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lunes, 3 de octubre de 2016

LA NOCHE DE LOS FEOS - MARIO BENEDETTI

La noche de los feos

[Cuento - Texto completo.]
Mario Benedetti
tomado de:http://ciudadseva.com/texto/la-noche-de-los-feos/

1
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
“¿Qué está pensando?”, pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
“Un lugar común”, dijo. “Tal para cual”.
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.
“Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?”
“Sí”, dijo, todavía mirándome.
“Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida.”
“Sí.”
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
“Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo.”
“¿Algo cómo qué?”
“Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad.”
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
“Prométame no tomarme como un chiflado.”
“Prometo.”
“La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?”
“No.”
“¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?”
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
“Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca.”
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
“Vamos”, dijo.
2
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.
FIN

LA GUACA HÉCTOR ABAD FACIOLINCE

CUENTO
LA GUACA
HÉCTOR ABAD FACIOLINCE
TOMADO DE: http://www.hectorabad.com/la-guaca/
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Cuando mi esposa volvió a enamorarse de su viejo amor, el fotógrafo, y se fue a vivir con él por El Retiro, yo me tuve que quedar solo con los niños. Ella no llamaba ni venía casi nunca, y pasaban meses enteros sin que supiéramos de ella. Los niños lloraban mucho al principio, sobre todo María Isabel, la menor, pero a Juan Esteban, el mayor, le fue entrando una rabia parecida a la mía, que lo llevaba a levantar los hombros cada vez que le mencionaban a la mamá. Ella se fue alejando, tanto de la ciudad como de nuestros pechos, hasta que todos en la casa terminamos refiriéndonos a ella, no con su nombre, que olvidamos, sino con un apelativo más lejano y más justo: la difunta. Yo a ella, a la difunta, no la culpaba del todo por su decisión; ella había querido al fotógrafo desde antes de casarse conmigo, y desde la adolescencia habían planeado que algún día se irían a vivir al campo. Ahora habían realizado su sueño de vida agreste y vivían en esa finca sin teléfono en las afueras de El Retiro, al lado de una quebrada, con caballos y vacas y conejos. Pescaban truchas, paseaban los perros, y se bastaban tanto el uno al otro que casi nunca bajaban a Medellín.
Después del primer estupor del abandono, que me dejó medio loco por semanas, aunque más herido en el orgullo que en el amor, yo me fui acomodando, y a los meses me sentía muy contento de vivir solo con los niños. Contento, pero también preocupado, porque con los horarios del periódico la vida diaria se me volvió imposible. Por un lado, todos los días tenía que despertarlos a las seis para que tuvieran tiempo de bañarse antes de que pasara el bus del colegio, y yo casi nunca podía acostarme antes de la una porque en un día bueno cerrábamos la edición a medianoche, y en los días difíciles el turno se prolongaba hasta más tarde, a veces hasta las dos o las tres de la madrugada. Había noches en que dormía menos de tres horas y después, en el periódico, no era capaz de hacer nada bien y a veces me quedaba dormido encima del escritorio. Yo no tenía que llegar temprano al periódico, podía llegar a las diez o a las once de la mañana, pero me angustiaba también que los niños llegaran solos por la tarde, al salir del colegio, aunque tres veces a la semana venía una empleada, y los otros días venía mi mamá. Lo que pasa es que el periódico es una esclavitud, con turnos de ocho días sin fines de semana, con horarios de doce o trece horas, sin tiempo para estar con los hijos ni revisarles las tareas ni verlos crecer, sin siquiera un minuto para cortarles las uñas.
Las casas, además, se van cayendo cuando no hay una mujer que las gobierne, y de mes en mes mi casa estaba más sucia, más triste, más desordenada. La comida era pésima, había goteras, el timbre no sonaba, la cocina olía a grasa, las matas se secaron. Un desastre. Por todo esto, y porque ya era seguro que la difunta no iba a resucitar, yo le propuse a mi mamá que viviéramos juntos, que compráramos un apartamento grande entre los dos y así ella podía ayudarme más tiempo con los niños, y podíamos dividir todos los gastos, y hasta pagar una muchacha fija que ayudara en los oficios. Mi madre es una señora viuda, jubilada, de más de setenta años, pero fuerte y activa todavía. La idea de vivir otra vez con el hijo, y sobre todo la idea de pasar toda la semana con los nietos, la llenó de un entusiasmo juvenil entre edípico y maternal.
