CUENTO
LA GUACA
HÉCTOR ABAD FACIOLINCE
TOMADO DE: http://www.hectorabad.com/la-guaca/
Cuando
mi esposa volvió a enamorarse de su viejo amor, el fotógrafo, y se fue a vivir
con él por El Retiro, yo me tuve que quedar solo con los niños. Ella no llamaba
ni venía casi nunca, y pasaban meses enteros sin que supiéramos de ella. Los
niños lloraban mucho al principio, sobre todo María Isabel, la menor, pero a
Juan Esteban, el mayor, le fue entrando una rabia parecida a la mía, que lo
llevaba a levantar los hombros cada vez que le mencionaban a la mamá. Ella se
fue alejando, tanto de la ciudad como de nuestros pechos, hasta que todos en la
casa terminamos refiriéndonos a ella, no con su nombre, que olvidamos, sino con
un apelativo más lejano y más justo: la difunta. Yo a ella, a la difunta, no la
culpaba del todo por su decisión; ella había querido al fotógrafo desde antes
de casarse conmigo, y desde la adolescencia habían planeado que algún día se
irían a vivir al campo. Ahora habían realizado su sueño de vida agreste y
vivían en esa finca sin teléfono en las afueras de El Retiro, al lado de una quebrada,
con caballos y vacas y conejos. Pescaban truchas, paseaban los perros, y se
bastaban tanto el uno al otro que casi nunca bajaban a Medellín.
Después del primer estupor del
abandono, que me dejó medio loco por semanas, aunque más herido en el orgullo
que en el amor, yo me fui acomodando, y a los meses me sentía muy contento de
vivir solo con los niños. Contento, pero también preocupado, porque con los
horarios del periódico la vida diaria se me volvió imposible. Por un lado,
todos los días tenía que despertarlos a las seis para que tuvieran tiempo de
bañarse antes de que pasara el bus del colegio, y yo casi nunca podía acostarme
antes de la una porque en un día bueno cerrábamos la edición a medianoche, y en
los días difíciles el turno se prolongaba hasta más tarde, a veces hasta las
dos o las tres de la madrugada. Había noches en que dormía menos de tres horas
y después, en el periódico, no era capaz de hacer nada bien y a veces me
quedaba dormido encima del escritorio. Yo no tenía que llegar temprano al
periódico, podía llegar a las diez o a las once de la mañana, pero me
angustiaba también que los niños llegaran solos por la tarde, al salir del colegio,
aunque tres veces a la semana venía una empleada, y los otros días venía mi
mamá. Lo que pasa es que el periódico es una esclavitud, con turnos de ocho
días sin fines de semana, con horarios de doce o trece horas, sin tiempo para
estar con los hijos ni revisarles las tareas ni verlos crecer, sin siquiera un
minuto para cortarles las uñas.
Las casas, además, se van cayendo
cuando no hay una mujer que las gobierne, y de mes en mes mi casa estaba más
sucia, más triste, más desordenada. La comida era pésima, había goteras, el
timbre no sonaba, la cocina olía a grasa, las matas se secaron. Un desastre.
Por todo esto, y porque ya era seguro que la difunta no iba a resucitar, yo le
propuse a mi mamá que viviéramos juntos, que compráramos un apartamento grande
entre los dos y así ella podía ayudarme más tiempo con los niños, y podíamos
dividir todos los gastos, y hasta pagar una muchacha fija que ayudara en los
oficios. Mi madre es una señora viuda, jubilada, de más de setenta años, pero
fuerte y activa todavía. La idea de vivir otra vez con el hijo, y sobre todo la
idea de pasar toda la semana con los nietos, la llenó de un entusiasmo juvenil
entre edípico y maternal.
Lo primero que hicimos fue poner en
venta la casa donde yo vivía con los niños, por el Estadio, y tuvimos mucha
suerte porque un constructor había comprado la casa de al lado y quería también
la nuestra para poder levantar un edificio. La vendí bien y puse la plata en el
banco mientras mi mamá vendía también su apartamento y juntábamos el capital
para comprar algo más grande y mejor entre los dos. Mientras ella vendía, nos
acomodamos todos allá, en el apartamentico de ella, por La Floresta, pero como
tenía apenas un cuarto, los niños y yo tuvimos que apeñuscarnos en la sala,
entre muebles, colchones, cajas de ropa, juguetes y útiles del colegio. Fuera
de eso yo había cometido el error, para atenuarles la falta de mi esposa, de
comprarles un perro, y entonces éramos cuatro los que teníamos que dormir en el
mismo espacio, a veces entre olores que se me hace innecesario describir.
