recorriendo las líneas de la palma o el contorno de las venas con la punta de mis dedos. En ocasiones la cubría totalmente, y la besaba, porque sabía que le gustaba, mis labios no dejaban de humedecer los estilizados dedos y toda la mano. Era simplemente ella, la mano, y ahora mismo la recuerdo sentado en esta celda.

Me viene a la mente como si todavía la tuviera, y solo con recordar su piel, oh su piel , me estremezco, pero aquí no puedo pensar. Ya no sé que va a ser de mí, porque aunque estoy condenado a muerte ya estoy muerto, pues sin ella, sin mi mano, no soy nada, y me diluyo coma el viento en la mañana. como la lluvia en el desierto. No soy nada. Mi mano... Si por algo más que un amor, otros como yo mataron, y destruyeron, y realizaron actos de increíble crueldad, ¿qué no haría yo por esa mano?

Pero... ya lo hice, y por ello me pudro en esta oscuridad malsana. Mi vida no tiene sentido, y escribo estas últimas palabras en la sucia pared de mi celda, como el incompleto testamento de un hombre enamorado. Pero, Dios del Cielo, ¿es pecado amar una mano, y asesinar por tenerla? Ya se acercan los carceleros y ya llega mi hora...me reuniré con la mujer a la que corté la mano y asesiné solo por amor...por su mano...la mano...

La chica de la cámara de fotos Fernando José Palacios León

La chica de la cámara de fotos

recuperado de http://www.encuentos.com/cuentos-para-adolescentes/la-chica-de-la-camara-de-fotos/
Cuando regresé del trabajo había una carta en el buzón. Reconocí la letra con alegría, sabía que no tendría remitente, para que así no pudiera contestarle.
Me senté en la cama dejando el sobre a mi lado, siempre me hacía ilusión recibir cartas suyas, era emocionante ver los folios doblados cubiertos de letras que me dirían algo, era como caminar por la playa y encontrar en la orilla del mar una botella con un mensaje dentro.
Su caligrafía era dura e incorregible, pésima y complicada, transmitía un inmenso desorden emocional, no respetaba los márgenes y había fragmentos en los que la punta del bolígrafo atravesaba la hoja.
Sin embargo, el contenido de su correspondencia era completamente distinto, como si fuese capaz de reflejar su propia alma en un espejo, como esos lagos que invitan a caminar a la mirada sobre la tersura de su superficie, siendo una parte más del cielo.
“Llevo años escribiendo un libro, todavía no sé cuándo lo terminaré, siquiera si tiene algún final. Es algo muy extraño, la gente suele pensar que al hecho de escribir le rodea un halo de magia o de misterio. No es para nada así. No hay nada de mágico en encontrar un momento de soledad, prepararme un café, sentarme en un abandonado silencio, poner música, siempre Mahler y siempre el adagietto de la quinta sinfonía en Do sostenido menor para saber por dónde empezar, quitarme el reloj de pulsera, dejarlo a un lado del ordenador. Y el vértigo, cada vez más acuciado y ensordecedor, de abrir el Word y no saber lo que voy a encontrar de mí mismo allí dentro. Y la tarde detrás de la ventana, y la noche deshaciendo el azul, y tantas veces el amanecer, los coches que se marchan calle abajo, las conversaciones, el traqueteo de una maleta con ruedas sobre la acera, la algarabía de unos niños camino del colegio.
He escrito en tantas casas, en tantas ciudades diferentes, en tantos países y a tantas edades, ha entrado tanta gente en la habitación mientras lo hacía. Una madre, un hermano, un amigo, una llamada de teléfono, un timbrazo en el portero automático, una mujer. Me desanimo al pensar que no concluiré jamás la historia y que he vuelto a borrar un montón de páginas que ya no me decían nada, quizá porque la persona que las escribió ya no existe, porque he cambiado, porque de una página a otra me han pasado demasiadas cosas.
Me apena cuando tengo que dejar morir a un personaje, por accidente o en una solitaria habitación de hospital, que en el fondo es lo mismo, o que el amor dure siempre tan poco. A veces, cuando me siento culpable, rescato a algunos personajes, les doy una vida más pequeña en otro cuento, les escribo algún poema sin que nadie lo sepa. Creo que Dios hizo algo parecido conmigo.
Y me pregunto el porqué de tanto tiempo a solas, el porqué de tanta ausencia necesaria. Cuando pienso en el resto de personas del mundo, con sus vidas, con su ir y venir de allá para acá, con sus planes de futuro, sus muebles y sus casas a plazos, hablando de trabajo, de política o de fútbol, no entiendo cómo pueden vivir sin la escritura, sin la lectura al menos.
O a lo mejor es que, en el fondo, no me comprendo a mí mismo y los cuestiono para defenderme. No importa, termino regresando aquí. Pero ellos, cuando se enteran, hacen preguntas. ¿Cuántos ejemplares has vendido? ¿Con qué editorial lo publicaste? ¿Cuánto dinero has ganado? Suelo sonreír lastimosamente, dar tres o cuatro explicaciones, cambiar de tema, mientras anhelo regresar al adagietto o al Riders on the Storm.
En realidad te escribo porque hoy he visto a una chica haciendo fotos a la ciudad y me he quedado mirándola, ella se ha llevado la cámara al pecho al cruzarse nuestras miradas. Supongo que lo trasnochado de mi rostro le ha infundido miedo y pensaba que fuera a robársela, yo iba camino de la compra y el frío me empujaba a caminar rápido. Ella no sabía que me recordaba a otra mujer. Ella no sabía que iba a formar parte de esta carta, quizá me haya tirado una foto de espaldas o puede ser que haya dejado de hacer fotos por un rato.
¿No te parece increíble? Hacía cuatro grados bajo cero y ella estaba allí tratando de captar un instante, escribiendo con la luz, tratando de encajar la mirada en un encuadre asomada a un puente. ¿Crees que se merece un personaje en el libro o una vida pequeña? ¿Cómo debería llamarla? O mejor dejarlo así, mejor la chica de la cámara de fotos”.
Fin
Fernando José Palacios León