Lo primero que hicimos fue poner en venta la casa donde yo vivía con los niños, por el Estadio, y tuvimos mucha suerte porque un constructor había comprado la casa de al lado y quería también la nuestra para poder levantar un edificio. La vendí bien y puse la plata en el banco mientras mi mamá vendía también su apartamento y juntábamos el capital para comprar algo más grande y mejor entre los dos. Mientras ella vendía, nos acomodamos todos allá, en el apartamentico de ella, por La Floresta, pero como tenía apenas un cuarto, los niños y yo tuvimos que apeñuscarnos en la sala, entre muebles, colchones, cajas de ropa, juguetes y útiles del colegio. Fuera de eso yo había cometido el error, para atenuarles la falta de mi esposa, de comprarles un perro, y entonces éramos cuatro los que teníamos que dormir en el mismo espacio, a veces entre olores que se me hace innecesario describir. Vivíamos muy estrechos, pero menos infelices que antes y con la esperanza de una nueva casa en la que cada uno tendría su cuarto, y en la que todos esquivaríamos la soledad.
Yo mismo vi el aviso en el periódico. Me llamó la atención porque el anuncio era más grande de lo habitual, y hablaba de una urgencia por motivo de viaje al exterior. Además recibían alguna propiedad de menor valor como parte de pago. Ofrecían un apartamento enorme, casi de trescientos metros cuadrados, en una loma alta por El Poblado arriba, y por una cifra que parecía como del Estadio, el barrio más modesto donde nosotros habíamos vivido siempre. Llamé a la inmobiliaria, les informé lo que podía darles de contado, el apartamento que teníamos para entregar como parte de pago, y por teléfono la cosa les sonó. Esa misma tarde fui a ver la propiedad, una Unidad Cerrada con uno de esos nombres absurdos hispano-colombianos que ponen por aquí: Guaduales del Guadalquivir. El apartamento era demasiado para nosotros, en todos los sentidos: demasiado grande, demasiado lujoso, de una ostentación excesiva. Yo tenía un Mazdita verde lora, que a mí me parecía una finura, pero ni me imaginaba los carrazos que había allá parqueados, puras burbujas blindadas y jeeps metalizados. La Unidad tenía piscina, además, y zona de juegos, parque, sauna, jacuzzi, pista para trotar, todo eso. Lo increíble es que el precio era tan bueno que yo no tenía que encimar mucho; bastaba que hiciera una hipoteca pequeña, de menos de veinte millones, y la compra se podía hacer. Al otro día, un sábado, fuimos a verlo con mi mamá y con los niños, y todos estábamos felices porque jamás habíamos ni soñado con poder vivir en un sitio tan amplio y tan lujoso. No es que el apartamento fuera de buen gusto: los pisos eran todos de mármol, de pared a pared, un mármol verde oscuro, frío y brillante como la lápida de una tumba. En los techos había molduras de yeso con adornos barrocos pintados en un dorado de gusto peor que regular; los grifos de los baños eran cisnes inmensos bañados en oro, y los sanitarios, más que inodoros, parecían tronos. El cielo raso del cuarto principal era un mosaico cursi-erótico de espejos que yo ya no tendría con quién usar, y en el vestier, al lado, había también una gran caja fuerte empotrada, que se podía camuflar detrás de los vestidos y donde nosotros no teníamos nada que guardar, ni joyas heredadas, ni ahorros ni cubiertos de plata ni acciones de Coltejer.
El lunes llamamos para decir que estábamos interesados y nos dieron una opción mientras yo me ponía a hacer vueltas en el banco para que me prestaran, sobre una hipoteca, los dieciocho millones que nos quedaban faltando. Todo salió muy rápido y llegó el día en que teníamos que ir a firmar la promesa de compraventa. Esa vez nos recibió el gerente de la inmobiliaria, nos hizo pasar a su despacho, nos ofreció café y gaseosa, hasta me preguntó si no querría un whisky, y luego empezó a hablar. Que él quería ser muy franco con nosotros, nos dijo. Que todo era legal, que no había ningún inconveniente, pero que el apartamento tenía un problemita, un problema menor, en realidad, pero que él no quería que un periodista (y me miraba a los ojos) y menos que una señora mayor (y aquí miraba a mi mamá) fuera a comprar las cosas sin saberlo todo.