Vivíamos muy estrechos, pero menos infelices que antes y con la esperanza de
una nueva casa en la que cada uno tendría su cuarto, y en la que todos
esquivaríamos la soledad.
Yo mismo vi el aviso en el periódico.
Me llamó la atención porque el anuncio era más grande de lo habitual, y hablaba
de una urgencia por motivo de viaje al exterior. Además recibían alguna
propiedad de menor valor como parte de pago. Ofrecían un apartamento enorme,
casi de trescientos metros cuadrados, en una loma alta por El Poblado arriba, y
por una cifra que parecía como del Estadio, el barrio más modesto donde
nosotros habíamos vivido siempre. Llamé a la inmobiliaria, les informé lo que
podía darles de contado, el apartamento que teníamos para entregar como parte
de pago, y por teléfono la cosa les sonó. Esa misma tarde fui a ver la
propiedad, una Unidad Cerrada con uno de esos nombres absurdos
hispano-colombianos que ponen por aquí: Guaduales del Guadalquivir. El
apartamento era demasiado para nosotros, en todos los sentidos: demasiado
grande, demasiado lujoso, de una ostentación excesiva. Yo tenía un Mazdita
verde lora, que a mí me parecía una finura, pero ni me imaginaba los carrazos
que había allá parqueados, puras burbujas blindadas y jeeps metalizados. La
Unidad tenía piscina, además, y zona de juegos, parque, sauna, jacuzzi, pista
para trotar, todo eso. Lo increíble es que el precio era tan bueno que yo no
tenía que encimar mucho; bastaba que hiciera una hipoteca pequeña, de menos de
veinte millones, y la compra se podía hacer. Al otro día, un sábado, fuimos a
verlo con mi mamá y con los niños, y todos estábamos felices porque jamás
habíamos ni soñado con poder vivir en un sitio tan amplio y tan lujoso. No es
que el apartamento fuera de buen gusto: los pisos eran todos de mármol, de
pared a pared, un mármol verde oscuro, frío y brillante como la lápida de una
tumba. En los techos había molduras de yeso con adornos barrocos pintados en un
dorado de gusto peor que regular; los grifos de los baños eran cisnes inmensos
bañados en oro, y los sanitarios, más que inodoros, parecían tronos. El cielo
raso del cuarto principal era un mosaico cursi-erótico de espejos que yo ya no
tendría con quién usar, y en el vestier, al lado, había también una gran caja
fuerte empotrada, que se podía camuflar detrás de los vestidos y donde nosotros
no teníamos nada que guardar, ni joyas heredadas, ni ahorros ni cubiertos de
plata ni acciones de Coltejer.
El lunes llamamos para decir que
estábamos interesados y nos dieron una opción mientras yo me ponía a hacer
vueltas en el banco para que me prestaran, sobre una hipoteca, los dieciocho
millones que nos quedaban faltando. Todo salió muy rápido y llegó el día en que
teníamos que ir a firmar la promesa de compraventa. Esa vez nos recibió el
gerente de la inmobiliaria, nos hizo pasar a su despacho, nos ofreció café y
gaseosa, hasta me preguntó si no querría un whisky, y luego empezó a hablar.
Que él quería ser muy franco con nosotros, nos dijo. Que todo era legal, que no
había ningún inconveniente, pero que el apartamento tenía un problemita, un
problema menor, en realidad, pero que él no quería que un periodista (y me
miraba a los ojos) y menos que una señora mayor (y aquí miraba a mi mamá) fuera
a comprar las cosas sin saberlo todo.
Ustedes
recordarán que entre el 92 y el 93, después de que Pablo Escobar se escapó de
su propia cárcel, la Catedral, se desató en Medellín una guerra a muerte entre
la gente del Cartel, la de Escobar, y un grupo clandestino que se llamaba los
Pepes (perseguidos por Pablo Escobar), que eran una especie de confusa
mezcolanza entre servicios de seguridad del Estado, la CIA, la DEA, los
notables, los paramilitares, algunos informantes del Cartel de Cali, o mejor
dicho hasta el Putas, como se dice aquí. En esos años, uno tras otro, habían
ido cayendo todos los cuadros de la organización de Escobar, desde sus abogados
hasta los especialistas en comunicaciones, desde los choferes y los mayordomos
hasta los jefes de seguridad y los sicarios a su servicio. Pues bueno, nos
informó el señor de la inmobiliaria, el apartamento que ustedes van a comprar,
era propiedad del mayor de los hermanos Foronda, Carlos Mario Foronda Zuluaga,
mejor conocido en el ambiente mafioso como Pistoloco.
Él, reconoció el gerente, había sido el jefe de sicarios de Escobar, y pocos
meses después de que Pablo se escapara de la Catedral, en el 92, había sido
asesinado por los Pepes ahí mismo, en Guaduales del Guadalquivir, en el
apartamento que nosotros queríamos comprar. La viuda de Foronda, Katia Moreno,
era una ex modelo que en el pánico de las semanas sucesivas se había tenido que
ir a vivir a Buenos Aires, a las carreras, y ahora estaba vendiendo, a precio
de huevo, todo lo que le había correspondido de herencia por su marido muerto:
fincas de recreo, haciendas, casas, apartamentos, carros, caballos, cuadros del
maestro Ramón Vásquez, de Manzur y de Guayasamín…
Mi mamá y yo
nos asustamos un poco con la noticia, pedimos otro día para pensarlo mejor y
consultar. Mientras ella consultaba con un abogado de confianza, y averiguaba
con él detalles sobre la ley de extinción de dominio, la que expropia
propiedades de narcotraficantes, que quizás nos podría afectar, yo iba a
estudiar el caso de Pistoloco en los archivos del periódico. Por el
lado de mi mamá, resultó que era muy improbable lo de la expropiación. Según el
abogado el riesgo era mínimo, y comprarle a la modelo no era siquiera una falta
moral. Eso nos dijo.
Yo por mi
parte encontré, en distintos periódicos de enero del 93, alguna información. Lo
del asesinato de Foronda había sido en realidad una masacre, y bastante
macabra. Aprovechando que estaban en fiestas de fin de año, el mismo 31 de
diciembre del 92, poco antes de las doce de la noche, llegaron al condominio
Guaduales del Guadalquivir, tres automóviles blindados seguidos por tres motos.
Después de inmovilizar al portero de la Unidad, unos quince hombres bajaron de
los carros y de las motos, subieron hasta el piso trece del edificio, tumbaron
de un almadanazo la puerta del penthouse de Pistoloco,
inmovilizaron a las catorce personas que allí se hallaban reunidas (en plena
rumba de fin de año y en honda borrachera del tipo sentimental), las hicieron
tender boca abajo, les amarraron las manos con alambres y procedieron a
ultimarlas una por una con un tiro en la nuca y otro en el abdomen. Entre los
muertos, además de Pistoloco,
había cinco modelos de una reconocida casa de desfiles de Medellín, todas
menores de veinte años, tres músicos integrantes del trío Los Únicos de
Envigado, cuatro amigos o guardaespaldas del mismo Pistoloco, ninguno de los
cuales alcanzó a reaccionar, y un niño de once años, identificado como Wílmar
Foronda Moreno, al parecer hijo de un matrimonio prematuro de Pistoloco con una mujer que no se hallaba
presente en la fiesta de año nuevo. La madre de este niño se llamaba, según el
periódico, Katia Moreno, ex modelo, y era la misma que ahora tenía a su nombre
la escritura del apartamento. Lo único que el gerente no nos había dicho era el
número de muertos que había habido en el apartamento. Nada se sabía sobre la
identidad de los asesinos, salvo que eran los Pepes, y lo único que el portero
declaró es que dos de ellos, al salir, estaban discutiendo sobre la muerte del
menor. “¿Por qué mataste al niño, güevón?” decía uno. Y, según el portero, el
otro Pepe le contestó: “No se puede dejar vivos a los hijos, porque esos,
cuando crecen, son los que lo matan a uno después.”