Ustedes recordarán que entre el 92 y el 93, después de que Pablo Escobar se escapó de su propia cárcel, la Catedral, se desató en Medellín una guerra a muerte entre la gente del Cartel, la de Escobar, y un grupo clandestino que se llamaba los Pepes (perseguidos por Pablo Escobar), que eran una especie de confusa mezcolanza entre servicios de seguridad del Estado, la CIA, la DEA, los notables, los paramilitares, algunos informantes del Cartel de Cali, o mejor dicho hasta el Putas, como se dice aquí. En esos años, uno tras otro, habían ido cayendo todos los cuadros de la organización de Escobar, desde sus abogados hasta los especialistas en comunicaciones, desde los choferes y los mayordomos hasta los jefes de seguridad y los sicarios a su servicio. Pues bueno, nos informó el señor de la inmobiliaria, el apartamento que ustedes van a comprar, era propiedad del mayor de los hermanos Foronda, Carlos Mario Foronda Zuluaga, mejor conocido en el ambiente mafioso como Pistoloco. Él, reconoció el gerente, había sido el jefe de sicarios de Escobar, y pocos meses después de que Pablo se escapara de la Catedral, en el 92, había sido asesinado por los Pepes ahí mismo, en Guaduales del Guadalquivir, en el apartamento que nosotros queríamos comprar. La viuda de Foronda, Katia Moreno, era una ex modelo que en el pánico de las semanas sucesivas se había tenido que ir a vivir a Buenos Aires, a las carreras, y ahora estaba vendiendo, a precio de huevo, todo lo que le había correspondido de herencia por su marido muerto: fincas de recreo, haciendas, casas, apartamentos, carros, caballos, cuadros del maestro Ramón Vásquez, de Manzur y de Guayasamín…
Mi mamá y yo nos asustamos un poco con la noticia, pedimos otro día para pensarlo mejor y consultar. Mientras ella consultaba con un abogado de confianza, y averiguaba con él detalles sobre la ley de extinción de dominio, la que expropia propiedades de narcotraficantes, que quizás nos podría afectar, yo iba a estudiar el caso de Pistoloco en los archivos del periódico. Por el lado de mi mamá, resultó que era muy improbable lo de la expropiación. Según el abogado el riesgo era mínimo, y comprarle a la modelo no era siquiera una falta moral. Eso nos dijo.
Yo por mi parte encontré, en distintos periódicos de enero del 93, alguna información. Lo del asesinato de Foronda había sido en realidad una masacre, y bastante macabra. Aprovechando que estaban en fiestas de fin de año, el mismo 31 de diciembre del 92, poco antes de las doce de la noche, llegaron al condominio Guaduales del Guadalquivir, tres automóviles blindados seguidos por tres motos. Después de inmovilizar al portero de la Unidad, unos quince hombres bajaron de los carros y de las motos, subieron hasta el piso trece del edificio, tumbaron de un almadanazo la puerta del penthouse de Pistoloco, inmovilizaron a las catorce personas que allí se hallaban reunidas (en plena rumba de fin de año y en honda borrachera del tipo sentimental), las hicieron tender boca abajo, les amarraron las manos con alambres y procedieron a ultimarlas una por una con un tiro en la nuca y otro en el abdomen. Entre los muertos, además de Pistoloco, había cinco modelos de una reconocida casa de desfiles de Medellín, todas menores de veinte años, tres músicos integrantes del trío Los Únicos de Envigado, cuatro amigos o guardaespaldas del mismo Pistoloco, ninguno de los cuales alcanzó a reaccionar, y un niño de once años, identificado como Wílmar Foronda Moreno, al parecer hijo de un matrimonio prematuro de Pistoloco con una mujer que no se hallaba presente en la fiesta de año nuevo. La madre de este niño se llamaba, según el periódico, Katia Moreno, ex modelo, y era la misma que ahora tenía a su nombre la escritura del apartamento. Lo único que el gerente no nos había dicho era el número de muertos que había habido en el apartamento. Nada se sabía sobre la identidad de los asesinos, salvo que eran los Pepes, y lo único que el portero declaró es que dos de ellos, al salir, estaban discutiendo sobre la muerte del menor. “¿Por qué mataste al niño, güevón?” decía uno. Y, según el portero, el otro Pepe le contestó: “No se puede dejar vivos a los hijos, porque esos, cuando crecen, son los que lo matan a uno después.”