Claro que a mí
no me gustó lo que había sucedido en ese apartamento, pero ya había pasado
mucho tiempo, casi dos años, y a la gente las cosas se les van olvidando. Yo no
soy de los que cree en sitios salados, y menos en fantasmas. Un apartamento
como ese valía más de doscientos millones y a nosotros nos lo estaban dejando por
ciento cuarenta. La gente tiene agüeros y cuando uno quiere vender algo así,
sobre todo si tiene afán, toca bajar el precio. ¿Ustedes qué habrían hecho? Eso
lo discutimos mi mamá y yo toda la noche, qué hacer, aceptar o no aceptar,
comprar o no comprar. El cambio era muy bueno, de La Floresta a El Poblado. En
la madrugada resolvimos que sí, que lo comprábamos de todas maneras, sin
contarles, claro, nada a los niños de lo que había pasado allí. Por el dinero
que teníamos no podíamos conseguir nada mejor, difícilmente podríamos tener
algo tan cómodo; ese apartamento era hasta más de lo que necesitábamos para
vivir, y si algún día, años después, lo quisiéramos vender, quién se iba a
acordar siquiera de que alguna vez había existido un tipo al que le decían Pistoloco. Cerramos los ojos y
nos metimos en la compra. Lo único que quedaba de los catorce muertos era,
sobre el mármol verde de la sala, algunos bordes despicados en el piso, y un
montón de pequeños orificios mal remendados con masilla teñida. Encima de todo
eso pusimos un tapete de flores, y no lo pensamos más.
Cuando nos mudamos, los primeros
meses, la vida práctica se nos hizo mucho más fácil, mis hijos se adaptaron de
inmediato al lugar, no había tarde que no bajaran a la piscina, prendían el
sauna aunque no aguantaran ni un minuto adentro, y cuando se aburrían montaban
en ascensor. Los fines de semana que yo no iba al periódico pasábamos horas
jugando con raquetas en el jardín. La difunta llamaba como mucho cada mes. Un
matrimonio con la propia madre tiene sus ventajas. Hay menos celos y mayor
libertad; el amor y la conveniencia no son contradictorios, en este caso; es
saludable para la psicología de los niños y para la salud mental de la persona
mayor. Nos adaptamos muy bien a la Unidad, donde lo único que desentonaba era
mi carrito verde lora, que por el momento y con el sueldo del periódico no
podía ni pensar en cambiarlo. De hecho todo marchó sin contratiempos durante
más de seis meses, hasta que sucedió el episodio por el que ahora somos otros,
no sé si mejores o peores, pero otros.
Todo empezó un domingo por la mañana,
después de la circunstancia más banal. Mi hija, al volver de bañarse en la
piscina, se había lavado el pelo y quería usar el secador en mi baño, el de la
alcoba principal. Al conectar el secador al enchufe (que nunca habíamos usado
hasta ese día), éste no funcionó. Yo, que tengo espíritu de todero y cuando se
tapan los lavamanos sirvo de plomero, y cuando hay un corto circuito me
improviso electricista, empecé a desmontar el enchufe para revisar la
instalación. La sorpresa inicial fue más bien una pequeña curiosidad, una
sensación de extrañeza que se volvió asombro. Detrás de la tapa del enchufe, en
lugar de los alambres consabidos, había un doble fondo. Debajo del enchufe se
desprendía una tablita de madera, pintada igual que la pared. Al quitar la
tabla, al fondo, se veía la cerradura de una caja fuerte, con llave. Era
rarísimo. Cuando nos habían hecho entrega del apartamento, además de las llaves
de todas las puertas y del ascensor, nos habían entregado también la clave de
la caja fuerte, que abrimos y estaba vacía, por supuesto, pues la ex modelo se
había llevado todas sus pertenencias a Argentina. Habíamos vuelto a cerrar esa
caja, vacía, que a gente como nosotros no nos servía para nada. Nadie nos había
hablado de otra caja fuerte secreta. Probé la misma clave de la caja fuerte
externa, y funcionó, era igual, pero por el pequeño orificio que dejaba la
abertura detrás del enchufe, solamente se podía meter el brazo. Metí la mano
hasta el fondo y lo primero que saqué fue un papel. Parecía un naipe con la
foto de un señor. Yo al mirarlo creí que era Drácula y me imaginaba que había
algún secreto ahí, implementos para algún rito satánico o cosas así. Miré por
detrás del naipe y ví que tenía la oración del Padre Marianito, beato reciente
de Santa Madre Iglesia. Volví a meter la mano y lo que salió fue un escapulario
y otra estampita, esta vez del Señor Caído de Girardota. Insistí, moviendo la
mano en la oscuridad. Al tacto se distinguían varios paquetes pequeños,
forrados en plástico. Saqué uno. Yo no sabía bien qué era eso, nunca había
visto nada así, era como una pequeña tableta de chocolate, pero pesaba mucho,
era dorada. Me quité los anteojos y leí las letras diminutas. En un troquelado minúsculo
decía 24K, decía 101,3 gr. Mi corazón se aceleró. Metí la mano otra vez. Había
varias montañitas bien apiladas de estos pequeños lingotes de oro, todos de
distinto peso, aunque todos entre 98 y 103 gramos. Saqué algunos; eran muy
parecidos, pero no los conté. Yo estaba solo en el baño, en cualquier momento
entraría María Isabel a preguntarme si ya había arreglado el enchufe. Tiré
adentro los lingotes que había sacado, las estampas del padre Marianito y del
Señor Caído, cerré la caja fuerte, acomodé lo mejor que pude la tabla de
tríplex (ahora no era perfecta, se veían los bordes) y puse otra vez el enchufe
apretando los dos tornillos con el destornillador. Las manos me estaban
temblando y mi respiración parecía la de uno que acaba de llegar de trotar. No
quería que los niños se enteraran de nada. María Isabel se secó y alisó el pelo
en el cuarto de ella y cuando los niños, al fin, salieron al jardín, llamé a mi
mamá y le conté el hallazgo. Volví a quitar el enchufe, la tablita, abrí la
caja fuerte con la clave que me sabía de memoria, metí la mano y ya no saqué
las estampas; le mostré las pastillas solamente.
La reacción de los dos era, al mismo
tiempo, de miedo y entusiasmo, de júbilo y pecado. Era una sensación a medias
entre el robo y el golpe de suerte. Era como ganarse la lotería. A los dos se
nos salían gritos de alegría y de incredulidad. Volví a meter la mano, más
hacia el fondo, con el brazo hasta el hombro. Había paquetes de consistencia
muy distinta. Saqué uno. Era un fajo delgado de dólares, cien billetes de cien
dólares, bien empacados con una banda de papel en la mitad. Yo no lo podía ni
creer. Hacíamos cuentas mentales, cien por cien, es un cien más dos ceros, o
sea diez mil, y diez mil dólares, en esos días, eran como quince millones de pesos.
Metí la mano y empecé a sacar fajos y más fajos, entre los que a veces salía
enredado algún lingote. Las sumas y las cifras crecían en la cabeza,
enloquecidas, como fuegos artificiales. Yo sentí un vértigo, como lo que se
siente desde la parte más alta de la rueda de Chicago. Sacaba y sacaba montones
de fajos, pero al tacto se percibía que había aún muchos más. En ese momento
sonó el timbre y los volvimos a meter precipitadamente en el mismo sitio. Yo
nunca había tenido miedo de que me robaran nada (¿qué me iban a robar?), pero
antes de abrir la puerta miré bien por el ojo mágico para estar seguro de que
fueran mis hijos, que volvían del jardín, y no algún ladrón. Cuando entraron,
por primera vez desde que vivíamos ahí, le di vuelta a la llave y puse la
cerradura de arriba, la de seguridad.