Claro que a mí no me gustó lo que había sucedido en ese apartamento, pero ya había pasado mucho tiempo, casi dos años, y a la gente las cosas se les van olvidando. Yo no soy de los que cree en sitios salados, y menos en fantasmas. Un apartamento como ese valía más de doscientos millones y a nosotros nos lo estaban dejando por ciento cuarenta. La gente tiene agüeros y cuando uno quiere vender algo así, sobre todo si tiene afán, toca bajar el precio. ¿Ustedes qué habrían hecho? Eso lo discutimos mi mamá y yo toda la noche, qué hacer, aceptar o no aceptar, comprar o no comprar. El cambio era muy bueno, de La Floresta a El Poblado. En la madrugada resolvimos que sí, que lo comprábamos de todas maneras, sin contarles, claro, nada a los niños de lo que había pasado allí. Por el dinero que teníamos no podíamos conseguir nada mejor, difícilmente podríamos tener algo tan cómodo; ese apartamento era hasta más de lo que necesitábamos para vivir, y si algún día, años después, lo quisiéramos vender, quién se iba a acordar siquiera de que alguna vez había existido un tipo al que le decían Pistoloco. Cerramos los ojos y nos metimos en la compra. Lo único que quedaba de los catorce muertos era, sobre el mármol verde de la sala, algunos bordes despicados en el piso, y un montón de pequeños orificios mal remendados con masilla teñida. Encima de todo eso pusimos un tapete de flores, y no lo pensamos más.
Cuando nos mudamos, los primeros meses, la vida práctica se nos hizo mucho más fácil, mis hijos se adaptaron de inmediato al lugar, no había tarde que no bajaran a la piscina, prendían el sauna aunque no aguantaran ni un minuto adentro, y cuando se aburrían montaban en ascensor. Los fines de semana que yo no iba al periódico pasábamos horas jugando con raquetas en el jardín. La difunta llamaba como mucho cada mes. Un matrimonio con la propia madre tiene sus ventajas. Hay menos celos y mayor libertad; el amor y la conveniencia no son contradictorios, en este caso; es saludable para la psicología de los niños y para la salud mental de la persona mayor. Nos adaptamos muy bien a la Unidad, donde lo único que desentonaba era mi carrito verde lora, que por el momento y con el sueldo del periódico no podía ni pensar en cambiarlo. De hecho todo marchó sin contratiempos durante más de seis meses, hasta que sucedió el episodio por el que ahora somos otros, no sé si mejores o peores, pero otros.
Todo empezó un domingo por la mañana, después de la circunstancia más banal. Mi hija, al volver de bañarse en la piscina, se había lavado el pelo y quería usar el secador en mi baño, el de la alcoba principal. Al conectar el secador al enchufe (que nunca habíamos usado hasta ese día), éste no funcionó. Yo, que tengo espíritu de todero y cuando se tapan los lavamanos sirvo de plomero, y cuando hay un corto circuito me improviso electricista, empecé a desmontar el enchufe para revisar la instalación. La sorpresa inicial fue más bien una pequeña curiosidad, una sensación de extrañeza que se volvió asombro. Detrás de la tapa del enchufe, en lugar de los alambres consabidos, había un doble fondo. Debajo del enchufe se desprendía una tablita de madera, pintada igual que la pared. Al quitar la tabla, al fondo, se veía la cerradura de una caja fuerte, con llave. Era rarísimo. Cuando nos habían hecho entrega del apartamento, además de las llaves de todas las puertas y del ascensor, nos habían entregado también la clave de la caja fuerte, que abrimos y estaba vacía, por supuesto, pues la ex modelo se había llevado todas sus pertenencias a Argentina. Habíamos vuelto a cerrar esa caja, vacía, que a gente como nosotros no nos servía para nada. Nadie nos había hablado de otra caja fuerte secreta. Probé la misma clave de la caja fuerte externa, y funcionó, era igual, pero por el pequeño orificio que dejaba la abertura detrás del enchufe, solamente se podía meter el brazo. Metí la mano hasta el fondo y lo primero que saqué fue un papel. Parecía un naipe con la foto de un señor. Yo al mirarlo creí que era Drácula y me imaginaba que había algún secreto ahí, implementos para algún rito satánico o cosas así. Miré por detrás del naipe y ví que tenía la oración del Padre Marianito, beato reciente de Santa Madre Iglesia. Volví a meter la mano y lo que salió fue un escapulario y otra estampita, esta vez del Señor Caído de Girardota. Insistí, moviendo la mano en la oscuridad. Al tacto se distinguían varios paquetes pequeños, forrados en plástico. Saqué uno. Yo no sabía bien qué era eso, nunca había visto nada así, era como una pequeña tableta de chocolate, pero pesaba mucho, era dorada. Me quité los anteojos y leí las letras diminutas. En un troquelado minúsculo decía 24K, decía 101,3 gr. Mi corazón se aceleró. Metí la mano otra vez. Había varias montañitas bien apiladas de estos pequeños lingotes de oro, todos de distinto peso, aunque todos entre 98 y 103 gramos. Saqué algunos; eran muy parecidos, pero no los conté. Yo estaba solo en el baño, en cualquier momento entraría María Isabel a preguntarme si ya había arreglado el enchufe. Tiré adentro los lingotes que había sacado, las estampas del padre Marianito y del Señor Caído, cerré la caja fuerte, acomodé lo mejor que pude la tabla de tríplex (ahora no era perfecta, se veían los bordes) y puse otra vez el enchufe apretando los dos tornillos con el destornillador. Las manos me estaban temblando y mi respiración parecía la de uno que acaba de llegar de trotar. No quería que los niños se enteraran de nada. María Isabel se secó y alisó el pelo en el cuarto de ella y cuando los niños, al fin, salieron al jardín, llamé a mi mamá y le conté el hallazgo. Volví a quitar el enchufe, la tablita, abrí la caja fuerte con la clave que me sabía de memoria, metí la mano y ya no saqué las estampas; le mostré las pastillas solamente.
La reacción de los dos era, al mismo tiempo, de miedo y entusiasmo, de júbilo y pecado. Era una sensación a medias entre el robo y el golpe de suerte. Era como ganarse la lotería. A los dos se nos salían gritos de alegría y de incredulidad. Volví a meter la mano, más hacia el fondo, con el brazo hasta el hombro. Había paquetes de consistencia muy distinta. Saqué uno. Era un fajo delgado de dólares, cien billetes de cien dólares, bien empacados con una banda de papel en la mitad. Yo no lo podía ni creer. Hacíamos cuentas mentales, cien por cien, es un cien más dos ceros, o sea diez mil, y diez mil dólares, en esos días, eran como quince millones de pesos. Metí la mano y empecé a sacar fajos y más fajos, entre los que a veces salía enredado algún lingote. Las sumas y las cifras crecían en la cabeza, enloquecidas, como fuegos artificiales. Yo sentí un vértigo, como lo que se siente desde la parte más alta de la rueda de Chicago. Sacaba y sacaba montones de fajos, pero al tacto se percibía que había aún muchos más. En ese momento sonó el timbre y los volvimos a meter precipitadamente en el mismo sitio. Yo nunca había tenido miedo de que me robaran nada (¿qué me iban a robar?), pero antes de abrir la puerta miré bien por el ojo mágico para estar seguro de que fueran mis hijos, que volvían del jardín, y no algún ladrón. Cuando entraron, por primera vez desde que vivíamos ahí, le di vuelta a la llave y puse la cerradura de arriba, la de seguridad.