2
Nunca nadie
entendió, en el periódico, qué había pasado con Carlos Mario Yepes, el editor
de Nación, a quien un día de abril de 1995 se lo tragó la tierra. Después de un
período muy duro, cuando lo dejó su mujer, había vuelto a ser feliz. Había
comprado con doña Ana, su madre, un apartamentazo por El Poblado arriba, y allá
vivía feliz, como un rico, con ella y con los niños, hasta que un día, como por
arte de magia, desapareció, se lo tragó la tierra. A mediados de abril, unos
seis o siete meses después de haberse mudado de casa, no volvió al periódico, y
toda la familia desapareció. Ni sus compañeros de trabajo ni sus mejores amigos
sabían nada. La policía inspeccionó el apartamento, pero no encontró ninguna
cosa que llamara la atención, ningún indicio, ni el más mínimo rastro que
explicara su partida. Nunca volvió a saberse nada de ellos en todo Medellín: ni
en Guaduales del Guadalquivir, ni en el colegio de los niños, ni en la
parroquia donde oía misa la mamá, ni en el periódico, ni en ningún pueblo o
ciudad del país. Tanto en el periódico, como en Medellín, se insinuó que la
desaparición del periodista, de sus hijos, y de su señora madre, podía tener
alguna relación con el asesinato de Pistoloco. Ese apartamento tenía
algo, debía estar salado, y ahí seguiría para siempre como un sepulcro vacío,
con las puertas cerradas. Se pensó, se dijo y se publicó que tal vez su
desconcertante final tendría alguna relación con los sucesos sanguinarios del
famoso penthouse. Sólo ahora, más de diez años después, se puede revelar el
paradero de sus cuentas, de sus cuerpos e incluso de sus almas.
La casa tiene tres plantas y se
levanta en las armoniosas colinas que se asoman al Lago de Ginebra. La ciudad
se llama Montreux y es célebre, entre otras cosas, porque allí se realiza uno
de los más prestigiosos festivales de jazz del mundo, y porque aquí vivió la
última parte de su vida, en una suite del Hotel Palace, el gran escritor ruso
Vladimir Nabokov. La colina, en esta parte del lago, mira al costado
meridional, lo que hace que la casa sea menos fría en invierno, y llena de una
luz paradisíaca en los meses más cálidos del año. Cerca de allí hay viñedos,
queserías, castillos, museos, teatros. Una mansión así, en ese sitio, con esa
situación, no te la muestran por menos de un millón y medio de dólares.
Según documentos auténticos, los
ocupantes de la casa, y legítimos dueños, se llaman Carlo Tomasinelli, un señor
cincuentón, y Anna Olivieri, una ancianita de más de ochenta años, aunque vivaz
todavía. Con ellos viven dos adolescentes, hijos de él, nietos de ella, en edad
escolar, que asisten a los últimos años del colegio público de Montreux. El
padre y la abuela, a pesar de sus nombres, no hablan ni una palabra de
italiano. Tampoco saben alemán, y su francés es torpe y elemental. Unos cuantos
monosílabos y algunos sustantivos de la vida práctica. Los muchachos, en
cambio, dominan el francés, el alemán, y se burlan en toda ocasión de los
mayores, que en la vida familiar conversan siempre en antioqueño. Son dos niños
alegres, Isabella y Stephan, aunque quizá un poquito más morenos que la mayoría
de sus compañeros suizos, exceptuando hindúes y africanos.
Don Carlo y doña Anna están acodados a
la amplia terraza que mira al apacible lago de Ginebra. “¿Qué es lo que más te
gusta de Suiza?” le pregunta el hijo a la madre, y ella contesta: “La
limpieza.” “¿Y lo que menos?” “Lo mismo, la limpieza.” Suspiran. Se quedan
callados. Del interior de la casa sale una música exótica para estas tierras:
vallenatos.
Héctor Joaquín Abad
Faciolince (Medellín, 1 de
octubre de 1958) es un
escritor y periodista colombiano, mejor conocido por sus libros Angosta, que obtuvo en abril de 2005 en China el
premio a la mejor novela extranjera,1 y El olvido que seremos, sobre la vida y asesinato de su padre Héctor Abad Gómez, que fue otorgado el premio Casa de América
Latina de Portugal por el libro como mejor obra latinoamericana y el Premio
Wola-Duke en Derechos Humanos. Además ha recibido un Premio Nacional de Cuento,
una Beca Nacional de Novela (1994) y dos Premios Simón Bolívar de Periodismo de
Opinión (1998 y 2006).