Montreux

2

Nunca nadie entendió, en el periódico, qué había pasado con Carlos Mario Yepes, el editor de Nación, a quien un día de abril de 1995 se lo tragó la tierra. Después de un período muy duro, cuando lo dejó su mujer, había vuelto a ser feliz. Había comprado con doña Ana, su madre, un apartamentazo por El Poblado arriba, y allá vivía feliz, como un rico, con ella y con los niños, hasta que un día, como por arte de magia, desapareció, se lo tragó la tierra. A mediados de abril, unos seis o siete meses después de haberse mudado de casa, no volvió al periódico, y toda la familia desapareció. Ni sus compañeros de trabajo ni sus mejores amigos sabían nada. La policía inspeccionó el apartamento, pero no encontró ninguna cosa que llamara la atención, ningún indicio, ni el más mínimo rastro que explicara su partida. Nunca volvió a saberse nada de ellos en todo Medellín: ni en Guaduales del Guadalquivir, ni en el colegio de los niños, ni en la parroquia donde oía misa la mamá, ni en el periódico, ni en ningún pueblo o ciudad del país. Tanto en el periódico, como en Medellín, se insinuó que la desaparición del periodista, de sus hijos, y de su señora madre, podía tener alguna relación con el asesinato de Pistoloco. Ese apartamento tenía algo, debía estar salado, y ahí seguiría para siempre como un sepulcro vacío, con las puertas cerradas. Se pensó, se dijo y se publicó que tal vez su desconcertante final tendría alguna relación con los sucesos sanguinarios del famoso penthouse. Sólo ahora, más de diez años después, se puede revelar el paradero de sus cuentas, de sus cuerpos e incluso de sus almas.
La casa tiene tres plantas y se levanta en las armoniosas colinas que se asoman al Lago de Ginebra. La ciudad se llama Montreux y es célebre, entre otras cosas, porque allí se realiza uno de los más prestigiosos festivales de jazz del mundo, y porque aquí vivió la última parte de su vida, en una suite del Hotel Palace, el gran escritor ruso Vladimir Nabokov. La colina, en esta parte del lago, mira al costado meridional, lo que hace que la casa sea menos fría en invierno, y llena de una luz paradisíaca en los meses más cálidos del año. Cerca de allí hay viñedos, queserías, castillos, museos, teatros. Una mansión así, en ese sitio, con esa situación, no te la muestran por menos de un millón y medio de dólares.
Según documentos auténticos, los ocupantes de la casa, y legítimos dueños, se llaman Carlo Tomasinelli, un señor cincuentón, y Anna Olivieri, una ancianita de más de ochenta años, aunque vivaz todavía. Con ellos viven dos adolescentes, hijos de él, nietos de ella, en edad escolar, que asisten a los últimos años del colegio público de Montreux. El padre y la abuela, a pesar de sus nombres, no hablan ni una palabra de italiano. Tampoco saben alemán, y su francés es torpe y elemental. Unos cuantos monosílabos y algunos sustantivos de la vida práctica. Los muchachos, en cambio, dominan el francés, el alemán, y se burlan en toda ocasión de los mayores, que en la vida familiar conversan siempre en antioqueño. Son dos niños alegres, Isabella y Stephan, aunque quizá un poquito más morenos que la mayoría de sus compañeros suizos, exceptuando hindúes y africanos.
Don Carlo y doña Anna están acodados a la amplia terraza que mira al apacible lago de Ginebra. “¿Qué es lo que más te gusta de Suiza?” le pregunta el hijo a la madre, y ella contesta: “La limpieza.” “¿Y lo que menos?” “Lo mismo, la limpieza.” Suspiran. Se quedan callados. Del interior de la casa sale una música exótica para estas tierras: vallenatos.


Héctor Joaquín Abad Faciolince (Medellín, 1 de octubre de 1958) es un escritor y periodista colombiano, mejor conocido por sus libros Angosta, que obtuvo en abril de 2005 en China el premio a la mejor novela extranjera,1 y El olvido que seremos, sobre la vida y asesinato de su padre Héctor Abad Gómez, que fue otorgado el premio Casa de América Latina de Portugal por el libro como mejor obra latinoamericana y el Premio Wola-Duke en Derechos Humanos. Además ha recibido un Premio Nacional de Cuento, una Beca Nacional de Novela (1994) y dos Premios Simón Bolívar de Periodismo de Opinión (1998 y 2006).